¿Qué puede salir mal en una película
dirigida por Giuseppe Tornatore (Cinema Paradiso), basada en el monólogo
teatral Novecento escrito por Alessandro Baricco (Seda), con la
partitura a cargo de Ennio Morricone?
La literatura es la principal fuente
de inspiración del cine, en este caso el guion también corre por cuenta de
Guiseppe Tornatore, un artesano que por lo general busca la emoción en el
espectador, es cierto que a veces se mueve al borde del sentimentalismo, pero
Tornatore se encarga de darle contenido a las imágenes y el sustrato de Baricco
le aporta profundidad.
Los travellings por la cubierta del
Virginian sitúan al espectador en la realidad de comienzos del siglo XX y
retratan la emoción de los inmigrantes al avistar “América”. La historia de
Novecento (el pianista) será narrada por su amigo Max (trompetista) a través de
largos raccontos que dan cuenta de la improbable historia de un pianista
prodigio que nació a bordo de un barco y nunca pisó tierra firme.
El bebé fue hallado sobre un piano y
el maquinista Danny lo crío lo mejor que pudo. Quedó huérfano y los pasajeros
descubrieron que el niño tocaba el piano como los dioses. Por largos pasajes
vemos a Novecento tocando piezas sublimes, de alguna manera sustrayendo a los
pasajeros del temor a navegar por alta mar. Ya adulto creará historias a través
de su música, acerca de lo que le cuentan los pasajeros, lo que observa de sus
comportamientos, incluso imaginará lugares que nunca ha visitado sacados de
llamados telefónicos aleatorios al otro lado del océano.
«No estás acabado
mientras tengas una buena historia y alguien a quien contársela», le dice
Novecento a Max,
este último admirador del talentoso pianista, continuamente lo insta a que
descienda del barco y comparta su música con el resto del mundo.
La historia está contada con los ojos
de Max, destila un cariño genuino, la cinta es un homenaje a la amistad
incondicional, a esa confianza depositada en otro ser humano que sabrá respetar
incluso las determinaciones más radicales. Será doloroso, pero valdrá la pena
honrar los deseos de su amigo pianista.
La cámara de Tornatore nos conmueve
cuando Novecento está componiendo su mejor obra, mirando por la ventana a la
mujer de sus sueños, interpretando el viento en su rostro de ensoñación, con el
mar a sus espaldas, inspirándose a través de su ventana al mundo, esos ojos de
buey del barco que enmarcan la belleza, esa eternidad que sólo los ojos
enamorados pueden percibir, el piano es su mundo y en esa claraboya se refleja
el exterior que lo conmueve, la fuente de inspiración de ese mundo finito al
que el pianista le otorga eternidad.
Hay un monólogo al final donde
Novecento revela a Max su temor más profundo. En este punto, la película se
interna en temas profundos y Baricco expone su tesis acerca del secreto del
artista. El pianista estuvo a punto de descender por las escalerillas del
barco, deseaba tocar tierra firme para oír la voz del mar y buscar a la mujer
de lo había hechizado. Observa la ciudad inmensa con calles interminables, un
mundo sin fin que lo asusta. Le dice a Max que esa ciudad representa un teclado
infinito con millones de teclas, el piano de Dios, pero le insiste que él sólo es
un hombre y ese piano tiene demasiadas teclas, una música que no sabrá tocar,
prefiere sus ochenta y ocho posibilidades, ese teclado finito que él puede
convertir en infinitas partituras. Novecento es su música y no tiene el valor de
abandonar el barco.
«No existo para
nadie… Max, tú eres la excepción». Recalca la importancia de la amistad, de tener a alguien
que escuche nuestra historia, ese otro donde poder reflejar virtudes y defectos.
Encontrar ese lugar donde se comprende y no se juzga.
A Novecento le basta con que lo
escuchen doscientas personas cada vez, regalarles esa eternidad que impone el
océano, el pianista desea abrazar el cielo y dibujar notas hasta el fin de sus
días. Una explosión no terminará con sus creaciones, el amigo las recordará e
incluso Dios podrá hacerle ese lugar en el cielo.
Tornatore recurre a un contrapicado
para registrar ese abrazo eterno antes de que la dinamita lo haga desaparecer
de la faz del océano, mueve los dedos en su piano imaginario y la música
resuena en su cabeza por última vez.
Antes el piano deambulaba por el
barco en medio de la tormenta y viajaba por los pasillos de ese Macondo que era
el Virginian. La anécdota no tendrá cien años, pero con el tiempo sólo ha quedado
el esqueleto del barco y el piano ha dejado de tocar.
Ahora Max apenas tiene unos minutos
para contar esta historia prodigiosa, no para recobrar su trompeta, sino para
encontrar otro alguien que mantenga viva su amistad con el pianista.
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