Buscar este blog

"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

sábado, 24 de septiembre de 2016

"EL AMIGO QUE NO PUDO SALVAR A LORCA" (EXTRAÍDO DE LA PRENSA ESPAÑOLA, 2016)


“Cuando yo me muera, / enterradme con mi guitarra / bajo la arena”. Son versos de Memento, un poema de Cante jondo al que puso música Carlos Morla Lynch. Durante los años de la República, Lorca lo cantó al piano muchas madrugadas en el enorme piso de Morla de la calle Alfonso XII de Madrid, que cada noche después de cenar se llenaba de poetas, intelectuales y noctívagos que encontraban en sus sofás y en su mueble bar un refugio aristocrático. Federico García Lorca era el alma de aquellas veladas, el niño chistoso que sabía cortar las discusiones políticas con una carcajada y arrancarse con coplillas al piano cuando alguien bostezaba.
Hay mucho en la vida breve de Lorca que tiene un aire premonitorio. Ese gusto por la tragedia que lo convirtió en tragedia misma. Hay versos sobrenaturales, como estos de Memento, que ya contienen en sí mismos una inquietud. Pero verlos escritos en la partitura que compuso Morla agranda el escalofrío: esos arreglos con las indicaciones poco piu mosso y très lent et très lié son la aceptación de los deseos del amigo, deseos que no pudo cumplir. No solo no pudo evitar su muerte, sino que fue incapaz de darle sepultura bajo la arena. La gran tragedia, que parece escrita por el mismo Lorca, fue que Carlos Morla Lynch salvó la vida de miles de personas cuyo destino parecía el mismo que el del poeta, convirtiéndose en uno de esos héroes inmensos que la historia se resiste a reconocer, pero no pudo hacer absolutamente nada por su amigo del alma.
Carlos Morla Lynch fue consejero de la embajada de Chile en España entre 1928 y 1939. Al estallar la guerra en 1936, el gobierno chileno le dio libertad para abandonar el país con su familia, pero prefirió no irse de Madrid, donde quedó a cargo de la legación y ofreció refugio (en ella, en su casa y en varios pisos que alquiló para tal fin) a más de dos mil personas que huían de la violencia política. Hizo lo mismo con los republicanos que le reclamaron asilo en 1939, cuando las tropas franquistas entraron en la capital. Nunca pidió un carné ni puso condiciones a nadie, y arriesgó su vida y la de su familia noche tras noche ante una junta de defensa que no podía (ni, seguramente, quería) garantizar su inmunidad diplomática.
Ni siquiera el testimonio de sus diarios, publicados por primera vez en 1958 en una edición muy filtrada por la censura, da cuenta del dolor que debió destruirle cuando se enteró de la muerte de Federico, a quien creía a salvo en Granada, al cuidado de unos parientes. Fue el 1 de septiembre de 1936. Morla estaba en la Plaza Mayor y se hacía lustrar los zapatos por un limpia ocioso en una ciudad donde ya no había señores con zapatos que lustrar, cuando oyó a los vendedores de prensa gritar que Federico había sido fusilado en Granada. Lo atribuyó a un bulo y dedicó toda una semana a confirmar la noticia mediante sus contactos diplomáticos. “Yo que lo consideraba invencible, triunfador siempre, niño mimado por las hadas”, escribió en sus diarios. Madrid se llenó de retratos fúnebres del poeta, ya mártir, y Morla tuvo que seguir atendiendo a sus miles de refugiados sin poder dedicar mucho tiempo al amigo muerto que lo miraba desde las paredes.
La gran amistad de Federico y Morla queda acreditada para la historia de la literatura en la dedicatoria de Poeta en Nueva York: “A Bebé y Carlos Morla”. Se refiere a Bebé Vicuña, esposa del diplomático. Cuando Lorca la escribió, hacía poco más de un año que conocía al chileno, pero ya estaban unidos con una intensidad que algunos han sospechado más propia de los amantes (aunque Andrés Trapiello, gran experto en su figura y quizá su mayor apóstol literario, aduce que este punto no queda claro en los diarios) y en la que siempre estuvo muy presente la muerte. El consejero llegó a Madrid desde París en 1928, donde acababa de enterrar a su hija Colomba, de nueve años. El matrimonio se instaló en España destrozado, en pleno duelo por su niña. En un paseo por la Gran Vía, a Morla le llamó la atención un título en el escaparate de una librería: Romancero gitano. Lo leyó varias veces y encontró en sus versos algo parecido al consuelo, subrayando una estrofa que también suena profética: “La noche se puso íntima, / como una pequeña plaza. / Guardias civiles borrachos / en la puerta golpeaban”.
Morla resolvió que tenía que conocer al tal Federico, del que todo el mundo hablaba maravillas en Madrid, y Federico se convirtió enseguida en su amigo íntimo. A pesar de ser trece años más joven, Lorca entendió su dolor y su catolicismo heterodoxo y libre, pero sentido, tan parecido a su idea de la religiosidad popular. Ambos tenían más filantropía que ideología. Ambos querían a mucha gente y se hacían querer. Al poco de conocerse, Lorca dedicó unas canciones “a la maravillosa niña Colomba Morla Vicuña, dormida piadosamente el día 8 de agosto de 1928”.
De izquierda a derecha, Salvador Dalí, José Moreno Villa, Luis Buñuel, Federico García Lorca y José Antonio Rubio Sacristán, en la Bombilla (Madrid) en mayo de 1926.
Se vieron por última vez el 8 de julio de 1936 en su casa de Madrid. Los invitados a la cena comentaban las noticias en tono apocalíptico. Había preocupación, la ciudad estaba muy agitada. “Federico hoy ha hablado poco -anotó en su diario-; se halla como desmaterializado, ausente, en otra esfera. No está como otras veces, brillante, ocurrente, luminoso”. Aquella noche Federico solo hizo una contribución a la tertulia política: “Yo soy del partido de los pobres, pero de los pobres buenos”. Fue la última declaración que Morla escuchó de su boca.

Casi nadie se acuerda de Morla Lynch


Hasta 2011, 42 años después de la muerte de Carlos Morla Lynch, el Ayuntamiento de Madrid no colocó una de esas placas con forma de rombo en la calle Prado, 26, en cuyos pisos tercero y cuarto derecha estuvo la embajada chilena durante la guerra, recordando que fue allí donde el entonces consejero salvó la vida de miles de perseguidos. Incluso entonces la placa se colocó en el zaguán, no en la fachada, por lo que el lugar sigue pasando inadvertido para casi todos los paseantes. Y ha habido que esperar a 2016 para que una corporación municipal otorgue su nombre a una calle de Madrid.
Entre medias, la sombra de una sospecha: ¿pudo salvar a Miguel Hernández? Neruda (que fue cónsul en Madrid) acusó al diplomático de no haber dado asilo en 1939 al poeta de Orihuela. La acusación suena injusta y no se ha podido probar.
Se saldan deudas, aunque a tan largo plazo que ya suenan vencidas. Pese al esfuerzo de unos cuantos divulgadores, entre los que destaca Trapiello, y de una editorial entusiasta (la sevillana Renacimiento), que ha publicado los diarios de guerra (España sufre: diarios de guerra en el Madrid republicano), los informes diplomáticos y la parte de los diarios referida a su relación con Lorca (En España con Federico García Lorca), a Morla Lynch solo lo frecuentan quienes van por los caminos menos transitados. Casi todos sus diarios (88 cuadernos manuscritos) siguen inéditos por voluntad de sus nietas, que respetan así el deseo de su abuelo.

No hay comentarios.: