Intentar una mirada imparcial en torno a la actual poesía chilena es un trabajo casi imposible, soberbio y hasta ingenuo. La continua renovación del género impide poseer la distancia y la objetividad necesarias en este tipo de análisis que, en todo caso, no pretende, ni lejanamente, instaurar un canon o, más aún, agotar el tema. Se trata entonces de una lectura personal y basada en algunos criterios que apuntan más bien a la representatividad de los autores, a la emergencia de sus voces y al placer de la lectura íntima del que aquí suscribe.
Es común en estos días oír bastante sobre la poesía chilena. La estatura de las figuras de Nicanor Parra y Gonzalo Rojas (consagrados y vueltos a consagrar continuamente por casi todas las instituciones y premios de España e Hispanoamérica) han refrescado en los lectores la imagen de una tradición marcada esencialmente por la voz de Pablo Neruda (cuyo centenario nos ha inundado con su vida y obra) y, para aquellos que conocen más de esta poesía, con las presencias de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro o Pablo de Rokha. De alguna forma, se ha hecho justicia con ambos poetas y se ha reconocido la importancia de la ya mítica generación de 1938, notabilísima en sus autores y propuestas (y quiero destacar también las obras de Eduardo Anguita, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle y de aquellos surrealistas del grupo “Mandrágora”). Aún así, la poesía chilena pareciera detenerse en ese momento histórico para la mayoría de los lectores españoles. De vez en cuando algunas editoriales reeditan las obras de Enrique Lihn, Oscar Hahn o Raúl Zurita, pero no es común que (salvo la excepción de los jóvenes Javier Bello y Leonardo Sanhueza, premiados recientemente y editados por Visor) se pueda hablar de una divulgación real de la poesía chilena. De sobra está señalar que falta urgentemente una antología completa, al menos de los últimos cuarenta años, para “iluminar”, aunque sea parcialmente, el panorama de la actual lírica chilena.
Frente a este desconocimiento es alentador poder esbozar algunas ideas y situar algunas obras de los poetas que han ido continuando una fértil tradición que hoy podría catalogarse como pluridireccional, heterogénea y superpoblada de nombres. En este sentido lo primero que hay que subrayar es la obvia coexistencia de las llamadas “generaciones” que se superponen en producción y en figuración en el pequeño escenario de las letras de Chile. Así junto a Rojas o a Parra, otras presencias insoslayables son las de Miguel Arteche, Armando Uribe Arce, Stella Díaz Varín (de la generación de 1957, conocida como “de los años cincuenta”) junto a Floridor Pérez, Jaime Quezada, Manuel Silva Acevedo, Waldo Rojas, Oscar Hahn, Gonzalo Millán y tantos otros de la generación de 1972 (tradicionalmente señalada como “de los años sesenta”). Así, sin querer transformar estas páginas en un miope e inútil listado de nombres, aparecen –casi como un fenómeno de la naturaleza- “oleadas” de poetas que por su rápida iniciación y vigencia, hacen tambalear cualquier intento de categorización desde el punto de vista generacional. De esta forma, surgen la “generación de los ochenta” (o del ’87, o “de la dictadura”, o “N.N.” [1]), la “generación de los noventa” (o del 2002) y, en estos días, una novísima generación, sin rotular aún, que comienza a dar sus primeros frutos en libros o revistas de escasa circulación, pero que intenta “instalarse” con pie firme. Sin la necesaria perspectiva ante tan atiborrado paisaje, casi resulta más práctico y hasta más justo, hablar más que de “generaciones”, de “promociones”. Pareciera que los años de formación, los años de vigencia, etc. de cada generación no alcanzan a cumplir los plazos tradicionales que la crítica apunta en el sentido más canónico. Por otra parte, a pesar de los rasgos distintivos de estas promociones, existen líneas comunes que pueden unir a los distintos autores produciéndose una serie de vínculos intergeneracionales que hablan de una ligazón distinta a las que se conocían antiguamente. En este derrotero hay que apuntar al cambio de muchos poetas desde un discurso político, ideologizado y comprometido a una escritura más actual, con las problemáticas propias de la democracia, del mundo globalizado, de los temas tradicionales de la poesía universal[2]. Pero el problema más interesante, es la aparición constante de voces nuevas (algunas “clasificables” en grupos, promociones o generaciones) y su casi nula consolidación en la conciencia de los lectores. Muchos libros, pocas revistas literarias, casi ninguna crítica periodística[3] y casi ningún estudio, reseña o mención en la crítica académica[4], complican el afianzamiento y consistencia de estos autores. Tanto es así, que la poesía ha sido desplazada en la mayoría de la prensa y de las revistas académicas por los artículos y ensayos en torno al pequeño “boom” que se ha conocido en torno a los jóvenes y no tan jóvenes narradores chilenos. Las suspicacias aquí son muchas y, obviamente, apuntan a estrategias de mercado y publicidad de las casas editoriales más que a una justa valoración de este fenómeno.
