«En las casi doscientas páginas del libro, no hay ni un solo poema, ni un
solo verso, que sea frágil...»
En el título de más de un libro de poesía no logramos hallar de entrada una señal que conduzca a intuir el mensaje que contienen. Y eso, en principio, produce desconcierto. Esto, a veces, no obstante, es solo en apariencia, porque hay títulos de poemarios -este es el caso- que son polisémicos o, al menos, caleidoscópicos, y no solo encierran mensajes muy distintos, sino también texturas diferentes que el lector va engarzando y componiendo mientras lee consiguiendo tejer un tapiz de altura estética que se le queda en el alma dibujado. Es lo que ocurre en Arquitectura oblicua . En este libro de versos de Jaime Siles (Valencia, 1951) aparecen y se yuxtaponen de un modo armónico distintos espacios y asuntos diferentes que, no obstante, se ayuntan maravillosamente, gracias a la perspicacia magistral de uno de los poetas más genuinos y originales de nuestro país. Hoy por hoy, Jaime Siles es uno de los grandes. Ya hicimos aquí, en este mismo suplemento, una reseña crítica de su anterior libro, Galería de rara antigüedad , con el que obtuvo en su día el Gil de Biedma, destacando de este la elaboración serena de un universo lírico sutil, brillante tanto en la forma como en el fondo.
Los poemarios de Siles siempre suelen sorprendernos de una manera grata y
positiva. Si en el libro anterior, como en cualquiera de los suyos, sobresalían
la musicalidad y la textura crujiente de sus versos, en este que aquí
comentamos ambas cualidades sobresalen aún más, pues, no en balde, Jaime Siles
utiliza con una maestría singular la rima asonante, a veces también la
consonante, en poemas gozosos, de una belleza cristalina, que fulgen como
jardines melodiosos, como serenos y minúsculos parterres impregnados de una
brutal delicadeza: «Jardines que espejean/ su sombra derramada» (pág. 27). Cada
verso fulgura sencillo, incandescente, como un delicioso guijarro de cuarcita,
una de esas sutiles y amables piedrecitas que uno buscaba de niño con amor, y
un entusiasmo difícil de explicar, en las misteriosas minas de El Soldado, de
galena argentífera, muy cerca de mi pueblo, en cuyos humildes alrededores
abundaban la blenda, la pirita y el cuarzo blanco. Aquí en este libro hay un
tono iridiscente que todo lo empaña de una secular belleza. Este poemario de
Siles llega al tuétano, te inunda la sangre de una pureza mineral, de un olor
diamantino, suave, ajardinado: «Atravieso montañas donde el verde/ combate con
el gris, el hielo con el agua;/ la nieve con el rojo de una luz escarlata»
(pág. 119). En las casi doscientas páginas del libro, no hay ni un solo poema,
ni un solo verso, que sea frágil: cada pieza exuda una belleza mineral, pero
también ingrávida, emotiva: «El tiempo lanza ya/ sus últimos disparos/ sobre la
breve nieve/ pisada por los años» (pág. 127). Los versos anteriores, tan
certeros y tan simbólicos solo pueden haber sido escritos y perfilados por un
poeta enorme y magistral, como es Jaime Siles: pocos saben inocular tanta
armonía y música en sus versos. Aquí los poemas exudan una luz cálida que
armoniza y respira con la Naturaleza. Uno siente al transitar por este libro
que se halla en el fondo de una virginal galaxia donde todo relumbra y gira en
armonía. Los poemas transpiran, exhalan claridad, mágica nitidez, una virginal
belleza que nos acaba impregnando el corazón de una infinita y voraz
melancolía: «Estoy viendo la nada en pleno mediodía/ extender por el suelo sus
ocres casi súbitos» (pág. 55); cuánta pureza añil reconcentrada, también
diluida en este manojo de poemas, singulares guijarros llenos de blandas
irisaciones, como piedras de cuarzo o esquirlas de calcopirita que humildes
relumbran en las escombreras de esa mina, hoy en franco declive, que es la
poesía española, donde quieren vendernos gato por liebre a cada instante.
Dividido en cuatro apartados que armonizan, y se complementan en el fondo y
en la forma, este libro rebosa versos sutiles, zigzagueantes -«Espuma, las
palomas/ en lo alto del árbol» (pág. 134)- que se nos quedan aleteando entre
los ojos.
Hay piezas también de tono reflexivo, de indagación y de búsqueda del «yo»;
pero lo que más sobresale es el fulgor de esos jardines simbólicos, sagrados,
enquistados en cada poesía, en cada verso, de este magnífico Arquitectura
oblicua , en el que la luz proyecta un tono azul que ajardina las sombras de
nuestro interior, y nos hace más niños, más puros, más humanos.