VOCES EN MI CABEZA, de Aníbal Ricci
Una modernidad fragmentaria.
Efecto estético–psicótico.
Comentario
de Carlos Pavez Montt
La literatura, por ser uno de los
racimos del arte, contiene en su expresión una característica inevitable a la
hora de relacionarla con su contexto histórico. Las estructuras van
determinando a la subjetividad poco a poco. Como si los dientes que mascan al
choclo se convirtieran en cadenas que enlazan a la mente en torno a la validez
del orden establecido. La ideología dominante, y hoy en día, otras formas de
ver la realidad también, encasillan e invaden de manera permanente la
identidad, la constitución misma que significa el día a día de una persona en
el mundo. En este sentido, podemos decir que la afección y la consciencia de
ella dejan, de manera inefable, una huella en la experiencia. Por ende, una
mancha imborrable y a veces imperceptible de materialidad concreta en lo
histórico.
Esta característica inevitable,
huella permanente que subyace bajo las capas estéticas de la obra artística,
por ejemplo, nos abre una cantidad abundante de posibilidades para interpretar
o para aprender de su contenido. El líquido que se escapa de la novela de Aníbal
Ricci es, a primera vista, como el agua que se cae por los dedos. No se puede
atrapar a la primera, y da la sensación de que no se podrá agarrar nunca sin
una herramienta externa que nos permita analizar su vuelo. Porque
efectivamente, la experiencia que se tiene al leer e intentar comprender la
totalidad de las voces, escapa a las ambiciones siempre honestas del primer
intento. Esta afirmación de la incomprensibilidad total de la realidad es la
que genera un efecto psicótico–estético. Sensación provocada, a su vez, por una
estructura narrativa fragmentada. Oscura, sádica; hipermoderna en algún
sentido.
Así, Voces en mi cabeza se va constituyendo poco a poco, como si nos
lanzaran en la cara las piezas del rompecabezas en vez de armarlo con paciencia
y tiempo. Poco a poco, desvelamiento tras desvelamiento, la trama aparece
fragmentada ante nuestros ojos. Pero además hay ecos, reverberaciones íntimas,
contingencias transparentes que aparecen como los destellos luminosos de una
linterna apuntando a una dimensión interior.
Esos pedazos son los que redirigen
el timón de la obra hacia un camino no sólo estético. Político, para decirlo de
otro modo. Al menos relaciona la expresión psicótica y la enunciación fragmentaria
con temas fundamentales respecto a Chile, pero también a la estructura que
subyace en el mundo, a su dinámica indubitable de devenir algo fáctico o
efectivo. Cada tanto hay una frase que contiene un ámbito individual y uno
universal.
“Podrán valer una fortuna, pero
ese trabajo no es real sino dinero ficticio que no servirá para espantar
horrores”.
¿Trabajo no real? ¿Dinero
ficticio? Es decir, lo que se realiza de manera artística, o más bien, la
práctica poética, no se encuentra inmersa en una relación de sincronía con la
intención capitalista. Está, de hecho, en una condición incongruente respecto
al interior de la subjetividad que la activa y la hace crecer, realizarse en el
mundo. El arte, como espectáculo, no es terapéutico, necesario ni reflexivo.
Por eso puede comprenderse la
explicitud de los términos y los acontecimientos. Porque el fenómeno plenamente
estético no puede contentarse con la entretención. Tiene que existir una
intencionalidad crítica o reflexiva por lo menos. Una denuncia que desenmascare
los pedazos de realidad que sufren por la negación mediática, por la
invisibilidad provocada a la que está expuesta toda lucha de justicia, toda
esperanza de afirmación.
“El lujo de la mansión tampoco
ocultó el abandono primigenio. Victoria estuvo recluida en un recinto sin
ventanas durante meses. Una jarra con agua saciaba su sed, pero el aire era
sofocante. Su vestido lleno de manchas. La conducían a un baño y la hacían
ducharse. La única claridad provenía de las rendijas, el ojo de buey no
proyectaba la luz. Al otro día volvían a desnudarla. Un hombre bloqueó la
cerradura durante la noche y el ojo de buey delineó su silueta. Gritó, sabiendo
que era inútil. Ni siquiera una ampolleta de testigo. Se duchaba y volvía a
ponerse el mismo vestido, cada vez más sucio. La tela fue perdiendo sedosidad.
Su ropa interior le fue arrancada el día del rapto”.
El montaje y la estética
cinematográfica se unen, entonces, en una obra con intenciones amenazadoras,
pero planeadas. Contingentes, pero al mismo tiempo propulsoras de un estilo
creativo nuevo. La individualidad descentrada intenta identificarse a través de
los fragmentos, de las invenciones propias o de las perspectivas posibles en la
percepción y la imaginación. La figura que recibe debe escuchar las páginas
yendo y viniendo...
Anibal Ricci construye una novela
en la que la esquizofrenia, las imágenes psicóticas y la subjetividad conviven
en un mundo constituido. Fácticamente establecido, al menos, en los tiempos que
el autor condena enérgicamente a través de la narración. Pero el propósito extraviado, la huida para no
repetir lo que la memoria carcome por dentro, es un gesto esperanzador. A pesar
de las voces en el metro Universidad Católica, sin importar las mayúsculas
innecesarias en algunos sustantivos, la reflexión siempre tiene la mirada
puesta en el presente; pero también en otros tiempos.
“El chip de la felicidad está
profundamente dañado por una paranoia creciente que sigue los designios de
raras voces altisonantes, con seres difusos que lo acosan, con recelos que lo
empujan al despeñadero, siempre capturado por la angustiosa necesidad de
salvación”.
En la exploración de la
subjetividad, una posibilidad; en las imágenes psicóticas, o en su vivencia, un
aprendizaje constructor. Los pasajes que se refieren al personaje principal
también podrían definir la experiencia vital de una cotidianeidad citadina y
común.
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