Treinta y tres capítulos para resumir
una vida, la edad de Cristo en contraposición a la llegada del Anticristo que
presagia su hermano. Vicente es la otra cara de Juan reflejándose en el espejo.
Venimos solos y nos vamos solos, emergemos desde el útero materno y si
pestañeamos, reconoceremos la ilusión de haber vivido un simple resplandor tras
cerrar los ojos. Vivir es una eternidad, la alegría fugaz de existir, al tiempo
que sabemos que nuestro único destino al nacer será la inexorable muerte. Seremos
inmortales en ese breve lapso de nuestro viaje.
La novela plantea un viaje de regreso
a Ítaca, no el lugar geográfico, sino a un sitio del espacio sin tiempo donde
se encuentra el hermano, donde se reencontrará consigo mismo.
Será un viaje extraño, nunca en línea
recta, desde Puerto Aysén pasando por la capital, para luego retornar a Linares
donde se halla la tumba de Vicente. Un viaje al que le faltó algo de su locura,
no esa especie de compasión impostada por los vecinos, una piedad que Juan recuerda
con remordimientos. La muerte de Vicente producto de un infarto en plena vía
pública lo ha descolocado. No lo previó y al principio de su periplo geográfico
concibe a su hermano (aún distante) a través de las palabras de un locutor
radial: el adelantado del pueblo, el niño grande, el genio demente que le
mostraba a todos lo insustancial de esta vida.
La vida son acaso unos capítulos
perdidos de esta misma novela que corre el peligro de naufragar en la memoria
del autor. Un sueño intenso que sólo puede recordar a medias, una escritura que
emprende para reencontrarse con Vicente que existe alojado en algún rincón de
su cerebro. Esos capítulos perdidos simbolizan el descenso hacia la muerte, las
interrogantes sobre quiénes somos y quiénes queremos ser, navegando como
dementes endemoniados.
Vicente en su lucidez encontrada
anunció la venida del Anticristo. El golpe de gracia del Diablo, ese virus
invisible más destructivo que las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Se multiplica
por la simple respiración, esa que permite la vida y ahora provoca la muerte
tras una exhalación. Las fuerzas del mal han llegado para quedarse, esa
banalidad del mal que permite guerras, explotación infantil, destrucción del
medio ambiente, mientras seguimos multiplicándonos hasta el infinito. La obra
del hombre ha generado cambios en el clima, inundaciones y sequías que nos irán
condenando a la extinción.
La mirada clavada al suelo de
Vicente, quién escudado bajo el disfraz de la locura, espía a los vecinos tras
la cortina y Juan también ha empezado a observar desde los márgenes como su
hermano, que carga una esquizofrenia dictada por psiquiatras, un choque
invisible de neuronas tan invisible como este virus que azota el orbe.
Recuerda a su hermano mirando al
cielo, con gesto de sorpresa, buscando seres inteligentes de otras
constelaciones, con seguridad pasmosa, mientras fuma uno de sus cigarrillos. Vicente
observaba el mundo desde la ventana, un verdadero espía manejando el pulso del
barrio. Ahora entiende que lo que captaba Vicente era un reflejo de su propia
perspectiva. En el fondo, se van transformando en un solo ser indivisible.
El viaje geográfico transita por los
recuerdos de personas del pasado. El aroma a rosas del padre Pío y la luz
incandescente que se llevó al perro Calpún, ellos ya han partido pero no han
muerto, simplemente lo esperan desde el otro lado. Visualiza la sonrisa de su
hermano, conocedor del sinsentido de la vida, sin embargo, acá en la tierra
reside nuestra eternidad. Vivimos en los pensamientos de los que quedan, la
muerte sólo tiene sentido para los que lloran a sus muertos. Fanny Torres rozó
los cabellos de Vicente en su peor brote esquizofrénico, le dio unas horas de afecto
sincero, colmó la ausencia de amor que provoca el sufrimiento. En un recuerdo
caleidoscópico, Fanny evoca al taxista que le dijo que el Anticristo sólo se
llevaría a unos pocos.
