No era una cena oficial, pero allí estaban nuestros amigos más queridos. Tampoco era una cena improvisada, puesto que se trataba de un banquete prenupcial. La boda estaba fijada para la siguiente semana: el 21 de diciembre de 1988.
La novia. Giorgia, una joven actriz. Su carrera artística había comenzado en Roma, su lugar de nacimiento, de la mano de históricos directores del teatro experimental.
Por entonces ambos trabajábamos en la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma, bajo la dirección de Mario Ricci, uno de los fundadores del Teatro Imagen (Teatro Immagine en italiano).
Centenares de personas haciendo fila para asistir a Las Veladas Futuristas. Para mí, esa ocasión fue como una continuación de dichas veladas.
Mi historia. Aterricé en Roma, procedente de Santiago de Chile, el mes de marzo de 1975. Formaba parte del exilio militante, pero enseguida me arrimé al nutrido grupo de artistas que residían en la Ciudad Eterna, fascinados por las luminosas propuestas que se desarrollaban a finales de los años setenta, abanderadas por Renato Nicolini, nombre clave en el renacimiento cultural de la capital italiana tras la fiera etapa caracterizada por el terrorismo y los años de plomo.
Los padres de Giorgia, Maca y Luciano, habían sido extremadamente generosos y gentiles, invitándonos a su casa las semanas previas de modo insistente. Por allí fueron pasando amigos y familiares a los que nunca había visto ni conocido, trayéndonos regalos, quejándose con benevolencia de no haber recibido una posible lista de bodas, pero ni siquiera se nos pasó por la cabeza, le dije a una señora que poco antes explicaba cómo preparar el puré, perentoria, obsesionada con los grumos, autoritaria en sus certezas. El día de la boda se presentaron con los anillos de rigor, ¿pero que nos creíamos?
Sin embargo, la de ahora era una cena diferente. La habíamos concebido Giorgia y yo con la intención de saludar, abrazar a los amigos, compartiendo con ellos una decisión insólita e inesperada para la mayoría de ellos. Pero para mí no se trataba de un capricho, sino de una decisión. Y una decisión importante.
Queridos, íntimos amigos. Exiliados casi todos. El arquitecto, la dentista, la bailarina, el actor, el poeta. Éramos una decena. Nos trajeron obsequios de valor simbólicos, algunos de los cuales todavía conservo.
Vivía y seguiría viviendo en Piazza Dante, en pleno centro de Roma, frente a un parque con cedros centenarios. Largo tiempo olvidada, es una de las plazas más amplias del barrio de Esquilino y albergó un refugio subterráneo durante la Segunda Guerra Mundial que allí quedó como una advertencia contra el olvido. Enfrente de un enorme edificio del servicio de correos italiano, reconvertido, me dicen, en la sede nacional de los servicios secretos.
La casa estaba rodeada de ventanas y una luz muy hermosa se dispersaba atravesando las botellas de colores que había colocado de manera estratégica para encontrarme siempre con una longitud de onda diferente. Tres dormitorios, un gran salón y una cocina comedor. El baño, bastante precario, se hallaba en un balcón. Un centenar de pequeñas obras sobre las paredes conformaban una gran galería. «Todo pensamiento vuela», había escrito en el arco que unía el pasillo con la entrada. La frase la había tomado de Bomarzo, del Parque de los Monstruos. Escrita en las fauces del orco de Bomarzo, la cita evoca la ansiedad, las expectativas, las preocupaciones de nuestra existencia. Atraviesas la boca abierta de par en par del Orco para adentrarte hacia el corazón de tus tinieblas. Pero fuiste tú mismo quien voluntariamente marchó a su encuentro.
Los libros completaban el resto del mobiliario. En ningún alojamiento me olvidé de ellos, nunca me podían faltar. Pero detengámonos un momento en el amigo poeta, Eugenio, quien además era periodista y que llega tarde a la cena, muy tarde en realidad, manos un poco sucias de tiza. ¿Puedo ir al baño? Claro, dije.
Mi relación con Georgia se había iniciado unos 12 meses antes, en el transcurso de mi segundo año en una academia de investigación teatral, yendo de aquí para allá con una larga capa negra, como asistente de dirección de todos los directores que trabajaban en esta nueva academia experimental, la cual pretendía recoger y continuar el legado de la experimentación teatral italiana de las décadas de los sesenta y los setenta.
Seleccionaba a los comensales invitados a las cenas tras las lecciones en la casa de campo de los gestores, así como patrocinadores.
Giorgia había llegado el segundo año y me puso en la diana desde el principio, pese a mi práctica indiferencia hacia la carnalidad, un poco sometido al influjo de Oscar Wilde, observando todo con recelo. Pero ella se mostró firme y perseverante.
Aquella noche, Eugenio, además de llegar tarde, nos invitó a tomar una copa en Trastévere después de la cena. Nos dejamos ir, en el fondo éramos muy easy. Acabamos en Trastévere, delante del Ministerio de Educación. Muy instructivo, pensaba mientras aparcábamos, pero entonces algo reclamó poderosamente nuestra atención: las centenares de placas votivas alrededor de la Madonna de Trastévere. Los exvotos, los «por las gracias recibidas». Y helo allí, con gran sorpresa, nuestra propia ofrenda, nuestro propio «por las gracias recibidas», colocado unas horas antes por nuestro amigo poeta, quien, sublimando aquel acontecimiento, tras años de ambigüedad y no tantas certezas, se mostraba agradecido ante la Madonna por nuestra relación. ¡Gracias al amor, por Gracia recibida!
Si algún lector no se lo acaba de creer o piensa que todo esto es solo el fruto de mi imaginación, lo invito a pasearse por el barrio de Trastévere y descubrir con sus propios ojos, delante del Ministerio de Educación, la placa, que todavía sigue allí.
