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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

sábado, 9 de abril de 2022

"EL CUENTO DE OTOÑO" DE LA ESCRITORA ESPAÑOLA MARÍA JOSÉ GALVÁN


 

                                                    

Es muy difícil de creer. Lo sé. Muy difícil. Pero ha ocurrido.

Dice llamarse Alicia, Alicia Losada.

Y yo, la verdad, no sé qué pensar.

 La figura vestía con un abrigo negro cerrado en el lateral por una cremallera dorada, pantalones de raya diplomática, camisa gris con flores rosas y el cuello envuelto en un pañuelo a juego con sus ojos azules. Cuando subió al autobús se alegró de comprobar que el primer asiento, ése que tiene el panorama de la carretera como horizonte, estaba vacío, y se apoltronó en él; había pasado mala noche y el vaivén de un trayecto inusitadamente fluido la fue dejando adormilada. El paseo de Martínez Campos, la Castellana, Recoletos, fueron surcados con tal agilidad que el vehículo enseguida se vio enfilando el repecho que media entre Cibeles y Sol. El conductor tenía prisa, eso estaba claro, y aceleró en la subida de una forma descabellada.

Los pasajeros, escasos, apenas pudieron reaccionar.

Se escucharon voces, gritos.

Y luego, el eco de un cascabel desprendido. 

 

Cuando abrió los ojos sintió que alguien se empeñaba en arrancarla del suelo. “¡Señora, señora! —gritaban voces distintas— ¿Está usted bien?... ¡Madre Santísima!... ¡El Señor nos libre!... Parece que está muerta...”

¡No, no, que se mueve!...

Ella dirigió la mano hacia el hombro y sus labios susurraron una queja. Se supo sentada sobre un suelo sucio de listones de madera ensamblados. Cuando levantó la vista sólo atisbó cabezas a su alrededor; cabezas con sombrero que amablemente le ofrecían el brazo para incorporarse. Lo hizo aturdida por la escocedura de la frente.

—¡Baje, baje usted, señorita!, chillaban desde todas partes.

Empujada a ello, traspasó el umbral del vehículo saltando un escalón que sobresalía hacia fuera. Al mirar en torno suyo tuvo la sensación de no saber donde estaba. Pero sí, aquello era la iglesia de las Calatravas; desde sus escaleras, tres mujeres con velo la observaban.

No tuvo más remedio que entornar los ojos, un cansancio extremo le cerró los párpados.  

—A esta señorita tiene que verla un médico, mejor será llevarla a la Casa de Socorro —dictaminaron varias gargantas.

—Antes que se tome un coñac.

“¡Qué dice, hombre de Dios!... ¿Cómo va a beberse la señora un coñac?... ¡Habráse visto sandez más grande!... Oiga, las sandeces las dirá usted, que a mí una vez me dieron por muerto, fue beber una copita y...”.

Ante aquel tropel de gente baladrante la accidentada puso gesto de extrañeza. Cuando estaba a punto de emitir una palabra, sintió que la empujaban hacia un silloncito de anea que había aparecido a su lado.

—¡Apártense! ¡Apártense!... ¡Apartarse, digo!

 Un hombre de grandes bigotes, el cuerpo cubierto con un abrigo azul marino de botones niquelados y los ojos escondidos bajo una gorra de plato con la visera acharolada se dirigió a ella extendiendo súbitamente la mano a la altura de la sien.

Amos a ver, ¿qu’a pasao aquí?, preguntó.

—No sé... Yo...iba sentada delante, debí quedarme dormida y...

—Pobrecita, está herida —dijo una señora que llevaba un velito cubriéndole la cara.

Tendrá el brazo roto, vaticinó el uniformado.

―No, roto no —dijo alguien.

―¡Huy, seguro, si el golpe ha sido de miedo! —asintieron algunas cabezas.

―No fue p’a tanto, —opinó un espontáneo que llevaba paquetes bajo el brazo.

 —A ver, a ver, déjenme a mí, oyeron que decía un bigote desconocido procediendo a tantear el cuello de la accidentada”.

—¿Qué hace? ―preguntó ella sobresaltándose al sentir las manos del intruso deslizarse por su escote.

—Compruebo que no tenga nada roto...

—¡Oiga, oiga, haga el favor de no aprovecharse de la señorita! —intervino una mujer con un saco de tela apoyado en la cintura.

—Sepa usted que yo soy practicante titulado, y eso me faculta para la inspección de un herido. Este brazo está fracturado, no hay más que verlo —argumentó él moviéndole la extremidad dañada como si fuese un ventrílocuo.

       —Retírese, haga el favor —intervino el municipal.

Mientras el hombrecillo huía haciendo mohines desdeñosos, la mujer echó una tímida ojeada a su alrededor. Era evidente que se encontraba en el mismo sitio donde perdió la pista de las cosas, en plena calle de Alcalá; sin embargo, todo parecía tan distinto que por sus pupilas comenzaron a asomar los signos de la alarma. Todas las personas mostraban la cabeza cubierta. Los varones, unos con gorras de tela y otros con sombreros de fieltro, lucían una frondosa pelambrera sobre la boca, como si cada uno de aquellos individuos fuese en realidad el mismo hombre repetido una y otra vez. Las escasas mujeres que curioseaban también se cubrían con flexibles, bretones y capotas a juego con sus trajes cerrados, largos y oscuros; y alguna pudo ver con la cabeza metida en un pañuelo anudado bajo el mentón.

Se disponía a preguntar por el peculiar modo de ataviarse de toda esa gente, cuando fue interrumpida por el guardia:

Vamús a ver, señorita, deme su filiación.

—¿Qué?

—Sus señas —aclaró una señora cercana.

—Me llamo Alicia Losada Hermida.

—¿Dónde vive?

—En la calle Orense cincuenta y seis. Espere, tenga mi... ¡Ah, el bolso! ¿Dónde está mi bolso?

       La cuestión del bolso dio paso a un auténtico ir y venir de personas afanadas en escudriñar alrededor. Ella, venciendo el aturdimiento que sentía, quiso incorporarse al rastreo, pero más le valiera no haberlo hecho porque al darse la vuelta, se dio de bruces con el asombro cuando descubrió que allí, en plena calle de Alcalá, habían estacionado un antiguo tranvía de madera, con su plataforma, su salvavidas y sus diáfanas ventanas de guillotina. El estupor crecía en el pecho de la mujer al comprobar que no era el único; carretones similares asomaban por el bulevar. Es más, en ese momento creyó ver uno a lo lejos, circunvalando la fuente de La Cibeles.

“¿Qué está pasando aquí?, chillaron sus ojos siguiendo el estambre de las catenarias dibujadas en el cielo.”

“¿Qué es todo esto?, repitió al descubrir los rieles de plata embutidos sobre la calzada. ¿Dónde estoy?... ¿Qué ciudad es ésta?”

—Señorita, está usted en Madrid.

—Pero… ¿Dónde? ¿Dónde?

—En la calle de Alcalá.

—¿Y qué hacen estos cacharros aquí? 

“Ahora pregunta que por qué está el tranvía en mitad de la calle; y le llama cacharro... ¡La pobre!... ¡El golpe, que la ha atontao!” se susurraban unos a otros.

—¡Sí, sí! El golpe y algo más. —cuchicheó un espontáneo llevándose el pulgar a la boca.

       —Esto es un Inocente, Inocente —dedujo ella esforzándose por sonreír.

—¿Cómo dice usted?

Pese a las punzadas doloridas del hombro, la mujer buscó en todas direcciones cámaras, focos, pantallas y esos artilugios propios de una grabación, convencida como estaba de que toda aquella gente no era sino piezas de un rodaje. De repente, comprobando sin cesar, reparó en los edificios que tenía ante sí; no eran exactamente como ella los recordaba. En las aceras habían surgido comercios de grandes escaparates con letras de bronce donde se leía: Sastrería Salgado, Almacén de Tejidos, Café Suizo, Joyería Francesa. Pero lo que la dejó sin habla fue comprobar que en el sitio del teatro Alcázar había una fachada pequeña y anodina con un frontispicio donde podía leerse Trianon Palace. 

El cuerpo de la mujer se estremeció mirando al cielo.

—¡Estaba aquí! ¡No está!, ¡no está! —repitió obstinadamente.

—¿Qué no está?

—El banco. Es muy grande, con una cúpula acristalada por dentro, y columnas enormes en la fachada. Tiene dos cuadrigas de bronce, ahí y ahí —dijo mientras señalaba con el dedo oscilante el tejado del Café Suizo—. Son unos caballos muy famosos, salen en una película de Álex de la Iglesia...

La señora de mediana edad elegantemente vestida, que se había mantenido detrás de ella, asentía condescendiente mientras la tomaba del brazo para impedir un tropiezo con el gentío que deambulaba sobre la acera.

—Usted se refiere al Banco de Bilbao, querida. Pero aún no está construido...

—¿Qué dice? Estoy harta de verlo.

—Claro, yo también. En el Blanco y Negro, que publicó un dibujo muy bien hecho; parecía tal que una foto.

La figura del abrigo negro y los pantalones de rayas, atenazada por un miedo embrionario, temblaba. Al cabo de un minuto, cuando el estremecimiento que le corría por las venas le dejó articular palabra, pudo preguntar qué día era.

       —Diecisiete de octubre. Hoy se inaugura el Metropolitano, ¿no se acuerda?

—¿El qué?

—Ya sabe, el tranvía subterráneo que va por un túnel. ¡Pero si no se habla de otra cosa! Dicen que es una maravilla. Esta tarde lo estrena su Majestad; por eso hay tanto lío en las calles.

—¿Qué día es hoy? —repitió sin dejar de tiritar.

—Viernes.

—¿Pero qué día?

—Ya se lo he dicho: diecisiete de octubre, viernes, Santa Sabina...

—¿De qué... año?

—¿Pues en qué año vamos a estar, señorita?

—¡El año! 

— Mil novecientos diecinueve...

Como una torre de arena, con un lamento que no sabe adónde va, Alicia Losada se desplomó en mitad de la calle.

 

 

“Pepe, a ver si puedes venir, haz el favor. Hace un rato, al ir a misa, me encontré con que un tranvía acababa de atropellar a una señorita, y ahora estoy en Fornos con ella... Sí... El tranvía... Esta mañana... ¡Hijo, no la iba a dejar sola en plena calle con lo trastornada que está! Dice cosas raras... Además, en el accidente ha perdido el bolso y no tiene dinero, ni llaves, ni nada... No, no es de ésas, créeme. Para mí que es una artista, por eso te telefoneo; seguro que tú la conoces...”

 Jamás pudo pensar José Juan Cadenas que aquella llamada de su hermana Elisa representaría la solución al problema que su amigo, el marqués de Alella, le había suscitado la noche anterior:

Hazte cargo, Pepe, te necesitamos. Son los dueños de la empresa textil más importante de Europa. Bueno, uno es el dueño y el otro su gerente; y llegan, vía París, mañana temprano a Madrid para firmar unos acuerdos con la fábrica de Ramiro el sábado por la mañana.

—Chico, ¿y por qué no los recibís en Barcelona? —preguntó él poniéndose en lo peor.

—Como habrás leído, tenemos a los camareros y cocineros en huelga. Bueno, en realidad aquí de un día para otro no sabes qué ramo va a estar parado, así que no queremos que se asusten. Hemos tomado habitaciones en el hotel Roma, como ellos. Salimos en el tren de las siete de la mañana, justo para encontrarnos por la noche en el palacio de los Bauer, que les ofrecen una cena.

Pues sí que tienen fuste —recordó haber dicho.

—Bueno, Pepe, ya sabes que, a falta de cancillería, la casa de don Ignacio Bauer suple las funciones, que por algo es el cónsul de Finlandia.

—Y yo, ¿qué quieres que haga?

—Pues vas a recogerlos al hotel después de comer y les preparas un plan. Es muy importante que se lleven muy buena impresión, que estén contentos, y... ¡En fin, chico, que los atiendas como tú sabes hacer! Y, sobre todo, que sólo hablen con personas de absoluta confianza; tú me entiendes.

—Te advierto que a las tres y media tengo la inauguración del Metropolitano.

—Desde las tres y media hasta las cinco, pongo por caso, tienes tiempo de atender tu compromiso.

—¿Y qué hago? ¿Les enseño Madrid?

—No, para eso tenemos el domingo. ¿Tienes en cartel la obra esa tan graciosa que vimos el mes pasado, la del convento de monjitas?

—Sí. Mañana hay función, y es de tarde.

—Resérvales el mejor palco, ya sabes.

—¿Crees que la entenderán?

—Con explicarles un poco el argumento...

—Repasaré un poco mi francés.

—No, ellos no hablan francés; por allí arriba, como están menos civilizados, no lo usan.

—Y ¿cómo os entendéis?

—Hasta ahora nos hemos comunicado en inglés porque es el idioma que utilizan en los negocios con el extranjero. Nosotros llevamos un traductor, pero hasta que lleguemos ya estás tú porque el gerente, además de inglés, entiende algo de alemán. 

“¡Qué me estás diciendo, Agustín!” Eso fue lo único que se le ocurrió exclamar al periodista, empresario y director teatral. Bien es verdad que su don de gentes lo sabía ejercer en la noble lengua de Molière, que por algo se había pasado un lustro en París escribiendo para el ABC. Pero también es cierto que del alemán que había aprendido en Viena y en Berlín a cargo de La Correspondencia de España, sólo recordaba unas cuantas frases hechas, y a esas alturas ni un milagro le haría recobrar vocabulario. Verdaderamente el señor Cadenas se hallaba ante un problema: por una parte, su situación en la sociedad recién constituida para el nuevo teatro no le permitía negarle ningún favor al marqués de Alella, miembro inversor de la misma; por otro lado, a ver cómo conseguía un trujamán que se hiciese cargo de los ilustres visitantes.

“¡Madre mía!... Si lo sé, no me pongo al aparato.”

 

El café era un verdadero bullebulle de voces y humo; tanto que en la mujer de los ojos azules hizo mella el aturdimiento.

Voy a llamar a mi hermano y enseguida vengo. Quédese aquí quietecita y no se marchesintió que le decía la misma señora que la había llevado del brazo hasta el diván rojo donde ahora estaba.

“¿Y adónde me voy a ir?” pensó ella con el rostro oscilante recorriendo en torno suyo. Miraba y su mano derecha subía y bajaba por el brazo dolorido tocándose el hombro, el codo y la muñeca. Así una y otra vez hasta que sus dedos palparon la superficie rugosa del reloj. Consternada, comprobó que el cristal estaba roto y las manecillas habían quedado detenidas sobre la equis diminuta, mientras el gran péndulo del establecimiento señalaba las once y cuarto. Acarició una y otra vez la cajita de oro que había lucido los últimos doce años y, como si aquello representase el broche definitivo a lo de Pablo, una pena muy honda se adueñó de su pecho.

—Me he tomado la libertad de pedirle media tostadita, verá como comiéndosela se le quita esa debilidad que tiene —dijo su protectora al sentarse a la mesa—. Perdone, no me he presentado: soy Elisa, hermana de don José Juan Cadenas. Lo conoce, ¿verdad? Acabo de llamarlo y ahora mismo viene. Siendo usted actriz, seguro que, cuando lo vea, sabe quién es.

—¿Actriz?

—¿No es usted del Apolo?

—¿Qué Apolo?

—El teatro. Me había parecido; como va disfrazada...

