Es muy difícil de creer. Lo sé. Muy difícil. Pero ha ocurrido.
Dice llamarse Alicia, Alicia Losada.
Y yo, la
verdad, no sé qué pensar.
Los
pasajeros, escasos, apenas pudieron reaccionar.
Se escucharon
voces, gritos.
Y luego, el
eco de un cascabel desprendido.
Cuando abrió los ojos sintió que alguien se empeñaba en arrancarla del
suelo. “¡Señora, señora! —gritaban voces distintas— ¿Está usted bien?... ¡Madre
Santísima!... ¡El Señor nos libre!... Parece que está muerta...”
—¡No, no, que se mueve!...
Ella dirigió
la mano hacia el hombro y sus labios susurraron una queja. Se supo sentada
sobre un suelo sucio de listones de madera ensamblados. Cuando levantó la vista
sólo atisbó cabezas a su alrededor; cabezas con sombrero que amablemente le
ofrecían el brazo para incorporarse. Lo hizo aturdida por la escocedura de la
frente.
—¡Baje, baje
usted, señorita!, chillaban desde todas partes.
Empujada a
ello, traspasó el umbral del vehículo saltando un escalón que sobresalía hacia
fuera. Al mirar en torno suyo tuvo la sensación de no saber donde estaba. Pero
sí, aquello era la iglesia de las Calatravas; desde sus escaleras, tres mujeres
con velo la observaban.
No tuvo más
remedio que entornar los ojos, un cansancio extremo le cerró los párpados.
—A esta
señorita tiene que verla un médico, mejor será llevarla a la Casa de Socorro
—dictaminaron varias gargantas.
—Antes que se
tome un coñac.
“¡Qué dice,
hombre de Dios!... ¿Cómo va a beberse la señora un coñac?... ¡Habráse visto
sandez más grande!... Oiga, las sandeces las dirá usted, que a mí una vez me
dieron por muerto, fue beber una copita y...”.
Ante aquel
tropel de gente baladrante la accidentada puso gesto de extrañeza. Cuando estaba
a punto de emitir una palabra, sintió que la empujaban hacia un silloncito de
anea que había aparecido a su lado.
—¡Apártense!
¡Apártense!... ¡Apartarse, digo!
Un hombre de grandes bigotes, el cuerpo
cubierto con un abrigo azul marino de botones niquelados y los ojos escondidos
bajo una gorra de plato con la visera acharolada se dirigió a ella extendiendo
súbitamente la mano a la altura de la sien.
—Amos
a ver, ¿qu’a pasao aquí?, preguntó.
—No sé... Yo...iba
sentada delante, debí quedarme dormida y...
—Pobrecita,
está herida —dijo una señora que llevaba un velito cubriéndole la cara.
Tendrá el
brazo roto, vaticinó el uniformado.
―No, roto no —dijo
alguien.
―¡Huy, seguro,
si el golpe ha sido de miedo! —asintieron algunas cabezas.
―No fue p’a
tanto, —opinó un espontáneo que llevaba paquetes bajo el brazo.
—A ver, a ver, déjenme a mí, oyeron que decía
un bigote desconocido procediendo a tantear el cuello de la accidentada”.
—¿Qué hace? ―preguntó
ella sobresaltándose al sentir las manos del intruso deslizarse por su escote.
—Compruebo
que no tenga nada roto...
—¡Oiga, oiga,
haga el favor de no aprovecharse de la señorita! —intervino una mujer con un
saco de tela apoyado en la cintura.
—Sepa usted
que yo soy practicante titulado, y eso me faculta para la inspección de un herido.
Este brazo está fracturado, no hay más que verlo —argumentó él moviéndole la
extremidad dañada como si fuese un ventrílocuo.
—Retírese, haga el favor —intervino el municipal.
Mientras el
hombrecillo huía haciendo mohines desdeñosos, la mujer echó una tímida ojeada a
su alrededor. Era evidente que se encontraba en el mismo sitio donde perdió la
pista de las cosas, en plena calle de Alcalá; sin embargo, todo parecía tan
distinto que por sus pupilas comenzaron a asomar los signos de la alarma. Todas
las personas mostraban la cabeza cubierta. Los varones, unos con gorras de tela
y otros con sombreros de fieltro, lucían una frondosa pelambrera sobre la boca,
como si cada uno de aquellos individuos fuese en realidad el mismo hombre
repetido una y otra vez. Las escasas mujeres que curioseaban también se cubrían
con flexibles, bretones y capotas a juego con sus trajes cerrados, largos y
oscuros; y alguna pudo ver con la cabeza metida en un pañuelo anudado bajo el
mentón.
Se disponía a
preguntar por el peculiar modo de ataviarse de toda esa gente, cuando fue
interrumpida por el guardia:
—Vamús
a ver, señorita, deme su filiación.
—¿Qué?
—Sus señas
—aclaró una señora cercana.
—Me llamo
Alicia Losada Hermida.
—¿Dónde vive?
—En la calle
Orense cincuenta y seis. Espere, tenga mi... ¡Ah, el bolso! ¿Dónde está mi
bolso?
La cuestión del bolso dio
paso a un auténtico ir y venir de personas afanadas en escudriñar alrededor.
Ella, venciendo el aturdimiento que sentía, quiso incorporarse al rastreo, pero
más le valiera no haberlo hecho porque al darse la vuelta, se dio de bruces con
el asombro cuando descubrió que allí, en plena calle de Alcalá, habían
estacionado un antiguo tranvía de madera, con su plataforma, su salvavidas y
sus diáfanas ventanas de guillotina. El estupor crecía en el pecho de la mujer
al comprobar que no era el único; carretones similares asomaban por el bulevar.
Es más, en ese momento creyó ver uno a lo lejos, circunvalando la fuente de La
Cibeles.
“¿Qué está
pasando aquí?, chillaron sus ojos siguiendo el estambre de las catenarias
dibujadas en el cielo.”
“¿Qué es todo
esto?, repitió al descubrir los rieles de plata embutidos sobre la calzada.
¿Dónde estoy?... ¿Qué ciudad es ésta?”
—Señorita,
está usted en Madrid.
—Pero… ¿Dónde?
¿Dónde?
—En la calle
de Alcalá.
—¿Y qué hacen
estos cacharros aquí?
“Ahora
pregunta que por qué está el tranvía en mitad de la calle; y le llama cacharro...
¡La pobre!... ¡El golpe, que la ha atontao!” se susurraban unos a otros.
—¡Sí, sí! El
golpe y algo más. —cuchicheó un espontáneo llevándose el pulgar a la boca.
—Esto es un Inocente, Inocente —dedujo
ella esforzándose por sonreír.
—¿Cómo dice
usted?
Pese a las
punzadas doloridas del hombro, la mujer buscó en todas direcciones cámaras,
focos, pantallas y esos artilugios propios de una grabación, convencida como
estaba de que toda aquella gente no era sino piezas de un rodaje. De repente, comprobando
sin cesar, reparó en los edificios que tenía ante sí; no eran exactamente como
ella los recordaba. En las aceras habían surgido comercios de grandes
escaparates con letras de bronce donde se leía: Sastrería Salgado, Almacén
de Tejidos, Café Suizo, Joyería Francesa. Pero lo que la dejó sin habla fue
comprobar que en el sitio del teatro Alcázar había una fachada pequeña y
anodina con un frontispicio donde podía leerse Trianon Palace.
El cuerpo de
la mujer se estremeció mirando al cielo.
—¡Estaba
aquí! ¡No está!, ¡no está! —repitió obstinadamente.
—¿Qué no
está?
—El banco. Es
muy grande, con una cúpula acristalada por dentro, y columnas enormes en la fachada.
Tiene dos cuadrigas de bronce, ahí y ahí —dijo mientras señalaba con el dedo
oscilante el tejado del Café Suizo—. Son unos caballos muy famosos, salen en
una película de Álex de la Iglesia...
La señora de
mediana edad elegantemente vestida, que se había mantenido detrás de ella, asentía
condescendiente mientras la tomaba del brazo para impedir un tropiezo con el
gentío que deambulaba sobre la acera.