La ceremonia en Campidoglio (donde se encuentra la sede del ayuntamiento romano) fue celebrada por Lietta Aguirre d’Amico, sobrina de Pirandello. Su madre Lietta estaba casada con Manuel Aguirre Humeres, agregado militar de la embajada chilena en Italia. Ella, por su parte, era la viuda del director y escritor Luigi Filippo D’Amico. Pasó su infancia y adolescencia entre Chile e Italia. Los vínculos familiares les otorgaron, en el curso de los años, el blasón y la reputación de una de las más potentes dinastías culturales de Roma. Su suegro, Silvio D’Amico, fue el fundador de la Academia Nacional de Arte Dramático de Roma. Lietta se unió a nuestro grupo chileno, sobre todo a las mujeres, desde el principio mismo de la llegada de los primeros exiliados.
Sufragó toda la sesión de fotos que inmortalizó el acontecimiento, algo que estaba fuera de nuestras posibilidades, yo era pobre de solemnidad, un expatriado, pero doblemente expatriado, puesto que acababa de abandonar el partido comunista en el exilio y no era entonces nada más que un joven poeta chileno fuera de su patria.
Nuestra luna de miel tuvo lugar dos años después y nos llevó a Chile, un poco antes de que el dictador Augusto Pinochet abandonase el poder.
Soy el primero en partir. Mi avión hace escala en Caracas, Venezuela, donde vive mi hermana, a la que no veo desde 1975. Ella y Pablo, su pareja, habían hecho un viaje desde Barina, el estado venezolano del que era oriundo Hugo Chávez.
Son ocho horas de trayecto. Se acercan al aeropuerto enterados de mi escala, pero sucede que mi vuelo llega con un par de horas de retraso y nadie puede bajar del avión. Pero yo me bajo igual y voy a su encuentro. Emoción inmensa. Una birra, media hora y el esperado reencuentro que finaliza cuando una voz anuncia por los altavoces la última llamada para el señor Arévalo, por favor diríjase lo más rápido posible a la puerta dos, terminal nueve. Repito, puerta dos, terminal nueve. Última llamada.
Giorgia llega una semana después. Aquellos días vividos entre Santiago, Valparaíso, Isla Negra y Chiloé fueron compartidos con una infinidad de amigos. Realmente lo acontecido en la Plaza Mulato Gil De Castro, en pleno centro de Santiago, parece sacado de una escena de Casablanca, confluencia y encuentro de escritores, actores, una isla de felicidad en un país marcado por el fascismo más sangriento. La llegada de Giorgia despierta curiosidad entre la conspicua fauna que frecuentábamos. Viajamos a Chiloé y de camino a Valdivia nos encontramos por casualidad con otros amigos, también ellos de paso. Fue toda una aventura abandonar terreno firme para adentrarnos en la isla y conocer las características iglesias construidas íntegramente en madera. Buscar paraje yermos de personas. Las casas de los pescadores y los palafitos multicolores. Luego el viaje a la Isla Negra, la casa de Neruda y las fiestas de Santiago.
En Valparaíso forzaron el maletero del coche y robaron la documentación de Giorgia. No fue fácil conseguir el visado para regresar a Italia. Tras la denuncia formalizada en el corazón mismo del aparato represivo o Policía de Investigaciones de Santiago, acabamos en el consulado italiano. Una obra de Francisco Smythe a la vista en el fondo del consulado nos insufló un poco de esperanza. El testimonio de Francisco resultó clave para cortar de raíz las sospechas de estar ante una posible terrorista que asomaban por la cabeza del cónsul y poder salir del país.
Finalmente llegó el doloroso día de nuestra partida, por delante teníamos dieciocho horas de vuelo y salimos al alba. Todavía era de noche y las luces de la ciudad permanecían encendidas. El conductor aceleraba hasta los 150 kilómetros por hora cuando vemos acercarse peligrosamente otro vehículo, momentos de incertidumbre, casi de pánico, hasta que reconocemos a los poetas Bárbara Delano e Santiago Elordi, quienes se habían quedado toda la noche en vela y quisieron regalarnos un último adiós.
Para Bárbara y para mí se trató realmente del último adiós. No volvimos a encontrarnos, no volvimos a coincidir en Santiago. Bárbara regresó definitivamente a México en 1992, aunque a principios de octubre de 1996 quiso sorprender a sus padres visitándolos en Chile. Hizo escala en Lima, donde aprovechó para ver al poeta peruano Antonio Cisneros y otros amigos. A continuación tomó el fatídico vuelo 603 de AeroPerú, que se estrelló en el Océano Pacífico poco después de despegar de Lima, dejando un saldo de 70 víctimas mortales.
El cuerpo de Bárbara nunca se encontró.
Giorgia y yo nos divorciamos en 1993, tras mi regreso de Río de Janeiro, a donde había ido para trabajar en una exposición relacionada con la Cumbre de la Tierra.
Escribí:
Post scriptum
Durante los días que siguieron nada extraordinario sucedió ya habían quedado atrás los días de las acacias de los abedules y del cielo infinito desaparecidas las huellas en la arena permanece solamente el eco de las olas él con la mirada perdida permaneciendo con sus sombras ella esperando la llamada de los pueblos azules y los montes perfumados.
Hoy en Roma, tantos años y tantas historias vividas y tantas vidas cambiadas después, sigo pasando por delante de la placa puesta allí por Eugenio, porque allí sigue, solo que un poco ajada.
Me parece que uno de estos días me acercaré y la subrayaré con un rotulador.
Gracias al Amor, Por Gracia Recibida.
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