¡Disfrazada, yo!” se dijo Alicia a sí misma con gesto sorprendido, al tiempo que se componía el pañuelo de seda que le flojeaba en el cuello. Entonces se detuvo y estudió detenidamente la ropa de su acompañante: un ajustado traje de chaqueta en terciopelo ciruela, con las solapas y las costuras longitudinales de la chaqueta ribeteadas de negro. Sin embargo, observó, no es que le estuviese pequeña, era el corte de la prenda, con los hombros, las mangas y el talle muy ceñidos. Y luego el sombrero, negro, de ancha ala y cintillo rojo oscuro del que salía la toquilla de tul para cubrir la vista. Realmente no se parecía en nada al gabán de corte japonés que ella había sacado del armario esa misma mañana. Iba a decir que era así como visten las mujeres del siglo veintiuno, cuando en esas llegó el hermano de aquella señora.

—José Juan Cadenas. A sus pies, señorita —dijo al quitarse el sombrero con una reverencia obsequiosa.

Guardaba gran parecido con Elisa: el rostro redondo, los ojos vivaces y la misma sonrisa, más que cordial, amistosa. No podían negar que eran de la misma sangre, con aquel cabello negro y ondulado, que en él iba escaseando y a ella se le escapaba bajo la celada de fieltro.

—Pepe, como te conté, esta señorita ha tenido un accidente terrible aquí mismito, con un tranvía. ¡Fíjate tú cómo está Madrid! Con el barullo ha perdido su bolso o, lo que es peor, se lo han quitado. El caso es que no tiene dinero y no puede volver a su casa. Además, fíjate, tiene una mano herida y la cabeza también...

—¡Pues sí que ha habido mala suerte!

Era un hombre de mundo, en el amplio sentido de la palabra, y del mundo del teatro, en su acotación concreta; por lo tanto, no se sorprendía fácilmente. Sin embargo, nada más posar sus ojos negros sobre ella, experimentó un pálpito raro, como cuando el corazón intuye un misterio infranqueable.

—¿Qué tal se encuentra? —preguntó él.

—Muy mal.

—No se preocupe. Tómese esta tacita de té y verá cómo se recupera —dijo Elisa sirviéndole de la tetera humeante que un mozo acababa de dejar sobre el mármol del velador.

—Es que todo lo que está sucediendo es irreal, no puede estar pasando. Yo no puedo estar en mil novecientos diecinueve, ¿no lo comprenden?

—Tranquilícese y cuéntenos qué le ha ocurrido.

—Me llamo Alicia Losada; vivo en la calle Orense cincuenta y cuatro, en el ático B. Esta mañana me levanté como siempre, hoy es un día corriente...

—¿Está usted casada? —preguntó la mujer.

—Sí, pero mi marido no está, ayer tenía vuelo a Río y no volverá hasta dentro de dos días. Es piloto.

Los hermanos se miraron atónitos.

—Salí de mi casa a las nueve y media pasadas y cogí el autobús número cinco, como hago otras veces; tenía que ir a recoger un encargo de Alan, mi marido. El caso es que debimos tener un accidente, un choque o algo así. Lo último que recuerdo es un estruendo horroroso y que me puse los brazos sobre la cabeza.

—Ya, ya veo que está usted herida —dijo el hombre mirando los cortes de la mano.

—Cuando he despertado todo era distinto. Yo estoy en el mismo lugar, pero no es el mismo. Y luego, alguien me dice que estamos en mil novecientos diecinueve... —explicó intentando reprimir las lágrimas—. Pensarán que estoy loca, pero no puede estar pasando esto que está pasando. ¡No puedo vivir en esa fecha! ¿Es que no lo entienden?

—¿Por qué? —preguntó el hombre.

Alicia comenzó a respirar entrecortadamente.

—¡Yo nací en mil novecientos sesenta y ocho!

 Mientras la hermana distraía el desasosiego de la accidentada lamentando la rotura de un reloj tan bonito, José Juan Cadenas analizaba el caso aspirando profundamente el humo de su cigarrillo. La historia que escuchaba era fascinante, eso está claro. Sin embargo...

—Mira, Pepe, qué reloj tan precioso. Pone: Car..ti..er. ¡Es francés, claro! ¿Lo ha comprado usted en París?

—Fue un regalo de mi marido, pero lo compró en Nueva York —respondió Alicia con un suspiro.

Elisa y su hermano cruzaron sus miradas, antes de reparar en las joyas de la desconocida, piezas originales y buenas. En las orejas, unas arracadas pequeñitas con el cabujón de lapislázuli, y en los dedos, sendas sortijas. Un tresillo de topacios sobre la alianza y una ancha faja de oro labrado, que llamó poderosamente la atención del periodista, en la otra mano.

—Su marido debe quererla mucho —suspiró Elisa—. ¿Tienen ustedes hijos?

Ella negó con un cabeceo.

—¿Qué tiene pensado hacer ahora? —preguntó él.

—Simplemente, no lo sé. Como comprenderán, no conozco a nadie, ni tengo a dónde ir; seguro que mi casa no existe.

—Es el golpe, querida. Está usted un poco despistada.

—No me creen, ¿verdad? Suena a disparate, porque lo que digo es absurdo, científicamente imposible, pero les juro, como que me llamo Alicia Losada, que esta mañana, cuando salí de casa, corría el año dos mil diez. Tienen que confiar en mí, ¡por favor!

Los hermanos se la quedaron mirando cautelosos; Elisa sonrió benevolente. Él, no; intuía en el eco recóndito de aquella súplica los perfiles de un enigma.

—Si al menos tuviera mi bolso, les sería más fácil creerme. Llevaba la cartera con la documentación, el DNI, el carné de conducir, las tarjetas de crédito. Incluso el móvil...

—¿El qué?

—El móvil, el teléfono. Un aparato pequeño que se abre y tiene teclas para llamar a...

Alicia se censuró al instante.

—Vamos a hacer una cosa, Elisita —dijo él—. Te coges un coche y me llevas a esta señora tan encantadora a casa de Mendívil. Si tenéis que esperar, mejor; así saludas a Manolita, le presentas mis respetos y me la alisas un poco porque desde que vino a ver Las Verónicas está muy seria conmigo. Yo voy enseguida; antes tengo que localizar a Jonhson, que me urge tenerlo para esta tarde.

—¿Dónde me llevan?

—La voy a acompañar a ver a un doctor, que además es muy amigo de mi hermano —explicó Elisa sin dejar de sonreír—. ¿Por qué se la envías a Mendívil? —preguntó en un aparte, según salían del café.

—Con esa historia que va contando lo mejor será que la vea un médico, y Manolo es de confianza. Para que la interne el hijo de Esquerdo siempre hay tiempo.

Alicia se dejó hacer. Pese a la conmoción, había comprendido que no era víctima de una broma ni de un rodaje. Ni siquiera estaba sumida en un mal sueño. Más le valía seguir pegada a aquella señora entrada en carnes y a su hermano, le iba en ello la cordura.

Acaso también la vida.

 

 

 —Ahora viene Mendívil, que ya ha terminado el reconocimiento dijo Elisa al entrar en la salita donde su hermano aguardaba desde hacía un par de minutos. Oye, Pepe, esta mujer es muy extraña: no lleva camisita debajo de la ropa, ni corsé, ni enagua, ni nada —añadió bajando mucho la voz—. Sólo una especie de couvre-poitrine de encaje que es una preciosidad, la verdad —añadió recorriendo su propio busto—. Y, mira, se pone esto en los pies. ¿Tú has visto algo parecido?

—Es una media, ¿no?

—¿Conoces una tienda que se llama “Los chinos”?

Él negó con la cabeza mientras examinaba la textura de la prenda al trasluz de la ventana.

—Pues dice que no se acuerda muy bien donde compró exactamente esta, pero que es algo que venden hasta en “Los chinos” y cuando le he preguntado dónde está ese comercio, se me ha quedado mirando muy fijamente y se le han saltado las lágrimas.

—Hay que averiguar de dónde ha sacado esto —dijo él sin dejar de estudiar la tira de nylon.

—Es rara. Yo, desde el principio, he pensado que era una artista. Tiene un dibujo aquí —confesó la hermana casi en un susurro mientras apuntaba con el dedo enguantado una de sus caderas.

—¿Un dibujo?