—Usted se
refiere al Banco de Bilbao, querida. Pero aún no está construido...
—¿Qué dice?
Estoy harta de verlo.
—Claro, yo
también. En el Blanco y Negro, que publicó un dibujo muy bien hecho;
parecía tal que una foto.
La figura del
abrigo negro y los pantalones de rayas, atenazada por un miedo embrionario, temblaba.
Al cabo de un minuto, cuando el estremecimiento que le corría por las venas le
dejó articular palabra, pudo preguntar qué día era.
—Diecisiete de octubre.
Hoy se inaugura el Metropolitano, ¿no se acuerda?
—¿El qué?
—Ya sabe, el
tranvía subterráneo que va por un túnel. ¡Pero si no se habla de otra cosa!
Dicen que es una maravilla. Esta tarde lo estrena su Majestad; por eso hay
tanto lío en las calles.
—¿Qué día es
hoy? —repitió sin dejar de tiritar.
—Viernes.
—¿Pero qué día?
—Ya se lo he
dicho: diecisiete de octubre, viernes, Santa Sabina...
—¿De qué...
año?
—¿Pues en qué
año vamos a estar, señorita?
—¡El
año!
— Mil
novecientos diecinueve...
Como una
torre de arena, con un lamento que no sabe adónde va, Alicia Losada se desplomó
en mitad de la calle.
“Pepe, a ver si puedes venir, haz
el favor. Hace un rato, al ir a misa, me encontré con que un tranvía acababa de
atropellar a una señorita, y ahora estoy en Fornos con ella... Sí... El
tranvía... Esta mañana... ¡Hijo, no la iba a dejar sola en plena calle con lo
trastornada que está! Dice cosas raras... Además, en el accidente ha perdido el
bolso y no tiene dinero, ni llaves, ni nada... No, no es de ésas, créeme. Para
mí que es una artista, por eso te telefoneo; seguro que tú la conoces...”
Jamás
pudo pensar José Juan Cadenas que aquella llamada de su hermana Elisa
representaría la solución al problema que su amigo, el marqués de Alella, le
había suscitado la noche anterior:
—Hazte
cargo, Pepe, te necesitamos. Son los dueños de la empresa textil más importante
de Europa. Bueno, uno es el dueño y el otro su gerente; y llegan, vía París,
mañana temprano a Madrid para firmar unos acuerdos con la fábrica de Ramiro el
sábado por la mañana.
—Chico, ¿y
por qué no los recibís en Barcelona? —preguntó él poniéndose en lo peor.
—Como habrás
leído, tenemos a los camareros y cocineros en huelga. Bueno, en realidad aquí
de un día para otro no sabes qué ramo va a estar parado, así que no queremos
que se asusten. Hemos tomado habitaciones en el hotel Roma, como ellos.
Salimos en el tren de las siete de la mañana, justo para encontrarnos por la
noche en el palacio de los Bauer, que les ofrecen una cena.
Pues sí que
tienen fuste —recordó haber dicho.
—Bueno, Pepe,
ya sabes que, a falta de cancillería, la casa de don Ignacio Bauer suple las
funciones, que por algo es el cónsul de Finlandia.
—Y yo, ¿qué
quieres que haga?
—Pues vas a
recogerlos al hotel después de comer y les preparas un plan. Es muy importante
que se lleven muy buena impresión, que estén contentos, y... ¡En fin, chico,
que los atiendas como tú sabes hacer! Y, sobre todo, que sólo hablen con
personas de absoluta confianza; tú me entiendes.
—Te advierto
que a las tres y media tengo la inauguración del Metropolitano.
—Desde las
tres y media hasta las cinco, pongo por caso, tienes tiempo de atender tu
compromiso.
—¿Y qué hago?
¿Les enseño Madrid?
—No, para eso
tenemos el domingo. ¿Tienes en cartel la obra esa tan graciosa que vimos el mes
pasado, la del convento de monjitas?
—Sí. Mañana
hay función, y es de tarde.
—Resérvales
el mejor palco, ya sabes.
—¿Crees que
la entenderán?
—Con
explicarles un poco el argumento...
—Repasaré un
poco mi francés.
—No, ellos no
hablan francés; por allí arriba, como están menos civilizados, no lo usan.
—Y ¿cómo os
entendéis?
—Hasta ahora
nos hemos comunicado en inglés porque es el idioma que utilizan en los negocios
con el extranjero. Nosotros llevamos un traductor, pero hasta que lleguemos ya
estás tú porque el gerente, además de inglés, entiende algo de alemán.
“¡Qué me estás
diciendo, Agustín!” Eso fue lo único que se le ocurrió exclamar al periodista,
empresario y director teatral. Bien es verdad que su don de gentes lo sabía
ejercer en la noble lengua de Molière, que por algo se había pasado un lustro
en París escribiendo para el ABC. Pero también es cierto que del alemán
que había aprendido en Viena y en Berlín a cargo de La Correspondencia de
España, sólo recordaba unas cuantas frases hechas, y a esas alturas ni un
milagro le haría recobrar vocabulario. Verdaderamente el señor Cadenas se
hallaba ante un problema: por una parte, su situación en la sociedad recién
constituida para el nuevo teatro no le permitía negarle ningún favor al marqués
de Alella, miembro inversor de la misma; por otro lado, a ver cómo conseguía un
trujamán que se hiciese cargo de los ilustres visitantes.
“¡Madre
mía!... Si lo sé, no me pongo al aparato.”
El café era un verdadero bullebulle
de voces y humo; tanto que en la mujer de los ojos azules hizo mella el
aturdimiento.
—Voy
a llamar a mi hermano y enseguida vengo. Quédese aquí quietecita y no se marche —sintió
que le decía la misma señora que la había llevado del brazo hasta el diván rojo
donde ahora estaba.
“¿Y adónde me
voy a ir?” pensó ella con el rostro oscilante recorriendo en torno suyo. Miraba
y su mano derecha subía y bajaba por el brazo dolorido tocándose el hombro, el
codo y la muñeca. Así una y otra vez hasta que sus dedos palparon la superficie
rugosa del reloj. Consternada, comprobó que el cristal estaba roto y las
manecillas habían quedado detenidas sobre la equis diminuta, mientras el gran
péndulo del establecimiento señalaba las once y cuarto. Acarició una y otra vez
la cajita de oro que había lucido los últimos doce años y, como si aquello
representase el broche definitivo a lo de Pablo, una pena muy honda se adueñó
de su pecho.
—Me he tomado
la libertad de pedirle media tostadita, verá como comiéndosela se le quita esa
debilidad que tiene —dijo su protectora al sentarse a la mesa—. Perdone, no me
he presentado: soy Elisa, hermana de don José Juan Cadenas. Lo conoce, ¿verdad?
Acabo de llamarlo y ahora mismo viene. Siendo usted actriz, seguro que, cuando
lo vea, sabe quién es.
—¿Actriz?
—¿No es usted
del Apolo?
—¿Qué Apolo?
—El teatro.
Me había parecido; como va disfrazada...
“¡Disfrazada, yo!” se dijo
Alicia a sí misma con gesto sorprendido, al tiempo que se componía el pañuelo
de seda que le flojeaba en el cuello. Entonces se detuvo y estudió
detenidamente la ropa de su acompañante: un ajustado traje de chaqueta en
terciopelo ciruela, con las solapas y las costuras longitudinales de la
chaqueta ribeteadas de negro. Sin embargo, observó, no es que le estuviese
pequeña, era el corte de la prenda, con los hombros, las mangas y el talle muy
ceñidos. Y luego el sombrero, negro, de ancha ala y cintillo rojo oscuro del
que salía la toquilla de tul para cubrir la vista. Realmente no se parecía en
nada al gabán de corte japonés que ella había sacado del armario esa misma
mañana. Iba a decir que era así como visten las mujeres del siglo veintiuno, cuando
en esas llegó el hermano de aquella señora.
—José Juan
Cadenas. A sus pies, señorita —dijo al quitarse el sombrero con una reverencia
obsequiosa.