Ante tan confuso panorama, me parece indispensable mencionar, sin ánimo de categorizar nada, las líneas que antes apuntaba como principales en la poesía chilena actual.
La generación del ochenta u ochenta y siete significó la radicalización, en muchos casos, del discurso político y social. Paralelamente a esta opción, otros autores como Juan Luis Martínez[5] o Raúl Zurita optaron por una escritura que apelaba a los recursos de la neovanguardia y abrieron un universo extraordinario que conjuntamente a los esfuerzos desplegados por Diego Maquieira, Rodrigo Lira o Carlos Cociña, significó la aparición del discurso feminista (Teresa y Lila Calderón, Verónica Zondek, Alejandra Basualto, Bárbara Délano); neocoloquial (Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz); etnocultural y metapoético (Tomás Harris, Clemente Riedemann, Eduardo Correa, Javier Campos, Eduardo Llanos, Gonzalo Contreras, Soledad Fariña, Mauricio Barrientos, Andrés Morales); homosexual (Francisco Casas); indígena (con el extraordinario e importantísimo poeta fundacional Elicura Chihuailaf); etc. Este hecho marcó un cambio en la lírica chilena pues permitió atisbar una diversidad discursiva como nunca antes vista, asunto de primer orden pues serviría de necesario antecedente para que las promociones posteriores (sobre todo la del noventa) pudiesen articular una poesía sin compromisos, desprejuiciada y sin ataduras ideológicas. Asunto que también, desde la segunda mitad de la década de los ochenta, se complementaría con la apertura política que permitió recuperar la democracia[6]. Este particular momento significó también un intento de reparación de parte del alicaído entramado cultural del país; con una verdadera explosión de ediciones de libros (autoeditados o en sellos pequeños), de revistas (de muy baja circulación) y, fundamentalmente, de la aparición de Talleres Literarios, espacios amparados por un par de instituciones (Sociedad de Escritores de Chile y Biblioteca Nacional) u organizados por estudiantes y poetas bisoños en universidades o, simple y llanamente, de forma privada. Años de esperanza en los años venideros, el final de los ochentas significaron la madurez de una poesía que avanzaba hacia temas y preocupaciones muy similares a las actuales.
Entrados en la década de los noventa aparece, como se ha dicho, una nueva promoción que se autodenomina “de los noventa”. Grupo heterogéneo en sus búsquedas y procedimientos, se forma casi completamente en las universidades[7]. Entre sus hallazgos puede contarse el intento por no hegemonizar ni monopolizar ningún tipo de escritura, consiguiendo una diversidad de tonos y estilos que buscan a sus referentes en otras literaturas (neohelénica, francesa, anglosajona) más que en la propia tradición chilena o de la lengua castellana. También cultivan un desprejuicio en cuanto a las temáticas y registros, realizando una lectura abierta de las múltiples posibilidades del género. De esta forma conviven sin problemas neoclasicismo, neosurrealismo, antipoesía, neovanguardismo y, por cierto, una lírica de tono clásico. Como muy bien señalara Javier Bello en su tesis de grado[8], estos poetas se transforman en desarraigados, en huérfanos de su propia tradición cultivando una escritura donde no caben los cenáculos ni las asociaciones. Una sana desconfianza anima a la mayoría. Con inusual fuerza, estos autores se consolidan rápidamente y ocupan un espacio (lo quieran o no y dentro de los reducido del mismo…) en la palestra literaria. Voces como las de Alejandro Zambra, Javier Bello, Ismael Gavilán, Germán Carrasco, Cristián Gómez, Julio Espinosa, Armando Roa Vial, Sergio Madrid, Verónica Jiménez, Kurt Fölch, Alejandra del Río, Rodrigo Rojas, Julio Carrasco, Matías Rivas, Leonardo Sanhueza, Andrés Adwanter, David Preiss, Patricio Cifuentes o Malú Urriola entre muchos otros, publican con gran velocidad sus primeros libros y consiguen articular encuentros, antologías y talleres que, poco a poco, demuestran el notable talento que poseen. Como es tradición en la poesía chilena, también dentro de este grupo, las ciudades de las regiones han ido incrementando su gravitación en el género. Concepción, Valparaíso, Temuco y Valdivia se convierten cada día más en centros de gran producción poética. Las universidades, los centros culturales y comunitarios se han erigido en espacios donde se continúa la tradición de los talleres literarios y donde, con mayor o menor fortuna, se intentan publicar algunas revistas de poesía.
