Presentaciones contra el tiempo en cada
ciudad. Aeropuerto, rentacar, oficina del sostenedor. Software de última
generación destinado a colegios. Servidores con cortafuegos y respaldos físicos
independientes. La misma cantinela de siempre. En cada viaje el asistente no
paraba de hablar. No le alcanzaba para llegar a fin de mes, problema de todos
los chilenos que en ningún caso le daba derecho a refregármelo a cada rato. Le
habíamos conseguido un importante aumento de salario. Conducía mientras me iba
envenenando la sangre. Subo a propósito el volumen de la radio, pero sigue
inmune a las indirectas y continúa con su perorata.
Mientras saca fotocopias espía a través
de las paredes. La máquina queda junto a mi oficina. Descarga rumores entre los
que deambulan por el pasillo al tiempo que se disfraza de funcionaria sociable.
Cristina reserva la sala de reuniones, la primera persona que saludo todos los
días, un saludo que sin embargo deja traslucir una mirada indefinida entre
envidia y algo indescifrable. Lo peor, esa sensación de estar escuchando sus
pensamientos. Un virus dentro de mi cabeza que me hacía dudar en cada momento.
Cristina mostraba desplante frente a la concurrencia. Una vez la sorprendí con
la oreja en la puerta y se hizo la desentendida esbozando una sonrisa. Repetía
la tontería de que le habían prometido doblar el sueldo, algo complicado dado
su currículo técnico. Suponía una subida de honorarios a todos los ingenieros y
por el momento las finanzas de la empresa no podían solventarlo.
Una competente analista de sistemas, su
renta estaba muy por encima del promedio de mercado. Había enviado un correo
electrónico al director de la compañía, pasándome a llevar en cierto modo. Sus
argumentos no tenían relación con un mejor desempeño. Reforzaba la idea de que
no le alcanzaba para cubrir los gastos, que sus hijos no tendrían una buena
educación y toda clase de argumentos de corte emocional. Cuando los
pensamientos de Cristina se mezclaron con los del resto de los empleados
consulté al siquiatra. Mi cabeza descifraba a su antojo las conversaciones al
interior de la empresa. Oía voces a tres oficinas de distancia, en el pasillo e
incluso en la sala de reuniones, todo a la vez, mezclado en una centrífuga.
Los directores de los colegios y sus
profesores criticaban el software con vehemencia, suponían que reemplazaría sus
trabajos, no lo sé, pero defender un software parecía de lo más extraño.
Cristina ayudaba en las presentaciones, nacida en Caracas, su voz denotaba
cercanía. Transmitía humor a la audiencia, imposible sospechar de las
insufribles conversaciones entre ciudades. Sus hijos eran los más enfermos de
todo Chile, se agarraban todas las enfermedades que pudieran existir, las más
extrañas debo decir y los precios de los medicamentos siempre los más costosos.
Teníamos un espía dentro de la empresa, pero no creo que Cristina calzara con
ese perfil, aunque hablar todo el tiempo quizás era su fachada. Nos estaba
yendo excelente con los nuevos clientes, juraba que las empresas de la
competencia intentaban copiar nuestro modelo de negocio.
Quizás habían hecho correr un rumor
entre las secretarias. No lo sé, pero mi vida estaba convertida en un desastre.
Con mi señora apenas hacíamos el amor, compartíamos la misma cama, pero me
quedaba dormido apenas ponía la cabeza en la almohada. No tenía momentos de paz
entre tanto viaje y tanta reunión. El siquiatra recetó Fluanxol, el cuello y la
espalda agudizaron la tensión. Imposible permanecer sentado frente al
computador, salía disparado de la oficina esgrimiendo cualquier excusa. El
medicamento evitaba que se mezclaran voces en mi cabeza, pero la angustia ante
la persecución perduraba.
Me retiro temprano para refugiarme en el
departamento. Cristina se colocaba en la situación de víctima, pero a su vez se
inmiscuía en todos los asuntos de la empresa. Se enteraba de cuánto ganaba cada
empleado, por lo que siempre cuidé de no comentar asuntos estratégicos delante
de su presencia. Necesité de su experticia en las presentaciones, aunque
sospecho que efectuaba asesorías externas a los mismos clientes de la empresa.
La calidad de mi trabajo disminuyó notoriamente, aunque el cierre de los
negocios permanecía inalterable. Se multiplicaban los clientes interesados en
nuestros servicios. El director percibía que trabajaba con mayor ímpetu, cuando
en verdad, poco a poco iba disminuyendo mi compromiso.
Ahora también desconfío de los clientes.