—Sí, una pintura en la piel que simula un tronquito de árbol con hojitas saliendo de él, muy pequeñito. Mendívil se ha quedado de piedra al verlo, y cuando le ha preguntado cómo se lo ha hecho, ella ¿sabes qué ha respondido?, que es un... no sé cómo lo ha llamado... Una cosa para disimular la cicatriz, y que es algo muy normal en el siglo veintiuno. Que lo de ella es para disimular una operación, pero que mucha gente se lo hace por gusto...

—¡Madre mía!

—Está muy afectada. No para de repetir eso de que vive en el dos mil diez. ¡Fíjate tú! Mendívil le ha tenido que dar una cucharita de jarabe, pero antes de tomárselo le ha preguntado una y mil cuestiones sobre el medicamento en cuestión. Lo tenía mareado. Hasta que él ha cortado por lo sano, diciendo que si era boticaria. ¡Pobrecilla!

La entrada del facultativo diciendo que la paciente andaba buscando una de sus medias, les interrumpió. Elisa, sonrojada, se dispuso a devolver la prenda que el hermano discretamente le pasaba. Los dos hombres quedaron solos y comenzaron a fumar.

—Bueno, Manolo, dame tu diagnóstico.

—La señora físicamente está bien. Salvo la contusión en el hombro, no tiene nada roto. La he dejado lavándose los arañazos de la mano.

—¿Y la brecha en la cabeza?

—No es nada, un pequeño corte ya cerrado —explicó—. Pero la historia que cuenta evidencia un trastorno. ¿Sabías que perdió un hijo hace pocos meses?

—No.

—Es posible que ésa sea la clave de su neurastenia. La muerte de un hijo es algo que afecta mucho a algunas mujeres, más si era ya mayorcito como parece el caso. Y único. Lo más probable es que el golpe de esta mañana le haya provocado una parálisis momentánea de la memoria. 

—¿Y qué se puede hacer?

—En estos casos lo mejor es el descanso, dormir. A las veinticuatro horas desaparecen los síntomas; quedan unos leves signos de confusión, pero todo vuelve a su ser.

En ese momento sintieron llegar a Elisa, sola.

—Tiene un discurso muy fantasioso, pero no hay que preocuparse —continuó Mendívil—. A lo sumo, seguirle la corriente. Por ejemplo, dice que tiene cuarenta y dos años; cosa que, a juzgar por su aspecto, no puede ser verdad. Yo calculo que ronda los treinta y cinco.

—¡Qué bárbara! Es la primera mujer que se pone años encima —rio Cadenas.

—¡Si sólo fuera eso! Me ha jurado que nació en mil novecientos sesenta y ocho. Y cuando la corregí pensando que se había equivocado de siglo, va y me suelta: que no, que ella vive en el año dos mil diez.

—Sí, eso también me lo ha dicho a mí.

—Sostiene que tiene un hermano médico y que trabaja en un hospital llamado La Paz. Yo no conozco ningún hospital con esa denominación en Madrid y cuando le he preguntado dónde queda, me dice que es un edificio que hay al final de la Castellana, pero que seguro que aún no está construido.

—¡Qué inventiva!

—Luego me ha contado que su marido trabaja pilotando aviones grandes, de pasajeros, porque la gente de su tiempo recorre el mundo volando, y que de ese modo le conoció ella: antes ella también volaba.

—¡Mira, tú, como los pajaritos!

 Ambos rieron de buena gana.

—Lo que sí parece es que es leída. Habla muy bien, y tiene buenos modales. Tal vez de ahí le viene la confusión cerebral.

—Le ha dicho al doctor que siempre ha trabajado —intervino Elisa uniéndose a la conversación—, primero en los aviones, haciendo de... ¿cómo dijo? No sé, una palabra muy rara. Pero luego, cuando nació su hijito, lo dejó; y desde hace un par de años, trabaja con un editor, traduciendo libros...

—Repite eso, por favor —pidió el hermano súbitamente interesado.

—Que trabaja traduciendo libros en...

—¿Ha dicho traduciendo?, ¿estáis seguros?

—Completamente...

“¡Bendito sea Noé! Ésta sí que es buena”, le oyeron exclamar justo cuando la figura de Alicia se recortaba en la puerta del despacho.

—A ver, siéntese usted aquí y cuénteme lo que le ha dicho al doctor sobre su trabajo. ¿Es verdad que ejerce usted de traductora? —le preguntó el periodista empujándola hacia la silla—. ¿No hablará usted inglés por un casual?, ¿sabe usted inglés?

—Sssí...

—¿Cómo de bien?

—No sé... Muy bien, supongo. Mi marido es norteamericano y apenas habla español.

—¡Cómo no me ha dicho usted eso antes! —gritó abriendo las manos—. ¡Es precisamente lo que necesitaba! A ver, dígame algo en inglés.

What do you want I tell you? —respondió Alicia secamente.

—¡Eso es! Siga un poquito más.  

El doctor Mendívil y Elisa empezaban a no salir de su asombro.

—Diga todo lo que le ha ocurrido hasta ahora, en inglés.

—Pero si lo que digo es de locos.

—No importa. Yo sí la creo; de veras. Por favor, repítamelo en inglés.

Ella miró alrededor como quien busca algo desesperadamente. Luego, reparó en que también las otras dos figuras miraban a Cadenas con estupefacción.

—Por favor, Alicia —notó que le rogaba el hombre tomándole la mano.

Entonces su cordura dijo ¡hasta aquí he llegado!, porque en el alambre por donde andaba desde hacía tres horas, lo último que podía pensar era que un señor con el bigote alzado acabase pidiéndole el relato de su salto de siglo en la noble lengua de Shakespeare.

Se echó a reír.

Primero con trinos sueltos, discretos, cantarinos; luego, a grandes carcajadas que resonaron por toda la casa.

Su boca rolliza reía y reía.

Y los tres rieron con ella. Contagiados.   

 

 

De todas las cosas que le sucedieron aquel diecisiete de octubre, Alicia Losada jamás olvidaría el encuentro con las artistas.

 Durante los diez minutos que tardaron en despedirse del doctor Mendívil, Cadenas discurrió cómo podría encajar a la viajera del tiempo en su apretada agenda. Finalmente, bajando las escaleras, estableció un trato con ella: esa misma tarde ejercería como intérprete de unos finlandeses que llegaban a Madrid para hacer negocios. No sería complicado, tan sólo acompañarlos a la función teatral, explicarles lo que fueran viendo y poco más. A cambio él le proporcionaba alojamiento, manutención y una puesta a punto en cuanto a ropa y costumbres se refiere, que bastante falta le hacía; al menos hasta que las cosas volvieran a su cauce. No quiso oír ni una excusa sobre cansancio, dolores, ni penas. Además, debía comprometerse a no repetir absolutamente a nadie la historia de la mutación cronológica. Exigió su palabra.

 Ella dijo que sí. ¡A ver!

 Los hermanos se quedaron rezagados en el portal de la casa del médico. Mientras Elisa se ajustaba el velito del sombrero asintiendo con la cabeza a las indicaciones que él le hacía, Alicia se alejó unos pasos examinando el contorno de cuanto la rodeaba con la esperanza de que entre un parpadeo y otro parpadeo los acontecimientos recobrasen una secuencia lógica. Cosa inútil. Cerraba los ojos y, al abrirlos, todo seguía allí: la misma calle de casas alfonsinas con sus impostas de cerámica floreada separando alturas; los balcones sinuosos, algunos repletos de macetas; las aceras sembradas de grietas y hendiduras; y, sobre todo, aquella escala de sonidos inéditos para sus oídos, como el retumbo mecánico de los tranvías o el atabalear de los caballos sobre el pavimento.