Guardaba gran
parecido con Elisa: el rostro redondo, los ojos vivaces y la misma sonrisa, más
que cordial, amistosa. No podían negar que eran de la misma sangre, con aquel
cabello negro y ondulado, que en él iba escaseando y a ella se le escapaba bajo
la celada de fieltro.
—Pepe, como
te conté, esta señorita ha tenido un accidente terrible aquí mismito, con un
tranvía. ¡Fíjate tú cómo está Madrid! Con el barullo ha perdido su bolso o, lo
que es peor, se lo han quitado. El caso es que no tiene dinero y no puede
volver a su casa. Además, fíjate, tiene una mano herida y la cabeza también...
—¡Pues sí que
ha habido mala suerte!
Era un hombre
de mundo, en el amplio sentido de la palabra, y del mundo del teatro, en su
acotación concreta; por lo tanto, no se sorprendía fácilmente. Sin embargo,
nada más posar sus ojos negros sobre ella, experimentó un pálpito raro, como
cuando el corazón intuye un misterio infranqueable.
—¿Qué tal se
encuentra? —preguntó él.
—Muy mal.
—No se
preocupe. Tómese esta tacita de té y verá cómo se recupera —dijo Elisa
sirviéndole de la tetera humeante que un mozo acababa de dejar sobre el mármol
del velador.
—Es que todo
lo que está sucediendo es irreal, no puede estar pasando. Yo no puedo estar en
mil novecientos diecinueve, ¿no lo comprenden?
—Tranquilícese
y cuéntenos qué le ha ocurrido.
—Me llamo
Alicia Losada; vivo en la calle Orense cincuenta y cuatro, en el ático B. Esta
mañana me levanté como siempre, hoy es un día corriente...
—¿Está usted
casada? —preguntó la mujer.
—Sí, pero mi
marido no está, ayer tenía vuelo a Río y no volverá hasta dentro de dos días.
Es piloto.
Los hermanos
se miraron atónitos.
—Salí de mi
casa a las nueve y media pasadas y cogí el autobús número cinco, como hago
otras veces; tenía que ir a recoger un encargo de Alan, mi marido. El caso es
que debimos tener un accidente, un choque o algo así. Lo último que recuerdo es
un estruendo horroroso y que me puse los brazos sobre la cabeza.
—Ya, ya veo
que está usted herida —dijo el hombre mirando los cortes de la mano.
—Cuando he
despertado todo era distinto. Yo estoy en el mismo lugar, pero no es el mismo.
Y luego, alguien me dice que estamos en mil novecientos diecinueve... —explicó
intentando reprimir las lágrimas—. Pensarán que estoy loca, pero no puede estar
pasando esto que está pasando. ¡No puedo vivir en esa fecha! ¿Es que no lo
entienden?
—¿Por qué?
—preguntó el hombre.
Alicia
comenzó a respirar entrecortadamente.
—¡Yo nací en
mil novecientos sesenta y ocho!
Mientras
la hermana distraía el desasosiego de la accidentada lamentando la rotura de un
reloj tan bonito, José Juan Cadenas analizaba el caso aspirando profundamente
el humo de su cigarrillo. La historia que escuchaba era fascinante, eso está
claro. Sin embargo...
—Mira, Pepe,
qué reloj tan precioso. Pone: Car..ti..er. ¡Es francés, claro! ¿Lo ha
comprado usted en París?
—Fue un
regalo de mi marido, pero lo compró en Nueva York —respondió Alicia con un
suspiro.
Elisa y su
hermano cruzaron sus miradas, antes de reparar en las joyas de la desconocida,
piezas originales y buenas. En las orejas, unas arracadas pequeñitas con el
cabujón de lapislázuli, y en los dedos, sendas sortijas. Un tresillo de
topacios sobre la alianza y una ancha faja de oro labrado, que llamó
poderosamente la atención del periodista, en la otra mano.
—Su marido
debe quererla mucho —suspiró Elisa—. ¿Tienen ustedes hijos?
Ella negó con
un cabeceo.
—¿Qué tiene
pensado hacer ahora? —preguntó él.
—Simplemente,
no lo sé. Como comprenderán, no conozco a nadie, ni tengo a dónde ir; seguro
que mi casa no existe.
—Es el golpe,
querida. Está usted un poco despistada.
—No me creen,
¿verdad? Suena a disparate, porque lo que digo es absurdo, científicamente
imposible, pero les juro, como que me llamo Alicia Losada, que esta mañana,
cuando salí de casa, corría el año dos mil diez. Tienen que confiar en mí, ¡por
favor!
Los hermanos
se la quedaron mirando cautelosos; Elisa sonrió benevolente. Él, no; intuía en
el eco recóndito de aquella súplica los perfiles de un enigma.
—Si al menos
tuviera mi bolso, les sería más fácil creerme. Llevaba la cartera con la
documentación, el DNI, el carné de conducir, las tarjetas de crédito. Incluso
el móvil...
—¿El qué?
—El móvil, el
teléfono. Un aparato pequeño que se abre y tiene teclas para llamar a...
Alicia se
censuró al instante.
—Vamos a
hacer una cosa, Elisita —dijo él—. Te coges un coche y me llevas a esta señora
tan encantadora a casa de Mendívil. Si tenéis que esperar, mejor; así saludas a
Manolita, le presentas mis respetos y me la alisas un poco porque desde que
vino a ver Las Verónicas está muy seria conmigo. Yo voy enseguida; antes
tengo que localizar a Jonhson, que me urge tenerlo para esta tarde.
—¿Dónde me
llevan?
—La voy a
acompañar a ver a un doctor, que además es muy amigo de mi hermano —explicó
Elisa sin dejar de sonreír—. ¿Por qué se la envías a Mendívil? —preguntó en un
aparte, según salían del café.
—Con esa
historia que va contando lo mejor será que la vea un médico, y Manolo es de
confianza. Para que la interne el hijo de Esquerdo siempre hay tiempo.
Alicia se
dejó hacer. Pese a la conmoción, había comprendido que no era víctima de una
broma ni de un rodaje. Ni siquiera estaba sumida en un mal sueño. Más le valía
seguir pegada a aquella señora entrada en carnes y a su hermano, le iba en ello
la cordura.
Acaso también
la vida.
—Ahora viene Mendívil, que ya ha terminado el
reconocimiento —dijo Elisa al entrar en la salita donde su hermano
aguardaba desde hacía un par de minutos—. Oye, Pepe, esta mujer
es muy extraña: no lleva camisita debajo de la ropa, ni corsé, ni enagua, ni
nada —añadió bajando mucho la voz—. Sólo una especie de couvre-poitrine
de encaje que es una preciosidad, la verdad —añadió recorriendo su propio
busto—. Y, mira, se pone esto en los pies. ¿Tú has visto algo parecido?
—Es una
media, ¿no?
—¿Conoces una
tienda que se llama “Los chinos”?
Él negó con
la cabeza mientras examinaba la textura de la prenda al trasluz de la ventana.
—Pues dice que
no se acuerda muy bien donde compró exactamente esta, pero que es algo que
venden hasta en “Los chinos” y cuando le he preguntado dónde está ese
comercio, se me ha quedado mirando muy fijamente y se le han saltado las lágrimas.
—Hay que
averiguar de dónde ha sacado esto —dijo él sin dejar de estudiar la tira de
nylon.
—Es rara. Yo,
desde el principio, he pensado que era una artista. Tiene un dibujo aquí —confesó
la hermana casi en un susurro mientras apuntaba con el dedo enguantado una de
sus caderas.
—¿Un dibujo?
—Sí, una
pintura en la piel que simula un tronquito de árbol con hojitas saliendo de él,
muy pequeñito. Mendívil se ha quedado de piedra al verlo, y cuando le ha
preguntado cómo se lo ha hecho, ella ¿sabes qué ha respondido?, que es un... no
sé cómo lo ha llamado... Una cosa para disimular la cicatriz, y que es algo muy
normal en el siglo veintiuno. Que lo de ella es para disimular una operación,
pero que mucha gente se lo hace por gusto...
—¡Madre mía!
—Está muy
afectada. No para de repetir eso de que vive en el dos mil diez. ¡Fíjate tú!
Mendívil le ha tenido que dar una cucharita de jarabe, pero antes de tomárselo
le ha preguntado una y mil cuestiones sobre el medicamento en cuestión. Lo tenía
mareado. Hasta que él ha cortado por lo sano, diciendo que si era boticaria.
¡Pobrecilla!
La entrada
del facultativo diciendo que la paciente andaba buscando una de sus medias, les
interrumpió. Elisa, sonrojada, se dispuso a devolver la prenda que el hermano
discretamente le pasaba. Los dos hombres quedaron solos y comenzaron a fumar.
—Bueno,
Manolo, dame tu diagnóstico.
—La señora
físicamente está bien. Salvo la contusión en el hombro, no tiene nada roto. La
he dejado lavándose los arañazos de la mano.
—¿Y la brecha
en la cabeza?
—No es nada,
un pequeño corte ya cerrado —explicó—. Pero la historia que cuenta evidencia un
trastorno. ¿Sabías que perdió un hijo hace pocos meses?
—No.
—Es posible
que ésa sea la clave de su neurastenia. La muerte de un hijo es algo que afecta
mucho a algunas mujeres, más si era ya mayorcito como parece el caso. Y único.
Lo más probable es que el golpe de esta mañana le haya provocado una parálisis
momentánea de la memoria.
—¿Y qué se puede
hacer?
—En estos
casos lo mejor es el descanso, dormir. A las veinticuatro horas desaparecen los
síntomas; quedan unos leves signos de confusión, pero todo vuelve a su ser.
En ese
momento sintieron llegar a Elisa, sola.
—Tiene un
discurso muy fantasioso, pero no hay que preocuparse —continuó Mendívil—. A
lo sumo, seguirle la corriente. Por ejemplo, dice que tiene cuarenta y dos
años; cosa que, a juzgar por su aspecto, no puede ser verdad. Yo calculo que
ronda los treinta y cinco.
—¡Qué
bárbara! Es la primera mujer que se pone años encima —rio Cadenas.
—¡Si sólo
fuera eso! Me ha jurado que nació en mil novecientos sesenta y ocho. Y cuando
la corregí pensando que se había equivocado de siglo, va y me suelta: que no,
que ella vive en el año dos mil diez.
—Sí, eso
también me lo ha dicho a mí.
—Sostiene que
tiene un hermano médico y que trabaja en un hospital llamado La Paz. Yo
no conozco ningún hospital con esa denominación en Madrid y cuando le he
preguntado dónde queda, me dice que es un edificio que hay al final de la
Castellana, pero que seguro que aún no está construido.
—¡Qué
inventiva!
—Luego me ha
contado que su marido trabaja pilotando aviones grandes, de pasajeros, porque
la gente de su tiempo recorre el mundo volando, y que de ese modo le conoció ella:
antes ella también volaba.
—¡Mira, tú, como
los pajaritos!
Ambos rieron de buena gana.
—Lo que sí
parece es que es leída. Habla muy bien, y tiene buenos modales. Tal vez de ahí
le viene la confusión cerebral.
—Le ha dicho
al doctor que siempre ha trabajado —intervino Elisa uniéndose a la conversación—,
primero en los aviones, haciendo de... ¿cómo dijo? No sé, una palabra muy rara.
Pero luego, cuando nació su hijito, lo dejó; y desde hace un par de años,
trabaja con un editor, traduciendo libros...
—Repite eso,
por favor —pidió el hermano súbitamente interesado.
—Que trabaja
traduciendo libros en...
—¿Ha dicho traduciendo?,
¿estáis seguros?
—Completamente...
“¡Bendito sea
Noé! Ésta sí que es buena”, le oyeron exclamar justo cuando la figura de Alicia
se recortaba en la puerta del despacho.
—A ver,
siéntese usted aquí y cuénteme lo que le ha dicho al doctor sobre su trabajo.
¿Es verdad que ejerce usted de traductora? —le preguntó el periodista
empujándola hacia la silla—. ¿No hablará usted inglés por un casual?, ¿sabe
usted inglés?
—Sssí...
—¿Cómo de
bien?
—No sé... Muy
bien, supongo. Mi marido es norteamericano y apenas habla español.
—¡Cómo no me
ha dicho usted eso antes! —gritó abriendo las manos—. ¡Es precisamente lo que
necesitaba! A ver, dígame algo en inglés.
—What do you want I tell you? —respondió Alicia secamente.
—¡Eso es!
Siga un poquito más.
El doctor
Mendívil y Elisa empezaban a no salir de su asombro.
—Diga todo lo
que le ha ocurrido hasta ahora, en inglés.
—Pero si lo
que digo es de locos.
—No importa.
Yo sí la creo; de veras. Por favor, repítamelo en inglés.
Ella miró
alrededor como quien busca algo desesperadamente. Luego, reparó en que también
las otras dos figuras miraban a Cadenas con estupefacción.
—Por favor,
Alicia —notó que le rogaba el hombre tomándole la mano.
Entonces su
cordura dijo ¡hasta aquí he llegado!, porque en el alambre por donde andaba
desde hacía tres horas, lo último que podía pensar era que un señor con el
bigote alzado acabase pidiéndole el relato de su salto de siglo en la noble
lengua de Shakespeare.
Se echó a
reír.
Primero con
trinos sueltos, discretos, cantarinos; luego, a grandes carcajadas que
resonaron por toda la casa.
Su boca
rolliza reía y reía.
Y los tres
rieron con ella. Contagiados.
De todas las cosas que le
sucedieron aquel diecisiete de octubre, Alicia Losada jamás olvidaría el
encuentro con las artistas.
Durante
los diez minutos que tardaron en despedirse del doctor Mendívil, Cadenas
discurrió cómo podría encajar a la viajera del tiempo en su apretada agenda. Finalmente,
bajando las escaleras, estableció un trato con ella: esa misma tarde ejercería
como intérprete de unos finlandeses que llegaban a Madrid para hacer negocios. No
sería complicado, tan sólo acompañarlos a la función teatral, explicarles lo
que fueran viendo y poco más. A cambio él le proporcionaba alojamiento,
manutención y una puesta a punto en cuanto a ropa y costumbres se refiere, que
bastante falta le hacía; al menos hasta que las cosas volvieran a su cauce. No
quiso oír ni una excusa sobre cansancio, dolores, ni penas. Además, debía comprometerse
a no repetir absolutamente a nadie la historia de la mutación cronológica. Exigió
su palabra.
Ella dijo que sí. ¡A ver!
Los
hermanos se quedaron rezagados en el portal de la casa del médico. Mientras
Elisa se ajustaba el velito del sombrero asintiendo con la cabeza a las
indicaciones que él le hacía, Alicia se alejó unos pasos examinando el contorno
de cuanto la rodeaba con la esperanza de que entre un parpadeo y otro parpadeo
los acontecimientos recobrasen una secuencia lógica. Cosa inútil. Cerraba los
ojos y, al abrirlos, todo seguía allí: la misma calle de casas alfonsinas con
sus impostas de cerámica floreada separando alturas; los balcones sinuosos,
algunos repletos de macetas; las aceras sembradas de grietas y hendiduras; y,
sobre todo, aquella escala de sonidos inéditos para sus oídos, como el retumbo
mecánico de los tranvías o el atabalear de los caballos sobre el pavimento.
Miró hacia la
otra acera. Justo enfrente había un despacho de pan con la entrada tapada por
una cortina de soga; poco más allá, un comercio de comestibles entre una tienda
de hilaturas y un taller de tapicería, todos con sus puertas de cuarterones
dobladas hacia fuera. Ella, que experimentaba el sosiego inducido por la
cucharada que le habían obligado a ingerir en la consulta, cruzó lentamente la
calzada llamada por las formas y los colores que se intuían tras sus lunas.
