Valparaíso mi amor (1969)
Dirigida por Aldo Francia
Las escenas demoledoras aparecen cuando el
metraje sobrepasa la hora de duración. Hay rudeza en esta cinta, al padre de
familia (Mario) le dan un permiso para asistir al funeral de su hijo menor,
Marcelo fue diagnosticado con bronconeumonía, y como en el hospital no hay
camas disponibles, la pareja de Mario sale a la fría noche con el niño en
brazos y con su destino ya escrito. La pobreza es cruel y el Valparaíso de
postal es desnudado hasta sus entrañas.
El ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio De Sica será la fuente de
inspiración, el marco de referencia con que Aldo Francia encuadra al puerto
chileno. Pero esta película es mucho más moderna en su concepción visual y
supera a la obra imitada. Recordemos que la película italiana es una de las
cumbres del «neorrealismo
italiano», que mediante una estética cercana al documental permitía mostrarnos
la vida de las barriadas de la forma más auténtica posible. La película de Aldo
Francia es simplemente una obra mayor.
En la cinta chilena están presentes
los mismos ingredientes: la falta de trabajo, el hambre y la precariedad de las
viviendas, problemas sociales recurrentes que Aldo Francia enfoca desde un
punto de vista más amplio. No sólo da cuenta del robo de ganado del padre, sino
que muestra las consecuencias de ese acto en la crianza de los cuatro chicos.
Para De Sica, el robo de la bicicleta significaba la pérdida de la inocencia
del niño y la destrucción del ideal paterno, pero en la cinta de Aldo Francia
no hay lugar para la inocencia, menos para los ideales.
El director emprende este viaje con
el padre adentrándose en la cárcel, mientras los interrogatorios y la sentencia
se escuchan en off. Es el comienzo del descenso a los infiernos planteado en la
película, una forma de avisar que los espacios de los personajes se irán
cerrando conforme avancen las escenas. Acaban de enterrar al hermano, cuando el
que le sigue en edad ayuda a limpiar tumbas ajenas para ganarse unos pesos. En
el mundo recreado por Francia no hay tiempos muertos, todo avanza
inexorablemente hacia un destino cada minuto peor que el anterior. Al muchacho
le roban la propina y los otros niños del cementerio lo echan a patadas, no hay
lugar para otro, el dinero de las limosnas no es suficiente para repartir entre
tantos.
La música de la película italiana
evocaba al melodrama, pero en esta cinta chilena escuchamos una y otra vez La
joya del pacífico, un popular vals de los años cuarenta que refleja cierta
nostalgia hacia el puerto, pero que Aldo Francia utiliza frenéticamente para no
dar tiempo a los silencios ni momentos en que los personajes puedan estar en paz.
El director se aleja de cualquier melodrama, no es una película que ensalce los
valores humanos, más bien muestra sus pecados, siempre apostando por encontrar
a otro ser más ruin. El padre no trabaja, roba; los niños no van a la escuela,
roban y piden limosna; y la hija de apenas doce años no ayuda en la casa, se
prostituye.
Tampoco hay lugar para la tristeza,
todo transcurre a una velocidad tal, que los personajes son absorbidos por la
ciudad. De Sica trabajaba sobre la imagen de un padre y un hijo, Francia en
cambio sitúa a la ciudad como protagonista encargada de corromper a los
habitantes que viven bajo su alero. El director nunca hace un juicio de valor
sobre los proxenetas o sobre los que abusan de niñas que ni siquiera alcanzan
la pubertad, simplemente muestra la realidad de una devoradora de almas, la
ciudad que a cada vuelta de esquina esconde los entresijos más oscuros.
El director pudo caer en la metáfora
simple de los ascensores descendiendo al inframundo, pero va más allá, muestra
una coreografía de ascensores que suben bajan, se encuentran, un entramado que
constituye el sistema circulatorio de la ciudad, y es que para Aldo Francia
este puerto, Valparaíso, es una máquina de pobreza, una generadora de pobres
que se retroalimenta de sus miserias. Las imágenes recuerdan en cierta forma a Tiempos
modernos (1936) de Charles Chaplin, una impersonalidad que la cinta va
adquiriendo con cada plano que propone el director. La música acrecienta esa
sensación y en una fuga nos impone una verdadera película de terror.
Aldo Francia va denotando una evolución
material de la ciudad, también perniciosa: automóviles e incluso una música
proveniente de guitarras eléctricas cuya estridencia es una nueva forma de
encubrir la prostitución, la hija de Mario a bordo de un auto que la hará
descender a nuevos abismos. El progreso no va de la mano con la virtud de sus
habitantes. La ciudad es el demonio/infierno, las almas no tendrán escapatoria.
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