El miedo es un poderoso aguijón que
nos mantiene alertas en nuestra travesía por la espesura del bosque. Miedo a la
muerte, aunque Juan recuerda la impronta del Towe irradiando la serenidad de un
monje tibetano, observando el mar al tiempo que se desprendía de su cuerpo
corrupto por el cáncer, como si hubiera descifrado en sus últimos minutos los
códigos de este mundo detestable. El tío Towe era idealista y Vicente un loco, ambos
ingenuos incomprendidos por la vorágine de esta sociedad, tal como Marcial
Balbuena, cuyos electroshocks le hicieron percibir el futuro: la incontrarrestable
llegada del Anticristo.
La emoción del miedo, en suma, todas
las emociones resultantes al relacionarnos con otros. En sus cerebros se anida
la existencia de Vicente, a quién el autor recuerda, siempre observando desde
el umbral de esta vida que parece un sueño. Juan intenta despertar de la
habitación de su infancia, a muchas puertas de distancia de ese muro
insignificante que lo separa de la habitación de su esposa. No puede volver,
está muriendo y no se ha alcanzado a despedir. Despierta y la pesadilla accede
a otro andén dentro de este otro sueño.
El viaje lo va acercando a su
hermano. Un viaje existencial donde las emociones se van aquilatando. Ya no es
esa piedad genérica lo que define a Vicente, la novela refleja ese diálogo
profundo que lo transporta al otro lado del espejo, a compartir con el alma de
su hermano, una conversación cariñosa, un encontrarse consigo mismo en un
abrazo fraterno, sentido, acariciando el recuerdo de un viaje interior, muy
íntimo, pero al mismo tiempo, la voz de Vicente coloca al lector en ese
precipicio que es nuestro mundo y al borde de ese abismo Juan comprende la complejidad
de su existencia a través de los ojos del hermano. La travesía pacifica su alma
y le da sentido al sinsentido.
Observa a través del ventilador
mecánico, entre tubos que mantienen vivo a su cuerpo físico. Recuerda a los
militares cerrándole el paso, tomándole la temperatura, no permiten más de 38
grados, verifican si es apto para la vida, lo desinfectan y alzan la barrera de
contención de ese campo de concentración.
El virus se ha esparcido por todo el
mundo, una nube tóxica ha sido devuelta desde tierras orientales. No es
radiactiva, pero tiene como misión llevarse la corrupción de gobernantes, de
las organizaciones internacionales, así como los estallidos sociales que se
propagan a través de las redes. Los traficantes de drogas y pederastas serán
arrasados por este virus invisible que se llevará a algunos, para que los
sobrevivientes forjen otro mundo desde las cenizas. El bien y el mal se
mimetizan en uno solo. El Anticristo ciega vidas para que otros ángeles
terrenales construyan un futuro esperanzador.
Las noticias de estos tiempos sin
tiempo son idénticas. Las redes sociales las esparcen mientras la naturaleza nos
desafía. En algún momento habrá que romper ese círculo vicioso.
La pandemia permitió volcarnos hacia
nuestras familias. Juan recuerda a su nieta Sayén que lo reconoció desde siglos
remotos. Almas gemelas que compartían un mismo punto del espacio-tiempo. Un par
de ángeles le dio la bienvenida y tras catorce años ha tenido que cambiar el
mundo femenino, ahora bajo el masculino nombre de Mikael, aunque su hermanito
reconoce su origen andrógino y pronuncia Mika, con la capacidad de observar la
vida desde una perspectiva más generosa, al igual que Vicente con sus múltiples
y contradictorias explicaciones del mundo. En ese instante precioso que vale
una vida, Juan y Mikael acuden a una playa cercana y una danza de delfines le prodiga
un bautizo cósmico, donde ambos comparten sus lágrimas dentro de este mundo
caótico.
Juan Mihovilovich se refugió lejos de
la civilización, lo anticipó muchos años antes, para escapar del maligno virus.
Pero ya no hay escapatoria, como le confesó su hermano. Va llegando al final de
su recorrido, viajando de Talca a Linares. Un guardia kafkiano le impide el
paso al camposanto y una llamada providencial le entrega un salvoconducto para
acceder al sepulcro. Es la última estación, aunque Vicente ya no reside en esa
tumba. Lo observa desde todos los lugares y todos los tiempos, con un ademán
infantil y una sonrisa en los labios.
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