Los primeros seis meses dormí en el cuarto
de alojados y desde el tercer mes comencé a arrendarle la casa de adelante. La
limpié a fondo y compré un colchón nuevo, pero todavía mi cerebro escuchaba
demasiadas voces como para ir a vivir en solitario. Un automóvil se fue a
estrellar contra el portón de la entrada, deformando la puerta chica y sin
posibilidades de cerrarla. Acudía todos los días a meditar en el sillón
plegable y de a poco acostumbrándome a otras voces que habitaban el nuevo
espacio.
En ese entonces tomaba 400 milígramos de
quetiapina y 200 de Trazodona para lograr conciliar el sueño. Me acostaba a
medianoche, apagaba la luz y veía películas hasta las tres de la madrugada. Sin
volumen obviamente, tras la pared escuchaba pasos toda la noche y voces
amenazantes. La ventana no tenía bisagras, por lo que la sensación de
inseguridad era máxima. A cada rato me levantaba en medio de la oscuridad y
escudriñaba a través de las cortinas. En una fábrica abandonada hacían fiestas
bailables con un locutor que cada media hora hace alusiones retorcidas hacia mi
persona. Estos eventos iban los jueves, viernes y sábado, por lo que esos días
las veladas de streaming duraban hasta los primeros rayos de sol. Ponía en
silencio el volumen del computador y oía un molesto ruido, que no era otra cosa
que el disco duro que colaba voces malditas. Evitaba dormir temprano por temor
a que los fármacos me dejaran inconsciente mientras ingresaban al cuarto y me
apuñalaban. Cristian dormía profundamente, en la noche cuando me escapaba al
baño subía a la tina y vigilaba por el vidrio de la ducha. Luego de dos meses
no tenía tanto miedo y salía en pijama a recorrer el patio y el fondo que daba
a la ventana. Nunca sorprendí a alguien, ni siquiera a los gatos merodeando. De
hecho, ellos tenían su baño en la otra esquina que daba a la habitación de
Cristian. Los ruidos nocturnos eran infernales, apenas podía mantener la
atención en los subtítulos. Prefería las películas de acción y de ciencia
ficción debido a sus concisos diálogos. Cristian Cottet contactó a Raúl Flores
de la revista Dilemas y empecé a clasificar comentarios de películas del pasado
para enviarle semanalmente.
Al cuarto mes volví a las salas de cine en
compañía de Cristian. Acudíamos a los ciclos a bajo precio de la cineteca de La
Moneda. Revisité películas de Wim Wenders, entre ellas Las alas del deseo.
Reconozco que el director alemán es medio ampuloso a veces, pero tras una toma
cenital, el punto de vista de los ángeles se desplegó magnífico en la pantalla.
La cámara se internó por los edificios de Berlín y a pesar de las voces
altisonantes que me hablaban tras el telón, pude enfocarme en la película y en
medio de la oscuridad iba apuntando frases en mi cuaderno. Nadie se dio cuenta
de que tomaba notas, al parecer en ese cine no me perseguía la gente que
frecuenta las multisalas. Los
ángeles no distinguen colores, desconocen el sabor de las cosas, pero pueden
escuchar los pensamientos y susurrar palabras para rescatar a los mortales de
la tristeza. Escucho esos susurros, pero son puros insultos que me hacen
enfocar mis ojos en la puerta de salida. No hay nadie sospechoso. De verdad
Cristian no se da cuenta de las voces que salen de todos lados, aunque por
primera vez siento que me están dejando en paz, que sólo hablan de cosas sin
importancia. Observo a Cottet y al parecer esta película no le está agradando,
pero es la primera que pretendo comentar desde que llegué a Trinidad Oriente.
Se está impacientando más de la cuenta y falta media hora para que termine.
Sale de la sala y a pesar de quedar desprotegido, permanezco sentado en la
butaca haciéndome el leso, tratando de pasar desapercibido entre los otros
espectadores.
Termina la función y Cristian me espera en el hall de
entrada. Mi amigo está molesto. Cómo le explico que me salvó durante estos
meses. Los días que cocino hago cosas elementales como arroz, salteado de
verduras, puré, hamburguesas y afortunadamente vamos a los chinos una vez a la
semana. Cristian a veces hace cazuelas y platos más elaborados, por lo que temo
todo el tiempo que no le agrade mi comida. Pero tras esos tensos minutos
iniciales disfrutamos de la compañía y sellamos cada almuerzo con un café.
Compré una máquina por goteo para hacer café de grano, mi manera de agradecer
su amistad. Las tardes son tranquilas, sentados en la mesa rústica al aire
libre y escuchando canciones de Sabina, Serrat, el «quiéreme» de Eduardo Aute.
Aunque sea de verdad, sabiendo de mis excesos, sin el más mínimo pudor, este
hombre luchó por la libertad de todos, incluso de los que ocuparon los cargos
públicos. La democracia sobrevino a la dictadura, pero sabemos, un ex mirista
como Cottet siempre supo que la izquierda está tan llena de alimañas como la
derecha y que van a buscar réditos de sus exilios. La gente que perdió un riñón
y fue torturada sabe de lo que habla y Cristian a la salida del cine me dice
que la película le pareció una mierda. Los ángeles son seres que en cierto modo
aún no han nacido, viven la eternidad sin correr riesgos, no se han jugado la
vida en un juego de dados. Miserables que volvieron al país a que les
devolvieran su poder con el fin de administrar el destino de los más pobres. Yo
le retruco que la película rescata la fuerza de la palabra en esos tiempos
aciagos. El actor se detiene en un puesto de comidas, en medio del frío matinal
saborea un café y luego fuma un cigarrillo. Eso es lo que envidian los ángeles,
le digo a Cristian. Me responde que los hombres le temen a la muerte, no como
estos ángeles de pacotilla. Lo abrazo y le digo que es una historia de amor,
que un ángel ha bajado a la tierra por una mujer. Una historia tan pura como
nuestra amistad. Estoy apoyado en un fierro del Metro y me brotan lágrimas ante
este gran hombre que tengo delante. Le convido una yanqui Coca-Cola y nos
reímos en silencio. Lo quiero como nunca lo he querido, empieza a anochecer en
ese instante y parecemos dos amantes. Amigos del alma que cambian de andén y
hacen combinación a la línea cuatro. En la estación se suben unos barristas que
patean los fierros y las puertas del vagón, es evidente que van drogados. Al
primero que nos toque un pelo lo molemos a patadas. Cottet está sentado al lado
del más violento, simplemente lo mira y el sujeto se va calmando. Ese instante
ha muerto como si el mundo acabara. Cristian jamás me hizo un reproche,
evidentemente no entiende a un drogadicto, pero soy su amigo y si le tocan un
pelo, los muelo a palos. Llegando a casa unos borrachos han entrado por la
puerta chica. Los golpeamos contra la reja, Cottet me ha dado ese espacio y
ahora tomo posesión. Me dice que tengo que mudarme a la casa de adelante. Ya es
hora y esa primera noche escuché más voces que en todo el mes anterior. Pero
Carlina y Patana fueron a hacer la guardia y espantaron a todos los espíritus.
Ese fue el adiós a todos los miedos contenidos, a esos almuerzos tirantes de
opiniones encontradas, de dos entrañables amigos de vidas tan disímiles.
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