Eligió la puerta de en medio, la que tenía escrito Ultramarinos Sánchez
en el cristal, y pegó la frente sobre él. Dentro, la exigua luz de la bombilla
colgando del techo a duras penas alumbraba un horizonte de sacos arremangados
directamente sobre el suelo: a un lado las legumbres, en loneta; al otro,
metidos en recia arpillera, los membrillos, las castañas y los boniatos de
temporada. Al fondo, sobre el mármol del mostrador, había una balanza de pesas
y a su lado un tonelito donde podía leerse: Arenques de Santander. 80 cts.
Alicia, haciendo un esfuerzo para espantar la tristeza, detuvo la mirada en los
anaqueles que al fondo exhibían artísticas cajas metálicas, tabletas de
chocolate, licores, mermeladas y grandes botes de cristal tallado que seducían
el paladar con el oro de su almíbar.
—¿Qué, tenemos
apetito?
Ella se
volvió sobresaltada al oír la voz de Cadenas.
—Esta tienda
es tan... interesante; sólo he visto algo así en el cine.
El hombre la miró
enarcando una ceja, su gesto para manifestar suspicacia. Empezaba a irritarse.
Por una parte, tenía la suerte de que aquella mujer apareciese en su vida justo
para sacarle del compromiso que había contraído con los catalanes; pero, por
otro, la tenacidad del discurso sobre aquello de que era de otro siglo, le
suscitaba sus dudas. “¡En fin, mejor será no hacerle caso!”, pensó mientras se
despedía cortésmente.
Quince minutos después, las dos
mujeres se apeaban ante un portal de la calle Atocha, sede del Palacio de la
Moda Parisina; más que un salón de modas, el centro neurálgico de la
costura teatral madrileña. Allí, como si fuese una marioneta de trapo, Alicia
no tuvo más remedio que dejarse hacer. Le midieron la espalda, el busto, las
caderas, el largo de la falda, el ancho de los puños, la dimensión del pie y el
contorno de la cabeza. Luego, en una sala grande, con un testero forrado de armarios
abiertos donde pendían prendas de las más variadas formas, Elisa y la encargada
debatieron la idoneidad de tal o cual atavío. Ella, indiferente al regateo,
prefirió sentarse en la soleada habitación contigua. Allí, acariciando el roto
reloj de su muñeca, pensaba:
“...Lo que me
está sucediendo es imposible, la gente no vuelve atrás en el tiempo, eso sólo
ocurre en las películas... ¿Qué puede haber pasado?... ¿Es posible que haya
tomado algo que me haga experimentar esta realidad?... Pero ¿y la gente? Todas
estas personas tienen que llevar muertas muchas décadas... ¡Han pasado noventa
y un años!... Sin embargo, están vivas, como yo... Porque mi cuerpo late. Hablo,
pienso, lloro, veo; mis pies andan y me duele el brazo... ¿Qué está ocurriendo?”
—Este conjunto
c’est ideal para la soirée. Tenemos que hacer unos pequeños
arreglos porque usted es muy alta —oyó decir detrás de sí—. Pero a las cinco de
la tarde lo tiene usted en el hotel, sin demora.
Efectivamente,
a las cinco menos diez minutos llegaba el encargo.
La llegada
del traje ocasionó el revuelo que las cosas frívolas suele acarrear. En un
instante, la espaciosa habitación del Rhin se convirtió en un gabinete
femenino, íntimo y confidencial. Al abrir los botones de las fundas, un mar de
exclamaciones resonó entre las cuatro paredes:
“¡Qué
bonitooo!... ¡Maravilloso!... ¡Es lo último de París!... Mira, los azabaches
del vestido van cosidos al aire... y el galón está bordado en plata... ¿Y el
abrigo?... Es un rien plus... »
—Vamos, ¿a
qué espera? Vístase, que es la hora —le dijeron las actrices al unísono.
Alicia tardó
un minuto en ponerse la enagua de popelín con entredoses bordados, tan fina
como una gasa, el vestido chocolate con las bocamangas recamadas de cuentecitas
turquesas, y sobre él la túnica de muselina azul con su ribete de diminutos
azabaches. Al verse en el espejo tuvo miedo. Era otra quien la estaba mirando.
Sintió la tentación del porvenir, y se echó a llorar.
Salió del
baño con los ojos húmedos y la nariz enrojecida.
—¿Qué sucede,
señorita?
—Nada, la
ropa...
—¿No le
gusta?
—Es tan
distinta de lo que yo llevo —respondió en un susurro.
—Si me
permite decirlo, está usted muy guapa. Ande, póngase las medias y los zapatos,
que aún le tenemos que colocar el sombrerito y hay que irse. El señor Cadenas
la espera abajo.
Mientras
Alicia volvía al cuarto de baño, las jóvenes miraron el abrigo negro de la
cremallera dorada que yacía sobre la cama.
—Qué ropa tan
rara, ¿verdad? ¿Y te has fijado en su pelo?
— A lo mejor
ha estado enferma —susurró la más joven.
—¡Qué va! Es por la
guerra. Recuerda lo que dijo don José: “Ha vivido fuera”. Ya has oído todo lo
que nos ha contado de sus viajes. Eso ha sido lo bueno, pero ¡a saber las cosas
que ha tenido que pasar la pobrecita en medio de esa Europa destrozada!
“¡Menos mal
que todavía estáis aquí!” Os he llamado para pediros, como favor personal, que
atendáis a una señora amiga mía que acaba de llegar a Madrid después de haber
vivido mucho tiempo en el extranjero —les había expuesto José Juan Cadenas cuando
las llamó a su despacho—. Se llama doña Alicia Losada y se aloja enfrente, en
el Rhin. Ignora todo lo relativo al teatro actual; bueno, al teatro y a todo lo
demás de la vida española, pero es traductora y esta tarde va a realizar una
labor muy importante para mí, ¿comprendéis? Su trabajo consiste en irle
contando Las Verónicas a dos señores que sólo hablan inglés. El problema
es que ella no tiene ni idea de la obra; por eso he pensado en vosotras…
Además, es una mujer muy guapa que también necesita que la pongan al día, ya me
entendéis... ¡Ah, se me olvidaba! Diga lo que diga; vosotras, como si fuese
normal.”
Palmira
Montalvo y Carolina Iruña asintieron encantadas.
Al llegar al
comedor del hotel, la presencia de doña Elisa aumentó en ellas la satisfacción
de saberse elegidas. Fueron amablemente presentadas por sus nombres, aunque la
hermana de Cadenas, empeñada en que Alicia recobrase la memoria, añadió que la
señora Montalvo era cuñada del maestro Barta.
—Don José nos
ha encargado que le hablemos de Las Verónicas y contestemos a todas sus
dudas, porque usted no ha visto la obra —dijo Palmira tomando asiento frente a
ella.
—El director
nos ha dicho que usted ha viajado mucho, pero que apenas conoce Madrid —añadió
Carolina sonriente.
—Y también
que la ayudemos a vestirse.
—¿Y qué más os
ha dicho el Señor Cadenas? —conociendo a su hermano, Elisa se puso en lo peor
—Que no
hagamos preguntas —respondieron a la vez.
Eran dos mujeres muy jóvenes, aunque como les
sucede a las hijas del teatro, nada en ellas indicaba la edad precisa. Ambas
cubrían su cabeza con bonitos sombreros. El de Carolina, pequeño, salpicado de
flores, apenas podía contener los rizos golosos que escapaban de la cabellera; el
de Palmira, más grande, parecía abanicar el aire con sus plumas. Al verlas, lo
primero que resaltaba era la magnitud de su belleza; sin embargo, aunque
vestían a la última moda de París, no era el traje ni el tocado lo que las hacía
agraciadas, sino la luminiscencia voluptuosa que emanaban por sí mismas. Porque
aquellas criaturas eran de una naturaleza extraordinaria.
Quizá por eso
sus corazones congeniaron al instante con el de Alicia.
Durante el
cuarto de hora que doña Elisa permaneció en la mesa las recién llegadas
mantuvieron una actitud cautelosa y comedida. Pero luego, cuando se fue y
subieron a la habitación, adoptaron un talante distendido y familiar.
