David Costa declamaba en el escenario al
interior del museo Artequín. Antes albergó al museo aeronáutico y tras los
cristales se divisaba la Quinta Normal. Con Igor llegamos caminando desde la
Plaza de Armas. Algo pasaba en el centro de la ciudad relacionado con
estudiantes que saltaban los torniquetes del tren subterráneo. La iluminación
de la sala no era suficiente, pero los focos instalados a ras de suelo daban
atmósfera al drama. Un puñado de espectadores aplaudimos esa obra minimalista.
Antes de entrar habíamos comprado un paquete de galletas en el quiosco del
frente. Esa tarde preferí una Fanta y terminé su contenido al bajar las
escaleras luego de la función.
Un amigo de David nos invitó a su
departamento en calle Herrera. Los sillones y una mesa a baja altura dejaban a
la vista unas paredes desnudas. De la cocina americana salieron unos pancitos
para untar con salsas. Se destaparon unas botellas de vino y el anfitrión nos
dio un recorrido por el quincho del segundo piso. Conversamos de la obra y de temas
triviales. David nos visitaba desde Buenos Aires y por primera vez había
montado en un lugar distinto al Chancho 6. Con Igor conversábamos en la terraza
cuando en las noticias mostraron llamas al interior de las estaciones del
Metro. Las imágenes eran impresionantes, la tarde ya auguraba que algo andaba
mal ese día. Algo emotivo flotaba en el ambiente, faltaba contexto para dar una
opinión, pero en primera instancia el fuego encendía los ánimos. A ninguno se
le ocurrió que habían incendiado uno de los símbolos del neoliberalismo. Eso
hubiera dicho Igor, pero en ese minuto su espíritu revolucionario lo
transportaba cincuenta años atrás. El bombardeo de La Moneda era un símbolo del
pasado e Igor estaba seguro de que estos incendios eran el comienzo de una
insurrección popular. Guardando las proporciones, sentí algo parecido al día en
que derribaron las Torres Gemelas. Atracción y repulsión al mismo tiempo.
Seguro que tendríamos que alojar en el departamento debido a que era probable
que no existiera movilización y también era lógico pensar en disturbios
callejeros.
Al día siguiente el presidente Piñera
anunciaba que estábamos en guerra cuando tan sólo unas semanas antes él mismo
proclamaba un oasis. Nos tenía acostumbrado a esas declaraciones desafortunadas
como las del día en que invitó a los venezolanos a escapar de su país. No le
vamos a echar toda la culpa del posterior descontrol migratorio, pero de que
ayudó, claro que lo hizo. La declaración de guerra era un voladero de luces y
las propias fuerzas armadas contradijeron sus palabras. De hecho, los militares
no se apostaron a defender las estaciones del Metro y a muchos les constaba que
la fuerza pública no había intervenido ante los incendios. Deben haber pensado
en sacar réditos políticos, pero en los hechos las estaciones permanecieron sin
custodia durante los días posteriores.
Uno de los invitados a la reunión se
ofreció a acercarnos a nuestras casas. Ese día me dejaron cerca de la estación
Vicente Valdés cuyas puertas estaban cerradas. Estaba amaneciendo y caminé
hacia el sur por Vicuña Mackenna. Al llegar a Rojas Magallanes observé las
puertas de la estación derribadas. Subí las escaleras y la boletería estaba
quemada junto a los cajeros automáticos. Todo el piso estaba tapizado de
vidrios y algunas personas husmeaban entre los restos. Cottet me contaba por
celular que la estación Trinidad había sido dañada gravemente. Seguí caminando
bajo las plataformas de tren subterráneo y las calles lucían desiertas. No
había casas dañadas, pero el ambiente estaba cargado de algo similar al
pesimismo. La gente no salía de sus casas rumbo al trabajo. Tampoco existía
locomoción y la avenida no lucía su flujo habitual de autos. Antes de llegar a
casa de Cristian observé los destrozos en estación Trinidad. No me parecieron
muy distintos a los de la estación anterior. Las puertas estaban destruidas y
tampoco había nadie custodiando los alrededores. Ni carabineros ni personal de
Metro, el lugar estaba abandonado a su suerte. Doblé en la esquina y Cristian
estaba despierto. Tomamos desayuno y se mostró tranquilo. Ninguna teoría
conspirativa, sólo constatar que habíamos quedado aislados y que todos los
cajeros a la redonda habían sido destruidos. Los negocios funcionaban y
aceptaban tarjetas de crédito, por lo menos estaba asegurado el abastecimiento
para los próximos días. Primeras preocupaciones ante el caos en que amaneció la
ciudad.
Al día siguiente, con Cristian subimos las
escaleras de la estación cercana y yo constaté que había sido atacada en los
mismos puntos que la estación Rojas Magallanes. Subimos a las vías del tren y
nos fuimos caminando hasta el siguiente nudo. San José de la Estrella también
había sido vandalizada, salimos del andén y nos percatamos del daño a las
instalaciones eléctricas. Le dije a Cristian que en todas ellas habían
desmontado los paneles, siempre en el mismo punto y arrancado la parte
neurálgica de la red. Volvimos a subir a las vías y Los Quillayes manifestaba
daños en los lugares habituales. Seguimos las vías hasta Elisa Correa, pero
aquí nos encontramos con algo dantesco. Muchos carros incendiados, convoys
enteros absolutamente quemados. Ingresamos a los vagones que habían sido
arrasados por el fuego. Era evidente que habían usado combustible, lucían igual
que los buses quemados en las protestas a las afueras de Beauchef en tiempos de
dictadura. Tantas veces observé buses reducidos a escombros en cosa de
minutos. Esto era parecido, pero a una escala amplificada. La estación
Sótero del Río era la única que se había salvado de las llamas, una especie de
consciencia social por no alterar el entorno de uno de los grandes hospitales
de la capital.
En los meses siguientes se reunía una
muchedumbre a quemar neumáticos a los pies de estación Trinidad. Puntualmente a
las seis se iniciaban los disturbios, pero esta vez eran aplacados por la
fuerza policial. La quema de las estaciones del Metro fue una potente señal que
fue ganando adeptos que se reunían todos los días en la Plaza Italia. Cottet
anotaba en su bitácora lo que sucedía todos los días. A veces entrevistaba a
algunos integrantes de la primera línea. En su tiempo militó en el MIR y había
luchado contra la represión de Pinochet. Jamás aventuró una explicación de lo
sucedido al tren subterráneo, pienso que estaba sorprendido de la planificación
rigurosa de todos los eventos. Pero cada vez que conversamos en la rebautizada
Plaza Dignidad, siempre vimos una violencia desbordada contra la policía. Se
les iba la vida gritando contra unos tipos que tenían que contener los
disturbios todos los días. Un partido de fútbol que necesitaba de dos equipos,
los que lanzaban piedras desde las barricadas y los que tiraban bombas
lacrimógenas. Se transformó en un deporte, pero las fuerzas fueron mermando y
el partido se empezó a jugar sólo los viernes. Todo fue orquestado desde el
primer momento, pero los abusos de políticos y empresarios a lo largo de la
última década fueron el combustible real de ese estallido social.
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