EL FARO (2019)
Dirigida por Robert Eggers
A Polanski le hubiera encantado sumergirse en
estas aguas. La tensión entre los personajes de los hermanos Eggers (rememora
la claustrofobia de “Cuchillo al Agua”) la podría haber abordado el cineasta
franco-polaco quizás en sus primeros años. “El Faro” atesora diálogos afilados,
fotografía portentosa, escenas oníricas que atenúan la brutalidad despiadada y
rescato sobre todo el omnipresente sonido, evocador de cosas oscuras,
terroríficas, acaso míticas, definitivamente el soporte de las imágenes
abyectas y sórdidas que nos propone el director.
Dos personajes cargan en sus hombros el peso
del guion. Thomas Wake es un ex marinero que ostenta todos los clisés:
borracho, cojo y siempre rumiando diálogos del Capitán Ahab (Melville). Willem
Dafoe se muestra tan inmerso en su personaje que, a partir del sustrato mítico,
logra engendrar a un viejo farsante y ansioso de ejercer su único poder. Wake
sigue sus propias reglas, hace trabajar a su ayudante hasta dejarlo exhausto,
le impone historias de mar y de dioses, todo lanzado con la furia que infunde
el alcohol. A veces brinda sabios consejos, pero también holgazanea en la
cúpula del faro. La lógica temporal le resbala, a veces chispeante, otras violento,
las semanas en el peñasco fluyen sin sentido en su cabeza afiebrada.
Ephraim Winslow es su joven ayudante. Hosco,
de pocas palabras, oculta un pasado que dilucidará en una noche de juerga. Se
transformará en Thomas Howard, ex empleado de un aserradero que viene escapando
de un poco creíble accidente. Al principio intenta contrarrestar al abusivo
Wake, pero éste lo carga de trabajo físico y aplaca su espíritu.
Hay algo de brutalidad masculina (eructos, vómitos,
eyaculaciones), un juego de poder entre dos hombres que se enfrentan a una
naturaleza desafiante. Si bien la historia se entrelaza entre mitos, dioses,
sirenas, la realidad humana es más prosaica y primero el alcohol, luego beben
keroseno, hurga en instintos atávicos casi demenciales.
Toda esa crudeza filmada en blanco y negro, en
formato cuadrado, transportándonos a un cine mudo pretérito inspirado en el
expresionismo de Murnau. Somos testigos de algo ancestral, del castigo de
Prometeo por robar el fuego de los dioses.
Las gaviotas (imaginé “Los Pájaros” de
Hitchcock) observan durante el día, sobre todo a Winslow. Después de cada
borrachera, una de ellas desgarra la ropa del muchacho. Winslow no soportará la
presión de Wake, estalla y esta vez Howard destroza a la impertinente gaviota.
Wake cree en maldiciones, las gaviotas
trasladan el alma de los marineros al morir. La naturaleza se venga con una
tempestad invocada por el propio Neptuno. Todo está desbordado, al anciano le
sobresalen tentáculos y las sombras proyectadas en las paredes y el techo se
ciernen sobre los dos protagonistas. Thomas Howard está enfurecido y en un
discurso colmado de ira (un soberbio Robert Pattinson) escupe lo enfermo que
está de escuchar al viejo embustero. La tempestad todo lo permea, las olas
amenazan con hacer desaparecer el faro. Howard ya no tolera a Wake y lo golpea,
lo humilla y sus ojos desorbitados quieren enterrarlo bajo tierra.
Howard sólo quiere acceder a la luz del faro. Wake
es un obstáculo y le destroza el cráneo. Sube las escalinatas e ingresa a la
plataforma. Antes se masturbaba ante la figura de una sirena de marfil, ahora experimentará
el éxtasis del orgasmo. Howard se funde con la lámpara incandescente (el fuego
de Prometeo).
“El Faro” construye un mito fetichista, de
pulsiones atávicas. Su edición crispada hace referencia a lo sexual, pero dota la
historia de trascendencia, algo de Sísifo cargando la piedra hacia la cima,
pero definitivamente las entrañas de Thomas Howard serán carcomidas, ya no por
un águila, sino por las gaviotas que habitan ese peñasco ubicado al fin del
mundo y de los tiempos.
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