Alicia
aprendió muchas cosas de ellas. Supo que el kilo se dividía en libras y en
onzas; los metros, en varas y palmos. Que un litro tenía cuartillos, aunque la
colonia se adquiría por dedos. La leña iba en fajos; y el carbón, por sacos. Le
enseñaron significados distintos para las palabras conocidas, como designar
interesante a la embarazada, tomar estado para casarse y decir andar
como el alma de Garibay para los que están completamente perdidos. Entre
susurros y sonrisas aprendió lo que eran las carreristas, las paseantas;
y que lo peor de lo peor era llamar a alguien rabiza o cotarrera.
Diferenció las casas llanas de las decentes y le hicieron el recuento de
los comercios a evitar porque en realidad eran sitios de tolerancia donde se cambiaba
el hambre por un tiritón.
—Y usted, ¿de
dónde viene? —preguntó Carolina en un momento dado.
—¿De dónde
vengo? De aquí, de allá —la tristeza ahogaba la voz de Alicia—. He hecho un
viaje muy… largo.
—De América,
¿a qué sí? —los ojos de Palmira brillaban
de satisfacción.
—Puesss… no
sé qué deciros. Desde luego, lo que es América me la conozco muy bien.
Aquella
confesión dio pie para hablar de Cuba, Puerto Rico, Méjico, Nueva York y Buenos
Aires, destinos de toda compañía que se preciase. El sueño de toda artista:
trabajar en el Payret de La Habana y volver con una pelotita de duros. O
quedarse allí, con el dueño de un cañaveral dispuesto a poner una hacienda a tu
nombre, como dicen que le han puesto a La Chelito.
—Conocerá
usted a La Chelito —dijo Palmira.
—No.
—¿Y a
Blanquita Suárez?
—¿No sabe
quién es Adelita Lulú? —preguntó Carolina.
—¿Raquel Meller?
Los ojos de
Alicia sonreían ingenuos al responder: “Fue una cupletista o algo así, ¿no?”
—¡Y lo es!
Esta semana está en el Trianón con mucho éxito.
—Y mucha
suerte; porque lo que es cantar, no canta nada —terció Palmira con displicencia.
Hablaron del
teatro.
Enumeraron
uno por uno todos los salones de Madrid mencionando el género al que se
dedicaban. Le informaron dónde había drama y qué era la comedia; qué el
sainete, el vodevil y la revista parisiense. “Las Verónicas es un
juguete cómico-lírico”, dijeron antes de pasar a describirle el argumento, la
trama, los personajes y el escenario.
En
un momento dado, Alicia decidió tomar unas notas para su trabajo y fue entonces
cuando ella misma comprendió la irremediable diferencia que imprime el
progreso. Nada más comenzar a escribir sobre el papel de carta que encontró en
un cajón, los cuerpos de las artistas se quedaron inmóviles, con las pupilas
fijas en aquellas grafías vivaces que salían de sus dedos escritores. Era la
primera vez que veían escribir a una mujer de ese modo, rápido, seguro, sin
vacilaciones. Palmira cesó de hablar, asistía a un prodigio; ni el codazo de Carolina
le hizo mella.
Alicia, extrañada por el silencio, al levantar
la vista del papel, pudo sentir el maleficio de la instrucción marchita.
Esta señora ha
hecho una tarea impecable, suspiró José Juan Cadenas entre el estruendo de los
aplausos, al final de la representación.
Él
no había dejado de examinarla, echando ojeadas minuciosas al palco de invitados
desde que el telón se alzó en el primer acto. Sí, definitivamente la suerte,
una vez más, estaba de su lado; y esta vez le había traído a la anfitriona
perfecta, sagaz y discreta. Viéndola allí, susurrando al oído del finlandés,
presintió un aleteo envidioso.
O la sombra
de los celos.
A nadie
extrañó que el señor Katulainen le rogase que fuera a la cena de sus amigos,
los Bauer.
—Hasta aquí
llego, señor Cadenas. Me niego en rotundo a acudir a cena alguna —respondió Alicia
según bajaban hacia el vestíbulo del teatro.
Convencerla
costó lo suyo, pero accedió a condición de que él también fuese. Y él, claro, encantado.
Y las actrices no digamos, que tuvieron a bien improvisarle un cambio de
vestuario sin apenas variación del que llevaba.
Cuando salió,
volvía a ser otra.
Al concluir la velada, un
Hispano-Suiza estaba esperando a las puertas del jardín trasero de los Bauer.
Pese a la insistencia de los dueños, según se retiraban los finlandeses, José
Juan y Alicia también se fueron. Ella había seducido a todos: a los
anfitriones, a los catalanes y al plantel de autoridades que no le quitaron la
vista de encima en las tres horas que duró el banquete. “Este zorro de Cadenas,
¿cómo lo hará? Siempre rodeado de mujeres hermosas y elegantes”, pensó más de
uno al verlos alejarse en el automóvil.
—¿Por dónde
quiere que vayamos? —preguntó él según arrancaba el vehículo.
—Me es igual.
—Entonces
iremos por el Palacio que habrá menos gente. Mire, ésta es la Universidad de
Madrid —precisó antes de entrar en una callecita angosta.
Ella había
salido de la cena con la despreocupación que da tener los sentidos presos en el
esplendor de la fortuna. Llevaba aún la impronta del salón finisecular y las pinturas
de sus muros; los sillones, las alfombras, los cortinajes forrados de seda
natural y aquella inmensa araña del techo arrancando destellos sobre las copas
y los tenedores de plata. Todo le había parecido fantástico. Los comensales mismos,
empresarios y políticos de alto rango a los que no paró de interpretar,
parecían seres irreales que se hubiesen apeado de sus propios retratos
oficiales. Por eso, cuando el dedo del señor Cadenas le indicaba la fachada de
la antigua Universidad Central, Alicia se puso triste. Recordó su situación de
caminante por el acantilado del tiempo
Callejeando,
el vehículo recogía el zarandeo de la topografía con un vaivén ruidoso y
mareante. “¡Ay, qué trompicones!”, se quejó ella.
—Perdone, son
los baches del adoquinado. Como esta zona la van a tirar, no merece la pena
arreglarla.
—¿La van a
tirar?
—Sí, cuando
terminen la Gran Vía, todo esto va fuera —dijo él señalando con un gesto las
hileras de balcones que se abrían ante su vista.
—¿Dónde
estamos? —inquirió Alicia según entraban en una plaza bulliciosa llena de
personas.
—En el
mercado de los Mostenses.
Pidió que se detuvieran un instante,
cautivados sus ojos ante una humanidad que tenía la espalda doblada por el peso
del cañamazo. Reparó en los hombres de alpargatas sucias y camisas remangadas
que descargaban sacos y más sacos, bajándolos a pulso de toscas carretas. Entre
los pencos del desahucio, los burros lanosos y los perros sin amo con los huesos
marcados, descubrió a unas mujeres arrebujadas en sus pañoletas, que iban de un
lado para otro acarreando cestos y sacos de lona.
El edificio
de la lonja era una jaula inmensa, completamente acristalada, con escalinatas
en cada puerta, donde en ese momento acechaban los alguaciles y asentadores la
llegada de los frutos de la tierra y del trabajo del hombre.
—¿Qué, le gusta? —preguntó Cadenas con sorna
mientras sacaba un cigarrillo de la pitillera.
Reanudaron
su camino atravesando la plazoleta del mercado como pudieron, metiéndose en una
calleja con nombre de santa que estaba completamente a oscuras. Desde allí el
coche torció primero a la izquierda, luego a la derecha, y después otra vez a
la izquierda hasta desembocar delante de un edificio oficial con guardias
custodios en la puerta.
—Eso es el
Senado —precisó él.
Al doblar la
esquina salieron a la calle de Bailén, con el majestuoso perfil del Palacio
Real a un lado. La fachada norte permanecía entre sombras, pero la principal,
iluminada por sus farolas fernandinas, se recortaba luminosa sobre el azul
profundo de la noche otoñal.
—Es bonito,
¿verdad?
—Precioso.
Ahora no hay verja delante y puede visitarse por dentro —susurró ella embargada
de nostalgia.