Cualquier ruido, tos o movimiento de silla interrumpe las planificadas
presentaciones. La gota que rebasó el vaso fueron las persecuciones en las
calles. Memorizaba las marcas de autos que se repetían en distintos lugares.
Fui más lejos y empecé a anotar las patentes. Mi cabeza estaba saturada de
datos difíciles de procesar. Alquilo una habitación al día siguiente de la
sesión con el nuevo psiquiatra. No me interesa su consejo, sólo busco fármacos
para dormir. Le conté una historia horrorosa y la creyó. El botín sería una
caja de píldoras que disolvería en un vaso de whisky.
Llevaba meses deprimido junto a la mujer
de mis sueños. Encantadora como pocas, guardaba los mejores recuerdos. Ser
esquizofrénico transforma todo en un martirio, me habían ascendido y nuestro
departamento daba a un hermoso jardín de Plaza Ñuñoa. Cuando todo iba bien
nadaba por las tardes en la piscina. Sin aviso previo surgió la depresión. Todo
el contenido lo vierto en el primer whisky. Me había duchado por una cuestión
de higiene y alcancé a degustar un segundo whisky. Me cubro con las sábanas sin
saber si amanecería con vida. El sexo es importante, no querer hacerlo
significaba un nuevo brote de la enfermedad. Quizás era más fácil arrojarse
desde el balcón, pero la sangre en el pavimento podría ser traumática para otro
ser humano.
Despierto tirado en el suelo junto al
velador. Tengo la cabeza rota y la sangre salpicó al piso. Me arrastro hasta el
baño y apenas puedo sostenerme en el lavatorio. Miro el espejo y el pelo está
engominado. Echo agua para limpiar la herida. Estoy aturdido, pero al parecer
vivo. No quiero volver a casa derrotado. He hecho infeliz a la mujer que amo
por más de un año, tratando de explicar por qué me volví loco si éramos tan
felices.
Voy manejando por la carretera. Antes de
llegar a Copiapó estrellaré el auto contra un camión en esta vía de dos pistas.
Anoche dormí en la comisaría de Los Vilos, en una curva choqué contra la
barrera de contención. Los pacos me detuvieron pensando que iba borracho, pero
les expliqué que tenía problemas con mi mujer. Recordé que había estado en el
mall Plaza Norte. En el cine daban la última de Superman, pero estaba tan
drogado que no supe cómo empezó ni cuándo terminó.
Conducía y las líneas del camino se
hacían interminables. No sé en qué minuto ingresé a Vallenar. Me detuve en la
parroquia y de mis ojos surgieron lágrimas tras un año que no terminaba nunca.
Pasaron otros cuatro años, pero esta vez
la angustia alcanzó nuevos límites. Ni siquiera me sentía vivo ante una
prostituta. Me emborrachaba buscando placer, pero el remedo de amor fue
insuficiente. Para sentir que el paso del tiempo sirve de algo habré de gastar
dinero. No me importa lo que digan de los billetes, es obvio que seduce su
poder imaginario. Recuerdo que Cristina me invitó unos tragos en Calama. Lucía
más alta en su vestido entallado. Descubrí que sus ojos eran verdes y entendí
por qué el auditorio le prestaba tanta atención. Durante esa noche dejé atrás
las conversaciones de años previos. Sólo retengo la angustia reflejada en los
ojos de mi mujer.
Pacientemente reuní las cajas para
volver a destrozar mi cerebro. Miro al espejo y estoy a mucha distancia de
esbozar una sonrisa. Han pasado años y me encuentro tirado en el piso de la
cocina. No veo sangre, pero los calambres invaden mis piernas. No puedo
siquiera arrastrarme. Pasan horas y sigo congelado dentro de mi cuerpo. El
citófono me recuerda que sigo consciente. Tengo los ojos llenos de una
sustancia pegajosa que dificulta la visión. La cronología del tiempo se hace
añicos cada vez que me colocan electrodos en la sien.
Dejo atrás Copiapó y observo las líneas
de la carretera. Hay cabinas telefónicas apostadas a ambos lados, aunque no
tengo intención de detenerme. Acelero a fondo y veo animitas en la berma. Tengo
fragmentado el cerebro, no sé qué significan esas cruces. Son todas blancas e
imagino que he muerto muchas veces. Miro el espejo retrovisor y supongo que le
echaron limón a mis neuronas. El lóbulo frontal ya no responde y las manos se
aferran con dificultad al volante. La enfermedad ha empeorado con los años y
ahora nada funciona de acuerdo a mis deseos. Añoro accidentes vasculares para
seguir oliendo esa esperanza que rodea a los mortales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario