A propósito de El ángel exterminador (1962)
Hay un comienzo narrativo inverso al
Decamerón de Boccaccio en esta pieza de Luis Buñuel. El humanista italiano situaba
a un grupo de jóvenes nobles que se refugiaron en una villa de las afueras de
Florencia con objeto de escapar de los “efectos físicos, psicológicos y
sociales” con que la peste bubónica asoló a Europa hacia fines del siglo XIV.
Para el cineasta español en cambio, la
acción ocurrirá muchos siglos después cuando un grupo de burgueses franceses se
congreguen en una velada nocturna con el objeto de compartir excentricidades.
La muchedumbre de afuera pondrá una bandera en señal de otro tipo de peste que
transcurre al interior de la mansión: los escenarios serán inversos, el
infierno ocurre al interior, mientras en el exterior hay normalidad… por el
momento.
Buñuel recrea la introducción de La
regla del juego (1939), de Jean Renoir, esa aparente farsa campestre que
suponía una ácida crítica a la alta burguesía parisina previo al estallido de
la Segunda Guerra Mundial. Los horrores transcurren fuera de ese círculo, entre
personas que viven ajenas al surgimiento del fascismo, simplemente movidos por
la frivolidad de un irresoluto anfitrión. Gran homenaje al maestro del cine francés.
No habrá honor entre los invitados, quienes juegan a intercambiar parejas,
respetando una única regla del juego: la servidumbre no debe mezclarse con la
gente de alta sociedad.
El cineasta calandino transgrede el orden
de Renoir y de inmediato introduce un amorío entre la anfitriona y el
mayordomo. Al igual que el galo, Buñuel recurre a encuadres magníficos y
conversaciones aleatorias en medio de una opulencia escénica que envuelve al
espectador.
Es momento de retirarse de la velada
y los invitados por alguna razón (todavía oculta al espectador) pernoctan en el
castillo. Se despojan de su ropa de etiqueta y se acomodan en la habitación de
la fiesta, en lugar de subir a los aposentos del palacio.
Algo ha contaminado a este grupo de
burgueses que les impide abandonar la habitación. Semeja una peste que primero
aqueja “físicamente” al grupo (la cámara de Buñuel observa de lejos para luego
envolverlos en encuadres claustrofóbicos), los priva de comodidades, del café
al desayuno e incluso de agua que sólo podrán beber, desesperados, una vez que
rompan la cañería del muro.
Prosigue la degradación “psicológica”,
sospechas entre esos habitantes y en la segunda noche, unos sueños
perturbadores serán preámbulo de un tercer escenario de degradación esta vez “social”,
donde estos personajes pierden el decoro y recurren a rituales paganos (de
fondo se oyen campanadas de una iglesia) para luego transgredir leyes morales
cuando intentan dar muerte al anfitrión.
El mito del eterno retorno dará
sentido a estos comportamientos degradantes, que esta especie vuelve a
experimentar como los excesos de las clases acomodadas, que tal como en la
Florencia del siglo XIV, esta nueva burguesía vuelve a escenificar, ajena a lo
que ocurre en el mundo exterior. Buñuel trastoca el universo y por esta vez, las
miserias son sufridas por las oligarquías que se acomodan entre las grandes
tragedias de la historia, sean pestes, guerras o abismantes diferencias entre
clases sociales.
Luego de unos días, el infierno de
los congregados habrá terminado al recrear sus posiciones ancestrales dentro de
la habitación de esta fiesta eterna y lograrán al fin romper los designios de
la peste para ir al encuentro de la sociedad que los observa desde afuera.
La servidumbre nunca se involucró con
el mundo burgués. Una fuerza oculta los alejó de la mansión y esperaron pacientes
a que terminara el maleficio. Estos mundos no se mezclan, proclamó Renoir.
En un giro genial, estos burgueses
penitentes acudirán a la Iglesia para exorcizar sus excesos encerrándose en una
nueva habitación opulenta, una catedral que posee muros mucho más altos que los
separan de la muchedumbre. Buñuel recurre a este espejismo para sugerir que
estos burgueses no sienten culpa de sus actos.
La historia se repite: afuera de esos
muros hay un estallido social contenido por la fuerza policial. Todo ha vuelto
a la normalidad, la concepción estoica del eterno retorno, hasta que esa
revuelta alcance tal fuerza que los oligarcas sean obligados a establecer un
nuevo pacto social.
El discreto encanto de la
burguesía
(1972) volverá a homenajear el cine de Renoir en la escena de unos burgueses
sentados a la mesa siendo observados por los espectadores de un teatro. Esta
otra servidumbre observa: tampoco se mezcla con esa especie que resurge una y
otra vez.
El ángel exterminador fue una perfecta alegoría
nominada a la Palma de Oro en Cannes y diez años más tarde Buñuel otra vez
retrató a la clase acomodada en esa sátira despiadada al discreto encanto de la
burguesía, destilando ironía a nivel aristocrático y configurando una visión surrealista
que conquistó el Oscar a la mejor película de habla no inglesa.
Fuente: Revista Occidente N°529 Julio 2022
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