Miró hacia la otra acera. Justo enfrente había un despacho de pan con la entrada tapada por una cortina de soga; poco más allá, un comercio de comestibles entre una tienda de hilaturas y un taller de tapicería, todos con sus puertas de cuarterones dobladas hacia fuera. Ella, que experimentaba el sosiego inducido por la cucharada que le habían obligado a ingerir en la consulta, cruzó lentamente la calzada llamada por las formas y los colores que se intuían tras sus lunas. Eligió la puerta de en medio, la que tenía escrito Ultramarinos Sánchez en el cristal, y pegó la frente sobre él. Dentro, la exigua luz de la bombilla colgando del techo a duras penas alumbraba un horizonte de sacos arremangados directamente sobre el suelo: a un lado las legumbres, en loneta; al otro, metidos en recia arpillera, los membrillos, las castañas y los boniatos de temporada. Al fondo, sobre el mármol del mostrador, había una balanza de pesas y a su lado un tonelito donde podía leerse: Arenques de Santander. 80 cts. Alicia, haciendo un esfuerzo para espantar la tristeza, detuvo la mirada en los anaqueles que al fondo exhibían artísticas cajas metálicas, tabletas de chocolate, licores, mermeladas y grandes botes de cristal tallado que seducían el paladar con el oro de su almíbar.

—¿Qué, tenemos apetito?  

Ella se volvió sobresaltada al oír la voz de Cadenas.

—Esta tienda es tan... interesante; sólo he visto algo así en el cine.

El hombre la miró enarcando una ceja, su gesto para manifestar suspicacia. Empezaba a irritarse. Por una parte, tenía la suerte de que aquella mujer apareciese en su vida justo para sacarle del compromiso que había contraído con los catalanes; pero, por otro, la tenacidad del discurso sobre aquello de que era de otro siglo, le suscitaba sus dudas. “¡En fin, mejor será no hacerle caso!”, pensó mientras se despedía cortésmente.

 

 

Quince minutos después, las dos mujeres se apeaban ante un portal de la calle Atocha, sede del Palacio de la Moda Parisina; más que un salón de modas, el centro neurálgico de la costura teatral madrileña. Allí, como si fuese una marioneta de trapo, Alicia no tuvo más remedio que dejarse hacer. Le midieron la espalda, el busto, las caderas, el largo de la falda, el ancho de los puños, la dimensión del pie y el contorno de la cabeza. Luego, en una sala grande, con un testero forrado de armarios abiertos donde pendían prendas de las más variadas formas, Elisa y la encargada debatieron la idoneidad de tal o cual atavío. Ella, indiferente al regateo, prefirió sentarse en la soleada habitación contigua. Allí, acariciando el roto reloj de su muñeca, pensaba:

“...Lo que me está sucediendo es imposible, la gente no vuelve atrás en el tiempo, eso sólo ocurre en las películas... ¿Qué puede haber pasado?... ¿Es posible que haya tomado algo que me haga experimentar esta realidad?... Pero ¿y la gente? Todas estas personas tienen que llevar muertas muchas décadas... ¡Han pasado noventa y un años!... Sin embargo, están vivas, como yo... Porque mi cuerpo late. Hablo, pienso, lloro, veo; mis pies andan y me duele el brazo... ¿Qué está ocurriendo?”

—Este conjunto c’est ideal para la soirée. Tenemos que hacer unos pequeños arreglos porque usted es muy alta —oyó decir detrás de sí—. Pero a las cinco de la tarde lo tiene usted en el hotel, sin demora.

Efectivamente, a las cinco menos diez minutos llegaba el encargo.

La llegada del traje ocasionó el revuelo que las cosas frívolas suele acarrear. En un instante, la espaciosa habitación del Rhin se convirtió en un gabinete femenino, íntimo y confidencial. Al abrir los botones de las fundas, un mar de exclamaciones resonó entre las cuatro paredes:

“¡Qué bonitooo!... ¡Maravilloso!... ¡Es lo último de París!... Mira, los azabaches del vestido van cosidos al aire... y el galón está bordado en plata... ¿Y el abrigo?... Es un rien plus... »

—Vamos, ¿a qué espera? Vístase, que es la hora —le dijeron las actrices al unísono.

Alicia tardó un minuto en ponerse la enagua de popelín con entredoses bordados, tan fina como una gasa, el vestido chocolate con las bocamangas recamadas de cuentecitas turquesas, y sobre él la túnica de muselina azul con su ribete de diminutos azabaches. Al verse en el espejo tuvo miedo. Era otra quien la estaba mirando. Sintió la tentación del porvenir, y se echó a llorar.

Salió del baño con los ojos húmedos y la nariz enrojecida.

—¿Qué sucede, señorita?

—Nada, la ropa...

—¿No le gusta?

—Es tan distinta de lo que yo llevo —respondió en un susurro.

—Si me permite decirlo, está usted muy guapa. Ande, póngase las medias y los zapatos, que aún le tenemos que colocar el sombrerito y hay que irse. El señor Cadenas la espera abajo.

Mientras Alicia volvía al cuarto de baño, las jóvenes miraron el abrigo negro de la cremallera dorada que yacía sobre la cama.

—Qué ropa tan rara, ¿verdad? ¿Y te has fijado en su pelo?

— A lo mejor ha estado enferma —susurró la más joven.

¡Qué va! Es por la guerra. Recuerda lo que dijo don José: “Ha vivido fuera”. Ya has oído todo lo que nos ha contado de sus viajes. Eso ha sido lo bueno, pero ¡a saber las cosas que ha tenido que pasar la pobrecita en medio de esa Europa destrozada!

“¡Menos mal que todavía estáis aquí!” Os he llamado para pediros, como favor personal, que atendáis a una señora amiga mía que acaba de llegar a Madrid después de haber vivido mucho tiempo en el extranjero —les había expuesto José Juan Cadenas cuando las llamó a su despacho—. Se llama doña Alicia Losada y se aloja enfrente, en el Rhin. Ignora todo lo relativo al teatro actual; bueno, al teatro y a todo lo demás de la vida española, pero es traductora y esta tarde va a realizar una labor muy importante para mí, ¿comprendéis? Su trabajo consiste en irle contando Las Verónicas a dos señores que sólo hablan inglés. El problema es que ella no tiene ni idea de la obra; por eso he pensado en vosotras… Además, es una mujer muy guapa que también necesita que la pongan al día, ya me entendéis... ¡Ah, se me olvidaba! Diga lo que diga; vosotras, como si fuese normal.”

Palmira Montalvo y Carolina Iruña asintieron encantadas.

Al llegar al comedor del hotel, la presencia de doña Elisa aumentó en ellas la satisfacción de saberse elegidas. Fueron amablemente presentadas por sus nombres, aunque la hermana de Cadenas, empeñada en que Alicia recobrase la memoria, añadió que la señora Montalvo era cuñada del maestro Barta.

—Don José nos ha encargado que le hablemos de Las Verónicas y contestemos a todas sus dudas, porque usted no ha visto la obra —dijo Palmira tomando asiento frente a ella.

—El director nos ha dicho que usted ha viajado mucho, pero que apenas conoce Madrid —añadió Carolina sonriente.

—Y también que la ayudemos a vestirse.

—¿Y qué más os ha dicho el Señor Cadenas? —conociendo a su hermano, Elisa se puso en lo peor

—Que no hagamos preguntas —respondieron a la vez.

 Eran dos mujeres muy jóvenes, aunque como les sucede a las hijas del teatro, nada en ellas indicaba la edad precisa. Ambas cubrían su cabeza con bonitos sombreros. El de Carolina, pequeño, salpicado de flores, apenas podía contener los rizos golosos que escapaban de la cabellera; el de Palmira, más grande, parecía abanicar el aire con sus plumas. Al verlas, lo primero que resaltaba era la magnitud de su belleza; sin embargo, aunque vestían a la última moda de París, no era el traje ni el tocado lo que las hacía agraciadas, sino la luminiscencia voluptuosa que emanaban por sí mismas. Porque aquellas criaturas eran de una naturaleza extraordinaria.

Quizá por eso sus corazones congeniaron al instante con el de Alicia.

Durante el cuarto de hora que doña Elisa permaneció en la mesa las recién llegadas mantuvieron una actitud cautelosa y comedida. Pero luego, cuando se fue y subieron a la habitación, adoptaron un talante distendido y familiar.

Alicia aprendió muchas cosas de ellas. Supo que el kilo se dividía en libras y en onzas; los metros, en varas y palmos. Que un litro tenía cuartillos, aunque la colonia se adquiría por dedos. La leña iba en fajos; y el carbón, por sacos. Le enseñaron significados distintos para las palabras conocidas, como designar interesante a la embarazada, tomar estado para casarse y decir andar como el alma de Garibay para los que están completamente perdidos. Entre susurros y sonrisas aprendió lo que eran las carreristas, las paseantas; y que lo peor de lo peor era llamar a alguien rabiza o cotarrera. Diferenció las casas llanas de las decentes y le hicieron el recuento de los comercios a evitar porque en realidad eran sitios de tolerancia donde se cambiaba el hambre por un tiritón. 

—Y usted, ¿de dónde viene? —preguntó Carolina en un momento dado.

—¿De dónde vengo? De aquí, de allá —la tristeza ahogaba la voz de Alicia—. He hecho un viaje muy… largo.

—De América, ¿a qué sí?  —los ojos de Palmira brillaban de satisfacción.

—Puesss… no sé qué deciros. Desde luego, lo que es América me la conozco muy bien.  

Aquella confesión dio pie para hablar de Cuba, Puerto Rico, Méjico, Nueva York y Buenos Aires, destinos de toda compañía que se preciase. El sueño de toda artista: trabajar en el Payret de La Habana y volver con una pelotita de duros. O quedarse allí, con el dueño de un cañaveral dispuesto a poner una hacienda a tu nombre, como dicen que le han puesto a La Chelito.

—Conocerá usted a La Chelito —dijo Palmira.

—No.

—¿Y a Blanquita Suárez?

—¿No sabe quién es Adelita Lulú? —preguntó Carolina.

—¿Raquel Meller?

Los ojos de Alicia sonreían ingenuos al responder: “Fue una cupletista o algo así, ¿no?”

—¡Y lo es! Esta semana está en el Trianón con mucho éxito.

—Y mucha suerte; porque lo que es cantar, no canta nada —terció Palmira con displicencia. 

Hablaron del teatro.

Enumeraron uno por uno todos los salones de Madrid mencionando el género al que se dedicaban. Le informaron dónde había drama y qué era la comedia; qué el sainete, el vodevil y la revista parisiense. “Las Verónicas es un juguete cómico-lírico”, dijeron antes de pasar a describirle el argumento, la trama, los personajes y el escenario.

En un momento dado, Alicia decidió tomar unas notas para su trabajo y fue entonces cuando ella misma comprendió la irremediable diferencia que imprime el progreso. Nada más comenzar a escribir sobre el papel de carta que encontró en un cajón, los cuerpos de las artistas se quedaron inmóviles, con las pupilas fijas en aquellas grafías vivaces que salían de sus dedos escritores. Era la primera vez que veían escribir a una mujer de ese modo, rápido, seguro, sin vacilaciones. Palmira cesó de hablar, asistía a un prodigio; ni el codazo de Carolina le hizo mella.

 Alicia, extrañada por el silencio, al levantar la vista del papel, pudo sentir el maleficio de la instrucción marchita.

 

 

Esta señora ha hecho una tarea impecable, suspiró José Juan Cadenas entre el estruendo de los aplausos, al final de la representación.

Él no había dejado de examinarla, echando ojeadas minuciosas al palco de invitados desde que el telón se alzó en el primer acto. Sí, definitivamente la suerte, una vez más, estaba de su lado; y esta vez le había traído a la anfitriona perfecta, sagaz y discreta. Viéndola allí, susurrando al oído del finlandés, presintió un aleteo envidioso.

O la sombra de los celos.

A nadie extrañó que el señor Katulainen le rogase que fuera a la cena de sus amigos, los Bauer.

—Hasta aquí llego, señor Cadenas. Me niego en rotundo a acudir a cena alguna —respondió Alicia según bajaban hacia el vestíbulo del teatro.

Convencerla costó lo suyo, pero accedió a condición de que él también fuese. Y él, claro, encantado. Y las actrices no digamos, que tuvieron a bien improvisarle un cambio de vestuario sin apenas variación del que llevaba.

Cuando salió, volvía a ser otra.

 

 

Al concluir la velada, un Hispano-Suiza estaba esperando a las puertas del jardín trasero de los Bauer. Pese a la insistencia de los dueños, según se retiraban los finlandeses, José Juan y Alicia también se fueron. Ella había seducido a todos: a los anfitriones, a los catalanes y al plantel de autoridades que no le quitaron la vista de encima en las tres horas que duró el banquete. “Este zorro de Cadenas, ¿cómo lo hará? Siempre rodeado de mujeres hermosas y elegantes”, pensó más de uno al verlos alejarse en el automóvil.

—¿Por dónde quiere que vayamos? —preguntó él según arrancaba el vehículo.

—Me es igual.

—Entonces iremos por el Palacio que habrá menos gente. Mire, ésta es la Universidad de Madrid —precisó antes de entrar en una callecita angosta.

Ella había salido de la cena con la despreocupación que da tener los sentidos presos en el esplendor de la fortuna. Llevaba aún la impronta del salón finisecular y las pinturas de sus muros; los sillones, las alfombras, los cortinajes forrados de seda natural y aquella inmensa araña del techo arrancando destellos sobre las copas y los tenedores de plata. Todo le había parecido fantástico. Los comensales mismos, empresarios y políticos de alto rango a los que no paró de interpretar, parecían seres irreales que se hubiesen apeado de sus propios retratos oficiales. Por eso, cuando el dedo del señor Cadenas le indicaba la fachada de la antigua Universidad Central, Alicia se puso triste. Recordó su situación de caminante por el acantilado del tiempo

Callejeando, el vehículo recogía el zarandeo de la topografía con un vaivén ruidoso y mareante. “¡Ay, qué trompicones!”, se quejó ella.

—Perdone, son los baches del adoquinado. Como esta zona la van a tirar, no merece la pena arreglarla.

—¿La van a tirar?

—Sí, cuando terminen la Gran Vía, todo esto va fuera —dijo él señalando con un gesto las hileras de balcones que se abrían ante su vista. 

—¿Dónde estamos? —inquirió Alicia según entraban en una plaza bulliciosa llena de personas.

—En el mercado de los Mostenses.

 Pidió que se detuvieran un instante, cautivados sus ojos ante una humanidad que tenía la espalda doblada por el peso del cañamazo. Reparó en los hombres de alpargatas sucias y camisas remangadas que descargaban sacos y más sacos, bajándolos a pulso de toscas carretas. Entre los pencos del desahucio, los burros lanosos y los perros sin amo con los huesos marcados, descubrió a unas mujeres arrebujadas en sus pañoletas, que iban de un lado para otro acarreando cestos y sacos de lona.

El edificio de la lonja era una jaula inmensa, completamente acristalada, con escalinatas en cada puerta, donde en ese momento acechaban los alguaciles y asentadores la llegada de los frutos de la tierra y del trabajo del hombre.

  —¿Qué, le gusta? —preguntó Cadenas con sorna mientras sacaba un cigarrillo de la pitillera.

 Reanudaron su camino atravesando la plazoleta del mercado como pudieron, metiéndose en una calleja con nombre de santa que estaba completamente a oscuras. Desde allí el coche torció primero a la izquierda, luego a la derecha, y después otra vez a la izquierda hasta desembocar delante de un edificio oficial con guardias custodios en la puerta.

—Eso es el Senado —precisó él.

Al doblar la esquina salieron a la calle de Bailén, con el majestuoso perfil del Palacio Real a un lado. La fachada norte permanecía entre sombras, pero la principal, iluminada por sus farolas fernandinas, se recortaba luminosa sobre el azul profundo de la noche otoñal.

—Es bonito, ¿verdad?

—Precioso. Ahora no hay verja delante y puede visitarse por dentro —susurró ella embargada de nostalgia.

 Él, al oír aquello, sintió el punzante eco de la decepción. Durante la cena, viéndola descifrar con absoluta diligencia las conversaciones cruzadas, sonriente y atractiva, conjeturó la certeza de su restablecimiento; pero, ahora, según doblaban la esquina de la calle Mayor, esas palabras parecían enfriar toda esperanza.

 Al atravesar la Puerta del Sol, el reloj de Gobernación marcaba casi las tres. El rostro de Alicia sonrió al comprobar que, sean cuales sean los números que señalen las manecillas, esa zona ha disfrutado siempre de la misma vivacidad. Y así, mirando las puertas giratorias de los cafés con su entrar y salir incesante de clientes, tuvo la tentación de pensar que tal vez fuera agradable reconstruir la vida allí. Como el río de gente apenas les dejaba avanzar unos centímetros, se recostó moliciosa sobre el quicio de la ventanilla, fijándose en los corrillos de figuras que alrededor de la marquesina del Metropolitano comentaban exultantes la celebración del día.

“¡Qué maravilla!... ¿Han visto ustedes?... A pesar de las huelgas... Esto es imparable... ¿Vieron ustedes qué mayores están los infantitos?... Y el rey, ¡qué orgulloso se le veía!”

—¿De verdad han inaugurado hoy el metro? —preguntó ella fijándose en el perfil de su acompañante.

—Sí, claro; aunque no se abre al público hasta dentro de unos días.

—Es increíble...

—Pero cierto. Ya no tenemos nada que envidiar a París, Londres o Nueva York. ¿Conoce París?

—Y Londres, y Nueva York.

—Oiga, Alicia, Madrid, en ese año en el que usted vive, ¿cómo es? —interrogó Cadenas con ganas de reír.

Ella no dijo nada.

Poco a poco fueron adentrándose por la Carrera de San Jerónimo, donde los comercios más importantes de la capital exhiben su lujo lúbrico; allí era fácil comprobar cómo las joyas más costosas, los delicados perfumes y las porcelanas orientales se codeaban con los bolsitos recamados en oro, las martas cibelinas y el chocolate de América.

Alicia se incorporó en el asiento para ojear los escaparates iluminados. “¿Qué ocurre?, ¿por qué se ríe?” preguntó al descubrir la mirada burlona de su acompañante.

—Por nada —mintió él, admirándose, una vez más, de lo previsible que es el género femenino en algunas cosas.

Al llegar a la plaza de Canalejas, pararon justo en la puerta del hotel.

― ¡Fin de trayecto!

Ella tuvo miedo. “No se vaya, por favor. No me deje sola”, rogó.

—¿Cómo voy a entrar?, ¿qué van a pensar de usted?

—¿De mí? Nada. Nadie me conoce.

 

 

Subieron a la espaciosa habitación de la segunda planta con balcón a las Cuatro Calles. Sobre la cama yacía la ropa que trajo: el abrigo, los pantalones, la camisa, el pañuelo, todo en perfecto estado de revisión. Al lado, el equipo de dormir que pidió. Sobre una mesa, estaba el resto del encargo: una caja entelada con el anagrama Gal que contenía lo necesario para el aseo, incluida una botellita de perfume con aroma a jazmín. Los dedos de Alicia rozaron los objetos cuidadosamente, con veneración casi, reconociendo en ellos la arqueología de un mundo perdido.

Se echó a llorar silenciosamente.

Atacada por la angustia, un reguero de lágrimas empezó a surcarle las mejillas. José Juan Cadenas, pese a conocer muy bien la intrincada geografía de las mujeres, se sentía desconcertado.

 —La verdad es que esta noche ha estado usted espléndida —dijo aparentando vivacidad—. Agustín de Figueroa, el señor que estaba sentado junto al cónsul, me preguntó si pertenecía a la cancillería inglesa. El marqués de Alella estaba encantado. ¡Y no le cuento el señor Katulainen! Claro que cuando la escuché decir que conocía su fábrica, reconozco que me asusté un poco...

—Si usted dijo que no entiende el inglés.

—Algo recuerdo de cuando viví en Londres... ¿De verdad conoce Finlandia?

—A Helsinki he viajado muchas veces, por trabajo. Ya le dije que fui azafata de vuelo.

—Es verdad, que usted ha volado mucho.

Ella obvió la ironía.

—Hace cuatro años llevamos a Pablo a Rovaniemi para ver a Papá Noel. Luego estuvimos tres días en Tampere, la ciudad de Katulainen. Su fábrica, la Finlayson, continúa existiendo, es un centro cultural muy importante y uno de los mejores museos textiles del mundo.

“Pues espero que eso no se lo haya dicho”, suspiró él para sus adentros.

—¿Pablo era su hijo?

Mirándose en el espejo de la mesita, Alicia había comenzado a quitarse muy despacio las horquillas que sujetaban el aplique que Palmira y Carolina le habían colocado en la cabeza, dejándolas una a una sobre el tablero pulido. Cuando se desprendió de todas, suspiró entrecortadamente y dándose la vuelta dijo:

—Esta mañana, en la consulta de su amigo, escuché lo que decía de mí. Piensan que es por lo de mi hijo, ¿verdad? Creen que estoy mal de la cabeza y que todo lo que les he dicho es un invento. Sin embargo, es la verdad. Todo. La pérdida de Pablo fue algo espantoso; nadie puede imaginarse algo así, y más teniendo en cuenta que era yo quien conducía el coche... Pero... Yo no me he vuelto loca, créame. Se lo repetiré una y mil veces porque es la única certeza que tengo: esta mañana, cuando me subí al maldito autobús, era el año dos mil diez.

Dejó a Cadenas sumido en un silencio roto por el discurrir del agua en la habitación contigua. Alicia había entrado en el baño con la caja Gal en una mano y el equipo de dormir en la otra, cerrando la puerta tras ella. Cuando salió, con las mejillas sonrojadas, el pelo húmedo y una bata ciñéndole la figura, el hombre reconoció que tenía ante sí a una mujer verdaderamente hermosa. Y, sin embargo, su belleza le resultaba incómoda, como si estuviese incompleta.

—Es muy tarde, o muy temprano según se mire, y tiene que descansar —dijo él incorporándose del asiento.

“¡Por favor, no se vaya!”, notó que le rogaba una mano posada en su brazo. Volvió a sentarse y ella también lo hizo, acomodándose en el otro silloncito, frente a él.

—Antes le pregunté cómo es Madrid en el siglo veintiuno. Cuénteme algo.

—Muy grande. Está lleno de gente y de coches.

—¿Y cómo es el mundo?

 Alicia permaneció unos segundos con el rostro asomado al horizonte azul marino que recortaba el cristal del balcón; aunque la ducha la había reanimado, notaba un cansancio y una tristeza muy grandes. Ahora, además, sentía la pesadumbre de quien conoce el curso de la Historia.

—Injusto —respondió mirando a Cadenas como si lo viera por vez primera—. Créame, es un mundo complejo, lleno de hambre, de guerras y de miserias.

—Entonces, querida, como ha sido siempre. ¿Y España?

—Bien. Sufrimos una crisis económica que el gobierno no sabe resolver. Mucha gente pierde el empleo y la casa; y los jóvenes no encuentran trabajo.

—¡Pues sí que estamos buenos! Exactamente igual que hoy en día. Hábleme, pues, del teatro, que es lo mío. ¿Cómo es el teatro del siglo veintiuno? ¿Quién representa? ¿Cómo son las artistas? ¿Se mantiene el cuplé?...

 —Muchas preguntas son ésas —interrumpió ella sonriendo—. ¿Significa que empieza a creerme?

 Cadenas encendió un cigarrillo. “Respóndame”.

—La verdad es que no voy a menudo al teatro. Una o dos veces al mes, y por mi marido; a él le gusta mucho. Hay salas pequeñas, donde se representa teatro alternativo, de autores desconocidos generalmente. Nosotros solemos ir a La Guindalera, Pradillo, Galileo... Luego están los teatros propiamente dichos, los grandes: el Español, los teatros del Canal, el María Guerrero...