Cuando la promoción de los noventa pareciera constituirse en los “novísimos” del momento, con extraordinaria velocidad surgen otros jóvenes que quieren abrirse paso con sus libros y visiones de mundo. A veces catalogados entre los poetas del noventa, otras veces señalados como autónomos, estos últimos autores ya realizan encuentros literarios[9], planean primeras ediciones y antologías poéticas. No es posible saber cuál es la razón de tanto interés y tanta proliferación poética, pero es indudable que, a todas luces, la calidad no merma en pos de la cantidad. Otra vez las universidades son escenario importante para el desarrollo de una nueva promoción[10], es allí donde se gestionan, otra vez, talleres y revistas de gran interés. Tema aparte y complicado es dar algunos nombres –dada la gran cantidad de autores- pero baste con señalar que se habla de, al menos, una treintena de poetas (si es que esta cifra no es, tal vez, conservadora)[11].
Como impresión o, mejor, como visión de estos últimos años es necesario repetir las ideas de una poesía donde la continuidad, la diversidad y el desconocimiento entre los diversos países de lengua castellana son las notas dominantes. Si a esto le agregamos una suerte de “desprecio” entre las diversas literaturas hispanoamericanas y española (donde se cree que lo mejor es lo realizado en el propio país y donde se mira con recelo lo escrito en otros), rápidamente se concluye como natural que muchos poetas busquen en lejanas tradiciones y otras lenguas sus referentes inmediatos.
Mientras tanto, a pesar que el género poético ha ido teniendo una condición de “desplazado”, a pesar que la crítica no logra dimensionar con justicia la extraordinaria vitalidad de la poesía y a pesar que sólo unos nombres muy consagrados parecieran abarcar toda la atención de los pocos lectores, la poesía chilena continúa en constante movimiento persiguiendo no sólo su permanencia sino también nuevos derroteros donde este difícil arte pueda dar mucho más de sí.
[1] En clara referencia a la situación de los desaparecidos en la época de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Los “N.N.” o los “sin nombre”, como tantos olvidados en tumbas sin identificación.
[2] Particularmente en algunas voces de la generación del ’80, que en un comienzo se decantó por una escritura social y política, el caso de José María Memet, por ejemplo (o en una segunda instancia por un neovanguardia también ideologizada, el caso de Raúl Zurita).
[3] Con la sola excepción de “Revista de Libros” de “El Mercurio” o un par de columnas en periódicos como “Las Últimas Noticias” o “La Tercera de la Hora”, las más de las veces orientadas a la crítica de la “nueva narrativa chilena”.
[4] Donde sólo pueden señalarse algunos estudios importantes de Soledad Bianchi, Naím Nómez, Iván Carrasco, Grínor Rojo y Ana María Cuneo, casi todos concentrados en la Universidad de Chile o de Santiago o la Universidad Austral de Valdivia.
[5] (1942-1993). Sus obras poéticas editadas son La nueva novela (1977), La poesía chilena (1978) y Poemas del otro (póstumo, 2003).
[6] De allí el cambio en el discurso poético de algunos autores de esta promoción, quienes abandonan el compromiso ideológico ante la solidez de los cambios históricos y a la luz de los influjos de otros poetas que, desde el extranjero, exilio involuntario o voluntario, se han empapado con otras referencias culturales y otras tradiciones y temáticas “actualizando” sus obras y desplazando lo político a un segundo o tercer plano.
[7] Evidentemente con algunas excepciones. Para confirmar este hecho véase Códices. Antología Poética. de Javier Bello y Rolando Carrasco. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile- RIL Editores. Santiago de Chile, 1993.
[8] Bello, Javier. Poetas chilenos de los Noventa. Estudio y Antología. Tesis para optar al grado de Licenciado en Humanidades con mención en Lengua y Literatura Hispánica. Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 1995.
[9] En octubre de 2004 se realiza en Santiago el Encuentro “Poquita Fe” donde se dan cita los más jóvenes autores del género.
[10] Especialmente en la Universidad de Chile, en la Universidad Católica de Valparaíso y en algvunas universidades privadas.
[11]Recientemente el poeta Raúl Zurita ha antologado a poetas de los noventa y de la última promoción en Cantares, nuevas voces de la poesía chilena. LOM Editores. Santiago, 2004.
Es común en estos días oír bastante sobre la poesía chilena. La estatura de las figuras de Nicanor Parra y Gonzalo Rojas (consagrados y vueltos a consagrar continuamente por casi todas las instituciones y premios de España e Hispanoamérica) han refrescado en los lectores la imagen de una tradición marcada esencialmente por la voz de Pablo Neruda (cuyo centenario nos ha inundado con su vida y obra) y, para aquellos que conocen más de esta poesía, con las presencias de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro o Pablo de Rokha. De alguna forma, se ha hecho justicia con ambos poetas y se ha reconocido la importancia de la ya mítica generación de 1938, notabilísima en sus autores y propuestas (y quiero destacar también las obras de Eduardo Anguita, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle y de aquellos surrealistas del grupo “Mandrágora”). Aún así, la poesía chilena pareciera detenerse en ese momento histórico para la mayoría de los lectores españoles. De vez en cuando algunas editoriales reeditan las obras de Enrique Lihn, Oscar Hahn o Raúl Zurita, pero no es común que (salvo la excepción de los jóvenes Javier Bello y Leonardo Sanhueza, premiados recientemente y editados por Visor) se pueda hablar de una divulgación real de la poesía chilena. De sobra está señalar que falta urgentemente una antología completa, al menos de los últimos cuarenta años, para “iluminar”, aunque sea parcialmente, el panorama de la actual lírica chilena.
Frente a este desconocimiento es alentador poder esbozar algunas ideas y situar algunas obras de los poetas que han ido continuando una fértil tradición que hoy podría catalogarse como pluridireccional, heterogénea y superpoblada de nombres. En este sentido lo primero que hay que subrayar es la obvia coexistencia de las llamadas “generaciones” que se superponen en producción y en figuración en el pequeño escenario de las letras de Chile. Así junto a Rojas o a Parra, otras presencias insoslayables son las de Miguel Arteche, Armando Uribe Arce, Stella Díaz Varín (de la generación de 1957, conocida como “de los años cincuenta”) junto a Floridor Pérez, Jaime Quezada, Manuel Silva Acevedo, Waldo Rojas, Oscar Hahn, Gonzalo Millán y tantos otros de la generación de 1972 (tradicionalmente señalada como “de los años sesenta”). Así, sin querer transformar estas páginas en un miope e inútil listado de nombres, aparecen –casi como un fenómeno de la naturaleza- “oleadas” de poetas que por su rápida iniciación y vigencia, hacen tambalear cualquier intento de categorización desde el punto de vista generacional. De esta forma, surgen la “generación de los ochenta” (o del ’87, o “de la dictadura”, o “N.N.” [1]), la “generación de los noventa” (o del 2002) y, en estos días, una novísima generación, sin rotular aún, que comienza a dar sus primeros frutos en libros o revistas de escasa circulación, pero que intenta “instalarse” con pie firme. Sin la necesaria perspectiva ante tan atiborrado paisaje, casi resulta más práctico y hasta más justo, hablar más que de “generaciones”, de “promociones”. Pareciera que los años de formación, los años de vigencia, etc. de cada generación no alcanzan a cumplir los plazos tradicionales que la crítica apunta en el sentido más canónico. Por otra parte, a pesar de los rasgos distintivos de estas promociones, existen líneas comunes que pueden unir a los distintos autores produciéndose una serie de vínculos intergeneracionales que hablan de una ligazón distinta a las que se conocían antiguamente. En este derrotero hay que apuntar al cambio de muchos poetas desde un discurso político, ideologizado y comprometido a una escritura más actual, con las problemáticas propias de la democracia, del mundo globalizado, de los temas tradicionales de la poesía universal[2]. Pero el problema más interesante, es la aparición constante de voces nuevas (algunas “clasificables” en grupos, promociones o generaciones) y su casi nula consolidación en la conciencia de los lectores. Muchos libros, pocas revistas literarias, casi ninguna crítica periodística[3] y casi ningún estudio, reseña o mención en la crítica académica[4], complican el afianzamiento y consistencia de estos autores. Tanto es así, que la poesía ha sido desplazada en la mayoría de la prensa y de las revistas académicas por los artículos y ensayos en torno al pequeño “boom” que se ha conocido en torno a los jóvenes y no tan jóvenes narradores chilenos. Las suspicacias aquí son muchas y, obviamente, apuntan a estrategias de mercado y publicidad de las casas editoriales más que a una justa valoración de este fenómeno.