Él,
al oír aquello, sintió el punzante eco de la decepción. Durante la cena,
viéndola descifrar con absoluta diligencia las conversaciones cruzadas,
sonriente y atractiva, conjeturó la certeza de su restablecimiento; pero,
ahora, según doblaban la esquina de la calle Mayor, esas palabras parecían enfriar
toda esperanza.
Al
atravesar la Puerta del Sol, el reloj de Gobernación marcaba casi las tres. El
rostro de Alicia sonrió al comprobar que, sean cuales sean los números que
señalen las manecillas, esa zona ha disfrutado siempre de la misma vivacidad. Y
así, mirando las puertas giratorias de los cafés con su entrar y salir
incesante de clientes, tuvo la tentación de pensar que tal vez fuera agradable
reconstruir la vida allí. Como el río de gente apenas les dejaba avanzar unos
centímetros, se recostó moliciosa sobre el quicio de la ventanilla, fijándose
en los corrillos de figuras que alrededor de la marquesina del Metropolitano
comentaban exultantes la celebración del día.
“¡Qué
maravilla!... ¿Han visto ustedes?... A pesar de las huelgas... Esto es imparable...
¿Vieron ustedes qué mayores están los infantitos?... Y el rey, ¡qué orgulloso
se le veía!”
—¿De verdad
han inaugurado hoy el metro? —preguntó ella fijándose en el perfil de su
acompañante.
—Sí, claro;
aunque no se abre al público hasta dentro de unos días.
—Es
increíble...
—Pero cierto.
Ya no tenemos nada que envidiar a París, Londres o Nueva York. ¿Conoce París?
—Y Londres, y
Nueva York.
—Oiga,
Alicia, Madrid, en ese año en el que usted vive, ¿cómo es? —interrogó Cadenas
con ganas de reír.
Ella no dijo
nada.
Poco a poco
fueron adentrándose por la Carrera de San Jerónimo, donde los comercios más
importantes de la capital exhiben su lujo lúbrico; allí era fácil comprobar
cómo las joyas más costosas, los delicados perfumes y las porcelanas orientales
se codeaban con los bolsitos recamados en oro, las martas cibelinas y el
chocolate de América.
Alicia se
incorporó en el asiento para ojear los escaparates iluminados. “¿Qué ocurre?,
¿por qué se ríe?” preguntó al descubrir la mirada burlona de su acompañante.
—Por nada
—mintió él, admirándose, una vez más, de lo previsible que es el género
femenino en algunas cosas.
Al llegar a
la plaza de Canalejas, pararon justo en la puerta del hotel.
― ¡Fin de
trayecto!
Ella tuvo
miedo. “No se vaya, por favor. No me deje sola”, rogó.
—¿Cómo voy a entrar?,
¿qué van a pensar de usted?
—¿De mí?
Nada. Nadie me conoce.
Subieron a la espaciosa habitación de la segunda planta con balcón a las
Cuatro Calles. Sobre la cama yacía la ropa que trajo: el abrigo, los pantalones,
la camisa, el pañuelo, todo en perfecto estado de revisión. Al lado, el equipo
de dormir que pidió. Sobre una mesa, estaba el resto del encargo: una caja
entelada con el anagrama Gal que contenía lo necesario para el aseo, incluida
una botellita de perfume con aroma a jazmín. Los dedos de Alicia rozaron los objetos
cuidadosamente, con veneración casi, reconociendo en ellos la arqueología de un
mundo perdido.
Se echó a
llorar silenciosamente.
Atacada por
la angustia, un reguero de lágrimas empezó a surcarle las mejillas. José Juan
Cadenas, pese a conocer muy bien la intrincada geografía de las mujeres, se
sentía desconcertado.
—La
verdad es que esta noche ha estado usted espléndida —dijo aparentando
vivacidad—. Agustín de Figueroa, el señor que estaba sentado junto al cónsul,
me preguntó si pertenecía a la cancillería inglesa. El marqués de Alella estaba
encantado. ¡Y no le cuento el señor Katulainen! Claro que cuando la escuché
decir que conocía su fábrica, reconozco que me asusté un poco...
—Si usted
dijo que no entiende el inglés.
—Algo
recuerdo de cuando viví en Londres... ¿De verdad conoce Finlandia?
—A Helsinki
he viajado muchas veces, por trabajo. Ya le dije que fui azafata de vuelo.
—Es verdad,
que usted ha volado mucho.
Ella obvió la
ironía.
—Hace cuatro
años llevamos a Pablo a Rovaniemi para ver a Papá Noel. Luego estuvimos tres
días en Tampere, la ciudad de Katulainen. Su fábrica, la Finlayson, continúa
existiendo, es un centro cultural muy importante y uno de los mejores museos
textiles del mundo.
“Pues espero
que eso no se lo haya dicho”, suspiró él para sus adentros.
—¿Pablo era
su hijo?
Mirándose en
el espejo de la mesita, Alicia había comenzado a quitarse muy despacio las
horquillas que sujetaban el aplique que Palmira y Carolina le habían colocado
en la cabeza, dejándolas una a una sobre el tablero pulido. Cuando se
desprendió de todas, suspiró entrecortadamente y dándose la vuelta dijo:
—Esta mañana,
en la consulta de su amigo, escuché lo que decía de mí. Piensan que es por lo
de mi hijo, ¿verdad? Creen que estoy mal de la cabeza y que todo lo que les he
dicho es un invento. Sin embargo, es la verdad. Todo. La pérdida de Pablo fue
algo espantoso; nadie puede imaginarse algo así, y más teniendo en cuenta que
era yo quien conducía el coche... Pero... Yo no me he vuelto loca, créame. Se
lo repetiré una y mil veces porque es la única certeza que tengo: esta mañana,
cuando me subí al maldito autobús, era el año dos mil diez.
Dejó a
Cadenas sumido en un silencio roto por el discurrir del agua en la habitación
contigua. Alicia había entrado en el baño con la caja Gal en una mano y
el equipo de dormir en la otra, cerrando la puerta tras ella. Cuando salió, con
las mejillas sonrojadas, el pelo húmedo y una bata ciñéndole la figura, el
hombre reconoció que tenía ante sí a una mujer verdaderamente hermosa. Y, sin embargo,
su belleza le resultaba incómoda, como si estuviese incompleta.
—Es muy
tarde, o muy temprano según se mire, y tiene que descansar —dijo él
incorporándose del asiento.
“¡Por favor,
no se vaya!”, notó que le rogaba una mano posada en su brazo. Volvió a sentarse
y ella también lo hizo, acomodándose en el otro silloncito, frente a él.
—Antes le
pregunté cómo es Madrid en el siglo veintiuno. Cuénteme algo.
—Muy grande.
Está lleno de gente y de coches.
—¿Y cómo es
el mundo?
Alicia
permaneció unos segundos con el rostro asomado al horizonte azul marino que
recortaba el cristal del balcón; aunque la ducha la había reanimado, notaba un
cansancio y una tristeza muy grandes. Ahora, además, sentía la pesadumbre de
quien conoce el curso de la Historia.
—Injusto —respondió
mirando a Cadenas como si lo viera por vez primera—. Créame, es un mundo
complejo, lleno de hambre, de guerras y de miserias.
—Entonces,
querida, como ha sido siempre. ¿Y España?
—Bien.
Sufrimos una crisis económica que el gobierno no sabe resolver. Mucha gente
pierde el empleo y la casa; y los jóvenes no encuentran trabajo.
—¡Pues sí que
estamos buenos! Exactamente igual que hoy en día. Hábleme, pues, del teatro,
que es lo mío. ¿Cómo es el teatro del siglo veintiuno? ¿Quién representa? ¿Cómo
son las artistas? ¿Se mantiene el cuplé?...
—Muchas
preguntas son ésas —interrumpió ella sonriendo—. ¿Significa que empieza a
creerme?
Cadenas
encendió un cigarrillo. “Respóndame”.
—La verdad es
que no voy a menudo al teatro. Una o dos veces al mes, y por mi marido; a él le
gusta mucho. Hay salas pequeñas, donde se representa teatro alternativo, de
autores desconocidos generalmente. Nosotros solemos ir a La Guindalera,
Pradillo, Galileo... Luego están los teatros propiamente dichos, los
grandes: el Español, los teatros del Canal, el María Guerrero...
