El
cielo cae a trozos en todas las ciudades,
el
mismo cielo verde o gris, el mismo cielo
que
cubre de temores rompiendo cerraduras,
espiando,
derribando, muros y ventanas,
abriendo
cada puerta sin pudor, sin pausa.
El
viento prevalece y quiebra geometrías
extrañamente
ajeno a formas y figuras;
traspasa
las esquinas, las nubes, cada plaza
sin
cesar, insomne, en su sigilo plano.
Nadie
está en las calles ni patios, ni en los parques,
nadie
compadece al juicio de la noche.
Pero
la noche irrita, perturba, ya domina
las
grandes avenidas, los cruces, los paseos.
El
cielo ha desnudado vergüenzas y placeres.
El
viento no consuela, ni cura, no da tregua.
En
todas las ciudades parece que la muerte
abrió
su pozo negro de cólera y azufre
y
poco queda entonces para la noche sola
dueña
ya del mar, del monte, de los ríos:
hoja
de cuchillo vibrante y afilada
en
la memoria inquieta de la ciudad vacía.
Justo
a medianoche se escuchan ruidos sordos
como
si mil gusanos cruzaran el jardín
o
todas esas ratas, heridas por el hambre
salieran
de sus huecos helados de silencio.
No
son las alimañas, ni búhos, no son cuervos:
parece
que es el quieto temblor de parturientas
o
el canto de mujeres que van al sacrificio,
o
el rechinar de dientes de un niño en la batalla.
Es
el habitante, el ciudadano, el hombre
que
repta lentamente recuperando alientos
tras
reinos y dominios perdidos o ya muertos.
Es
el propietario, el amo, el inquilino,
el
dueño de las formas, el hábil arquitecto,
el
único que sabe cómo ahuyentar la noche,
cómo
espantar al viento, al cielo, hasta los ángeles
que
caen a millares sobre las sucias calles.
El
orden se condensa, se alinea, ya se impone
y
nada queda fuera del círculo perfecto.
El
viento cesa lento hasta volverse negro.
Ha
llegado el plano, el mapa de lo exacto
desentrañando
selvas, distribuyendo el aire:
Ha
regresado el índice que cruza tempestades
y
guarda en su soberbia el miedo de los dioses.
Esta
ciudad se alegra en su desgracia cierta,
esta
ciudad se viste en medio del desierto,
esta
ciudad se cubre los ojos y enmudece
cuando
los pájaros emprenden su vuelo a la deriva.
Recrea
carnavales, despierta a los difuntos,
describe
dos mil saltos sobre las cordilleras.
Esta
ciudad agónica de ritmos que no baila
y
de frases aprendidas en una lengua muerta.
¿Tendrá
un final feliz, habrá de recordar
el
tacto de los árboles, el fresco olor a noche?
Parece
que se ha muerto esta ciudad alegre.
Parece
que no existe esta ciudad ajena.
Parece
que recuerda sus años más secretos
y
cierra ya sus muros en una mueca insomne.
El
campanario anuncia una mañana en ascuas
y
una tarde lenta de lluvias de otro tiempo.
Monótonos
en días, en horas, en minutos
los
segundos muerden su pasado inquieto.
Aquí
no pasa nada, ni el tiempo nos consume.
Aquí
no existe Dios, ni el cielo lo presiente.
Aquí
se hunde el sueño en una despedida
de
voces y palabras que nunca dicen nada.
Santiago
no recuerda su nombre ni sus pasos.
La
atroz provincia duerme en una pesadilla
de
torres que se tuercen y calles sin sentido.
La
vil memoria escribe en la montaña sola:
Santiago
ya no existe, Santiago no ha existido.
Esto
que vivimos es otro sueño ajeno.
Y
nada de invocar ese dolor de muertos,
de
pálidos semblantes en esas fotos viejas.
Nada
de rasgar las vestiduras propias
en
señal de lutos ajenos que no acaban.
Santiago
no ha llorado ni llora por su suerte,
esta
ciudad se rinde al arquitecto infame
que
habrá de derrumbar hasta sus cimientos.
Esta
ciudad se rinde ante la voz de mando
que
aún la desentraña, la humilla, la deshonra.
Nada
de llorar o de entonar un canto
fúnebre
y sereno,
como
si todo fuese nada.
En
medio de la plaza recuerdo a los que entonces
callaron
ante el amo de todas las desgracias.
El
cielo cae a trozos, es un decir, y cae:
El
mismo cielo verde o gris, el mismo cielo
y
la ciudad se esconde, escapa, se desangra
y
la ciudad apaga sus luces y enmudece.
La
cordillera cae sobre la ciudad dormida.
La
cordillera toda entierra su delirio.
Las
piedras atraviesan los cuerpos, las ventanas
y
cada plaza estalla en un inmenso yermo.
Nadie
se da cuenta de muerte tan callada,
nadie
se arrepiente, ni llora, no blasfema.
La
ciudad se hunde y cae en el vacío
del
tiempo y los fantasmas, del odio y el olvido.