Ante tan confuso panorama, me parece indispensable mencionar, sin ánimo de categorizar nada, las líneas que antes apuntaba como principales en la poesía chilena actual.
La generación del ochenta u ochenta y siete significó la radicalización, en muchos casos, del discurso político y social. Paralelamente a esta opción, otros autores como Juan Luis Martínez[5] o Raúl Zurita optaron por una escritura que apelaba a los recursos de la neovanguardia y abrieron un universo extraordinario que conjuntamente a los esfuerzos desplegados por Diego Maquieira, Rodrigo Lira o Carlos Cociña, significó la aparición del discurso feminista (Teresa y Lila Calderón, Verónica Zondek, Alejandra Basualto, Bárbara Délano); neocoloquial (Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz); etnocultural y metapoético (Tomás Harris, Clemente Riedemann, Eduardo Correa, Javier Campos, Eduardo Llanos, Gonzalo Contreras, Soledad Fariña, Mauricio Barrientos, Andrés Morales); homosexual (Francisco Casas); indígena (con el extraordinario e importantísimo poeta fundacional Elicura Chihuailaf); etc. Este hecho marcó un cambio en la lírica chilena pues permitió atisbar una diversidad discursiva como nunca antes vista, asunto de primer orden pues serviría de necesario antecedente para que las promociones posteriores (sobre todo la del noventa) pudiesen articular una poesía sin compromisos, desprejuiciada y sin ataduras ideológicas. Asunto que también, desde la segunda mitad de la década de los ochenta, se complementaría con la apertura política que permitió recuperar la democracia[6]. Este particular momento significó también un intento de reparación de parte del alicaído entramado cultural del país; con una verdadera explosión de ediciones de libros (autoeditados o en sellos pequeños), de revistas (de muy baja circulación) y, fundamentalmente, de la aparición de Talleres Literarios, espacios amparados por un par de instituciones (Sociedad de Escritores de Chile y Biblioteca Nacional) u organizados por estudiantes y poetas bisoños en universidades o, simple y llanamente, de forma privada. Años de esperanza en los años venideros, el final de los ochentas significaron la madurez de una poesía que avanzaba hacia temas y preocupaciones muy similares a las actuales.
Entrados en la década de los noventa aparece, como se ha dicho, una nueva promoción que se autodenomina “de los noventa”. Grupo heterogéneo en sus búsquedas y procedimientos, se forma casi completamente en las universidades[7]. Entre sus hallazgos puede contarse el intento por no hegemonizar ni monopolizar ningún tipo de escritura, consiguiendo una diversidad de tonos y estilos que buscan a sus referentes en otras literaturas (neohelénica, francesa, anglosajona) más que en la propia tradición chilena o de la lengua castellana. También cultivan un desprejuicio en cuanto a las temáticas y registros, realizando una lectura abierta de las múltiples posibilidades del género. De esta forma conviven sin problemas neoclasicismo, neosurrealismo, antipoesía, neovanguardismo y, por cierto, una lírica de tono clásico. Como muy bien señalara Javier Bello en su tesis de grado[8], estos poetas se transforman en desarraigados, en huérfanos de su propia tradición cultivando una escritura donde no caben los cenáculos ni las asociaciones. Una sana desconfianza anima a la mayoría. Con inusual fuerza, estos autores se consolidan rápidamente y ocupan un espacio (lo quieran o no y dentro de los reducido del mismo…) en la palestra literaria. Voces como las de Alejandro Zambra, Javier Bello, Ismael Gavilán, Germán Carrasco, Cristián Gómez, Julio Espinosa, Armando Roa Vial, Sergio Madrid, Verónica Jiménez, Kurt Fölch, Alejandra del Río, Rodrigo Rojas, Julio Carrasco, Matías Rivas, Leonardo Sanhueza, Andrés Adwanter, David Preiss, Patricio Cifuentes o Malú Urriola entre muchos otros, publican con gran velocidad sus primeros libros y consiguen articular encuentros, antologías y talleres que, poco a poco, demuestran el notable talento que poseen. Como es tradición en la poesía chilena, también dentro de este grupo, las ciudades de las regiones han ido incrementando su gravitación en el género. Concepción, Valparaíso, Temuco y Valdivia se convierten cada día más en centros de gran producción poética. Las universidades, los centros culturales y comunitarios se han erigido en espacios donde se continúa la tradición de los talleres literarios y donde, con mayor o menor fortuna, se intentan publicar algunas revistas de poesía.