—¡Vaya, vaya!
¿No me diga que le han dedicado un teatro a doña María? ¿Y al marido?
—¿Quién es el
marido?
—Fernando
Díaz de Mendoza, marqués de San Mamés, conde de Balazote, un Grande de España.
—De ése lo único
que me suena es una calle que está camino de Carabanchel.
“¡Qué poco le
iba a gustar el sitio si lo supiese!”, pensó para sí.
—Oiga, ¿y
autores?
—Hay una
compañía de teatro clásico que trabajan las obras de Calderón, Lope, Zorrilla y
todos los antiguos. Luego, siempre se programan cosas de Chejov, Ibsen,
Strinberg, Arthur Miller, Tennesse Williams; a veces, Joe Orton.
—Sólo conozco
al ruso y a los nórdicos. ¿Y españoles? ¿Representa Felipe Sessone? Torres del
Álamo, Antonio Paso, Ramos Martín, García Álvarez, Enriquito… —su asombro iba
en aumento con las negativas que ella hacía con la cabeza—. ¿Y Arniches?, ¿Y
los Álvarez Quintero? ―él seguía el juego entre incrédulo y divertido― ¿Muñoz
Seca tampoco?
—Me suenan,
pero no sabría decirle.
—¡Supongo que
a don Jacinto lo conocerán!
—¿Don
Jacinto?
—Benavente.
—¡Ah, sí! Ése
tiene una plaza muy céntrica. Y en el instituto me tuve que leer La
Malquerida. Cosa que, dicho sea de paso, fue un tostón.
Él la miraba entre
el asombro y la incredulidad mientras la oía decir que se representan obras de
Mihura, Jardiel Poncela, Alfonso Paso. Y, desde luego, siempre a Lorca.
—¿Quién es
ese?
—Lorca.
Federico García Lorca, el mayor autor español del siglo XX.
—Pues ya le
digo yo que, a día de hoy, no me suena. Y yo conozco a todo el que es alguien
en escena.
Los dos se
echaron a reír mansamente.
—Y qué me
dice de Las Verónicas, ¿le ha gustado?
—Es... Distinta.
Yo nunca había visto algo parecido. He ido a la ópera, a la zarzuela, a la
revista, incluso a los musicales de Broadway que se han puesto de moda, pero
como lo de hoy... —titubeó ella ante la mirada extrañada de Cadenas—. Eso sí,
las actrices son simpatiquísimas. ¡Y tan amables! Bueno, en realidad, me admira
lo amable que es todo el mundo aquí. Su hermana Elisa, las artistas, la gente
que había en la cena, usted...
Los ojos
azules de Alicia se quedaron fijos sobre los de aquel hombre nacido en el siglo
diecinueve que decía llamarse José Juan Cadenas. Al hacerlo, él supo que no
miraban al poderoso empresario de teatro, al afamado escritor, o al periodista
distinguido de porte señorial; aquellas pupilas traspasaban su piel. Y sin
saber por qué se sintió profundamente turbado.
—Bueno, ahora
sí que me marcho.
“¿Qué va a
ser de mí?”, se preguntó Alicia en voz alta.
—De momento mañana la
esperan a las doce en el Círculo Mercantil; el coche vendrá a buscarla a las
once y media. Por lo demás, no se preocupe. El lunes iremos a Gobernación y
dirá la verdad: que venía de fuera, que ha tenido un atropello y perdió el
bolso.
—Pero ¿no se
da cuenta? No puede haber ninguna partida de nacimiento a mi nombre, ni cuentas
bancarias, ni certificados de estudios. ¡Nací en mil novecientos sesenta y
ocho!
—Ése será nuestro secreto —suspiró el empresario—. Hemos quedado en que
no contaría esa pamema nunca más; me lo prometió. Insistir en ello le va a
garantizar un ingreso en el hospital de Leganés, créame.
—Piensa que
estoy loca de atar...
Él sonrió
condescendiente intentando apaciguar la agitación que sobre el corazón se le
cernía.
—Usted no está
loca.
Alicia se
desplazó muy despacio hasta la cama; con la mano sana tomó el reloj de oro que
al mediodía había dejado sobre la mesilla. Sentada en el borde, lo mantuvo
entre sus dedos acariciando cuidadosamente la superficie quebrada. Al levantar
la cabeza unas lágrimas silenciosas le caían de los ojos.
—Tal vez lo
estoy. Pero no contaré otra historia más que la mía y, aunque sé que no puede
creerme, le juro... Le juro por Dios que todo es verdad: no sé por qué estoy
aquí, ni cómo he llegado... Ni siquiera sé si estoy viva o muerta... Aún
recuerdo el beso de mi marido, ayer, antes de marcharse al aeropuerto; recuerdo
que cené, leí un rato en la cama, me desperté por la mañana, tomé el café, me
vestí con estos pantalones, con esta camisa y este abrigo —decía mirando la
ropa desplegada a su lado—. Salí de mi casa, en la calle Orense, y esperé el
autobús. Luego, el choque... Ahora creo que me maté en el acto, y que, en
realidad, estoy muerta. Porque esto es la muerte. Esto y no otra cosa: una
bajada de telón y reaparecer en cualquier escena de la Historia. Como sus
artistas cuando se encienden los focos después de un oscuro, suben las
cortinas, y ellas continúan hablando como si nada...
La voz de
Alicia quedó rota por la angustia. Él intentó acercarse, pero fue rechazado con
el gesto fronterizo de sus manos temblorosas.
—Morirse debe
de ser así: aparecer en cualquier instante completamente sola, sin la gente que
amas, sin los tuyos. Perdida entre personas que no podrán nunca comprenderte.
En una ciudad distinta de la que conoces, deambulando por unas calles que no
puedes recordar, porque ni siquiera han sido trazadas...
Cadenas
notaba que su corazón latía aceleradamente.
—Alicia, no sé
qué decir —confesó profundamente conmovido—. Métase en la cama; tómese una
cucharadita del jarabe que le ha recetado Mendívil, ya verá como mañana todo
esto le parece una pesadilla.
—¿Y si eso
ocurre? Si todo ha sido una pesadilla y mañana no estoy aquí, ¿qué haremos?
Ambos se
sonrieron con tristeza.
—Bueno, por
lo que me ha contado, la vida en el futuro es poco más o menos como ahora, así
que, en lo que a mí respecta, poco puedo hacer.
—¿Y yo?
Él se sentó a
su lado, le echó el brazo por los hombros y con voz penetrante le dijo al oído:
¡Búscame!
—¿Cómo?
—Si mañana ocurre
que te despiertas en la cama de tu casa y te acuerdas del día en que el rey inauguró
el Metropolitano de Madrid, averigua qué ha sido de todos nosotros: del maestro
Vives, de los Bauer, qué fue de la compañía del Reina Victoria, de Palmira y la
Coronado, de nuestras obras, si alguien las conoce... ¡Ah, y si no encuentras
memoria de nosotros, no te preocupes, solo recuérdanos!
Luego,
incorporándose, le besó ceremoniosamente la mano.
El hombre salió a la fría madrugada madrileña con la obstinación de los
iluminados.
Tenía que
llevar a cabo su propósito.
Se dirigió a
su teatro apresuradamente. En la puerta, refugiado del frío, encontró a Matías,
el fiel sereno.
“Búscame la
llave de la puerta principal”, le dijo.
Subió
precipitadamente a su despacho. Al sentarse, la habitación sumida en el alba
resplandeció con la lámpara modernista de la mesa que él mismo se trajo de
Nancy.
Tomó una hoja
con membrete.
Abrió el
último cajón del escritorio sacando de él la estilográfica de oro que le
regalara en su día el mismísimo don Alfonso, como agradecimiento personal por
los servicios prestados.
Se puso a
escribir:
Es muy difícil
de creer. Lo sé. Muy difícil. Pero ha ocurrido. Dice llamarse Alicia, Alicia
Losada.Y yo, la verdad, no sé qué pensar...
(a la memoria de
José Juan Cadenas)
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