—¡Vaya, vaya! ¿No me diga que le han dedicado un teatro a doña María? ¿Y al marido?

—¿Quién es el marido?

—Fernando Díaz de Mendoza, marqués de San Mamés, conde de Balazote, un Grande de España.

—De ése lo único que me suena es una calle que está camino de Carabanchel.

“¡Qué poco le iba a gustar el sitio si lo supiese!”, pensó para sí.

—Oiga, ¿y autores?

—Hay una compañía de teatro clásico que trabajan las obras de Calderón, Lope, Zorrilla y todos los antiguos. Luego, siempre se programan cosas de Chejov, Ibsen, Strinberg, Arthur Miller, Tennesse Williams; a veces, Joe Orton.

—Sólo conozco al ruso y a los nórdicos. ¿Y españoles? ¿Representa Felipe Sessone? Torres del Álamo, Antonio Paso, Ramos Martín, García Álvarez, Enriquito… —su asombro iba en aumento con las negativas que ella hacía con la cabeza—. ¿Y Arniches?, ¿Y los Álvarez Quintero? ―él seguía el juego entre incrédulo y divertido― ¿Muñoz Seca tampoco?

—Me suenan, pero no sabría decirle. 

—¡Supongo que a don Jacinto lo conocerán!  

—¿Don Jacinto?

—Benavente.

—¡Ah, sí! Ése tiene una plaza muy céntrica. Y en el instituto me tuve que leer La Malquerida. Cosa que, dicho sea de paso, fue un tostón.

Él la miraba entre el asombro y la incredulidad mientras la oía decir que se representan obras de Mihura, Jardiel Poncela, Alfonso Paso. Y, desde luego, siempre a Lorca.

—¿Quién es ese?

—Lorca. Federico García Lorca, el mayor autor español del siglo XX.

—Pues ya le digo yo que, a día de hoy, no me suena. Y yo conozco a todo el que es alguien en escena.

Los dos se echaron a reír mansamente.

—Y qué me dice de Las Verónicas, ¿le ha gustado?

—Es... Distinta. Yo nunca había visto algo parecido. He ido a la ópera, a la zarzuela, a la revista, incluso a los musicales de Broadway que se han puesto de moda, pero como lo de hoy... —titubeó ella ante la mirada extrañada de Cadenas—. Eso sí, las actrices son simpatiquísimas. ¡Y tan amables! Bueno, en realidad, me admira lo amable que es todo el mundo aquí. Su hermana Elisa, las artistas, la gente que había en la cena, usted...

Los ojos azules de Alicia se quedaron fijos sobre los de aquel hombre nacido en el siglo diecinueve que decía llamarse José Juan Cadenas. Al hacerlo, él supo que no miraban al poderoso empresario de teatro, al afamado escritor, o al periodista distinguido de porte señorial; aquellas pupilas traspasaban su piel. Y sin saber por qué se sintió profundamente turbado.

—Bueno, ahora sí que me marcho. 

“¿Qué va a ser de mí?”, se preguntó Alicia en voz alta.

  —De momento mañana la esperan a las doce en el Círculo Mercantil; el coche vendrá a buscarla a las once y media. Por lo demás, no se preocupe. El lunes iremos a Gobernación y dirá la verdad: que venía de fuera, que ha tenido un atropello y perdió el bolso.

—Pero ¿no se da cuenta? No puede haber ninguna partida de nacimiento a mi nombre, ni cuentas bancarias, ni certificados de estudios. ¡Nací en mil novecientos sesenta y ocho!

Ése será nuestro secreto —suspiró el empresario—. Hemos quedado en que no contaría esa pamema nunca más; me lo prometió. Insistir en ello le va a garantizar un ingreso en el hospital de Leganés, créame.

—Piensa que estoy loca de atar...

Él sonrió condescendiente intentando apaciguar la agitación que sobre el corazón se le cernía.

—Usted no está loca.

Alicia se desplazó muy despacio hasta la cama; con la mano sana tomó el reloj de oro que al mediodía había dejado sobre la mesilla. Sentada en el borde, lo mantuvo entre sus dedos acariciando cuidadosamente la superficie quebrada. Al levantar la cabeza unas lágrimas silenciosas le caían de los ojos.

—Tal vez lo estoy. Pero no contaré otra historia más que la mía y, aunque sé que no puede creerme, le juro... Le juro por Dios que todo es verdad: no sé por qué estoy aquí, ni cómo he llegado... Ni siquiera sé si estoy viva o muerta... Aún recuerdo el beso de mi marido, ayer, antes de marcharse al aeropuerto; recuerdo que cené, leí un rato en la cama, me desperté por la mañana, tomé el café, me vestí con estos pantalones, con esta camisa y este abrigo —decía mirando la ropa desplegada a su lado—. Salí de mi casa, en la calle Orense, y esperé el autobús. Luego, el choque... Ahora creo que me maté en el acto, y que, en realidad, estoy muerta. Porque esto es la muerte. Esto y no otra cosa: una bajada de telón y reaparecer en cualquier escena de la Historia. Como sus artistas cuando se encienden los focos después de un oscuro, suben las cortinas, y ellas continúan hablando como si nada...

La voz de Alicia quedó rota por la angustia. Él intentó acercarse, pero fue rechazado con el gesto fronterizo de sus manos temblorosas.

—Morirse debe de ser así: aparecer en cualquier instante completamente sola, sin la gente que amas, sin los tuyos. Perdida entre personas que no podrán nunca comprenderte. En una ciudad distinta de la que conoces, deambulando por unas calles que no puedes recordar, porque ni siquiera han sido trazadas...

Cadenas notaba que su corazón latía aceleradamente.

—Alicia, no sé qué decir —confesó profundamente conmovido—. Métase en la cama; tómese una cucharadita del jarabe que le ha recetado Mendívil, ya verá como mañana todo esto le parece una pesadilla.

—¿Y si eso ocurre? Si todo ha sido una pesadilla y mañana no estoy aquí, ¿qué haremos?

Ambos se sonrieron con tristeza.

—Bueno, por lo que me ha contado, la vida en el futuro es poco más o menos como ahora, así que, en lo que a mí respecta, poco puedo hacer.

—¿Y yo?

Él se sentó a su lado, le echó el brazo por los hombros y con voz penetrante le dijo al oído: ¡Búscame!

—¿Cómo?

—Si mañana ocurre que te despiertas en la cama de tu casa y te acuerdas del día en que el rey inauguró el Metropolitano de Madrid, averigua qué ha sido de todos nosotros: del maestro Vives, de los Bauer, qué fue de la compañía del Reina Victoria, de Palmira y la Coronado, de nuestras obras, si alguien las conoce... ¡Ah, y si no encuentras memoria de nosotros, no te preocupes, solo recuérdanos! 

Luego, incorporándose, le besó ceremoniosamente la mano.

 

 

El hombre salió a la fría madrugada madrileña con la obstinación de los iluminados.

Tenía que llevar a cabo su propósito.

Se dirigió a su teatro apresuradamente. En la puerta, refugiado del frío, encontró a Matías, el fiel sereno.

“Búscame la llave de la puerta principal”, le dijo.

Subió precipitadamente a su despacho. Al sentarse, la habitación sumida en el alba resplandeció con la lámpara modernista de la mesa que él mismo se trajo de Nancy.

Tomó una hoja con membrete.

Abrió el último cajón del escritorio sacando de él la estilográfica de oro que le regalara en su día el mismísimo don Alfonso, como agradecimiento personal por los servicios prestados.

 

Se puso a escribir:

Es muy difícil de creer. Lo sé. Muy difícil. Pero ha ocurrido. Dice llamarse Alicia, Alicia Losada.Y yo, la verdad, no sé qué pensar...

 

                                                                                   Madrid 29 octubre de 2010    

 

 (a la memoria de José Juan Cadenas)

 

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