Cuando la promoción de los noventa pareciera constituirse en los “novísimos” del momento, con extraordinaria velocidad surgen otros jóvenes que quieren abrirse paso con sus libros y visiones de mundo. A veces catalogados entre los poetas del noventa, otras veces señalados como autónomos, estos últimos autores ya realizan encuentros literarios[9], planean primeras ediciones y antologías poéticas. No es posible saber cuál es la razón de tanto interés y tanta proliferación poética, pero es indudable que, a todas luces, la calidad no merma en pos de la cantidad. Otra vez las universidades son escenario importante para el desarrollo de una nueva promoción[10], es allí donde se gestionan, otra vez, talleres y revistas de gran interés. Tema aparte y complicado es dar algunos nombres –dada la gran cantidad de autores- pero baste con señalar que se habla de, al menos, una treintena de poetas (si es que esta cifra no es, tal vez, conservadora)[11].
Como impresión o, mejor, como visión de estos últimos años es necesario repetir las ideas de una poesía donde la continuidad, la diversidad y el desconocimiento entre los diversos países de lengua castellana son las notas dominantes. Si a esto le agregamos una suerte de “desprecio” entre las diversas literaturas hispanoamericanas y española (donde se cree que lo mejor es lo realizado en el propio país y donde se mira con recelo lo escrito en otros), rápidamente se concluye como natural que muchos poetas busquen en lejanas tradiciones y otras lenguas sus referentes inmediatos.
Mientras tanto, a pesar que el género poético ha ido teniendo una condición de “desplazado”, a pesar que la crítica no logra dimensionar con justicia la extraordinaria vitalidad de la poesía y a pesar que sólo unos nombres muy consagrados parecieran abarcar toda la atención de los pocos lectores, la poesía chilena continúa en constante movimiento persiguiendo no sólo su permanencia sino también nuevos derroteros donde este difícil arte pueda dar mucho más de sí.
[1] En clara referencia a la situación de los desaparecidos en la época de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Los “N.N.” o los “sin nombre”, como tantos olvidados en tumbas sin identificación.
[2] Particularmente en algunas voces de la generación del ’80, que en un comienzo se decantó por una escritura social y política, el caso de José María Memet, por ejemplo (o en una segunda instancia por un neovanguardia también ideologizada, el caso de Raúl Zurita).
[3] Con la sola excepción de “Revista de Libros” de “El Mercurio” o un par de columnas en periódicos como “Las Últimas Noticias” o “La Tercera de la Hora”, las más de las veces orientadas a la crítica de la “nueva narrativa chilena”.
[4] Donde sólo pueden señalarse algunos estudios importantes de Soledad Bianchi, Naím Nómez, Iván Carrasco, Grínor Rojo y Ana María Cuneo, casi todos concentrados en la Universidad de Chile o de Santiago o la Universidad Austral de Valdivia.
[5] (1942-1993). Sus obras poéticas editadas son La nueva novela (1977), La poesía chilena (1978) y Poemas del otro (póstumo, 2003).
[6] De allí el cambio en el discurso poético de algunos autores de esta promoción, quienes abandonan el compromiso ideológico ante la solidez de los cambios históricos y a la luz de los influjos de otros poetas que, desde el extranjero, exilio involuntario o voluntario, se han empapado con otras referencias culturales y otras tradiciones y temáticas “actualizando” sus obras y desplazando lo político a un segundo o tercer plano.
[7] Evidentemente con algunas excepciones. Para confirmar este hecho véase Códices. Antología Poética. de Javier Bello y Rolando Carrasco. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile- RIL Editores. Santiago de Chile, 1993.
[8] Bello, Javier. Poetas chilenos de los Noventa. Estudio y Antología. Tesis para optar al grado de Licenciado en Humanidades con mención en Lengua y Literatura Hispánica. Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 1995.
[9] En octubre de 2004 se realiza en Santiago el Encuentro “Poquita Fe” donde se dan cita los más jóvenes autores del género.
[10] Especialmente en la Universidad de Chile, en la Universidad Católica de Valparaíso y en algvunas universidades privadas.
[11]Recientemente el poeta Raúl Zurita ha antologado a poetas de los noventa y de la última promoción en Cantares, nuevas voces de la poesía chilena. LOM Editores. Santiago, 2004.
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