La cagué con venirme por Vespucio, grito dentro del auto, con las ventanas cerradas por el frío, varado en medio de un taco de esta avenida interminable. Si estuviera lloviendo sería peor y arrojaría un ancla para que el río no me llevara. No quiero llegar tarde a mi primer día de trabajo. Después de las vacaciones, tengo miedo de haberlo olvidado todo.
No soporto esos saludos de bienvenida. Sé que no les interesa que muestre fotos y me voy a sentar a mi cubículo. El computador ha sido empacado en una caja y debo volver a armarlo. Mi compañero me pasa un cuchillo cartonero para cortar la cinta de embalaje. Quitaron la mesa de escritorio y colocaron una repisa adosada a la pared. La pantalla queda más arriba de mis ojos. Esta nueva modalidad semeja un mausoleo, prefería mi pequeño escritorio del primer piso, con luz natural al menos. Instalo la torre del computador a mi derecha y, sobre ella, la cajita de las conexiones de red. Si viene un temblor moriré aplastado por estos aparatos. No sé si conecto bien los cables, la cosa es que la pantalla no funciona. Mi compañero cambia la configuración y ahora enciende. Pide una contraseña y, por teléfono, me explican que acuda al departamento de personal.
Subo las escaleras con un mal presentimiento. La secretaria me pide que aguarde. Miro por la ventana y veo a los vendedores con la cabeza metida en sus computadores. Firmo un papel y bajo más tranquilo al subterráneo.
Ingreso la clave y han coartado mi nivel de acceso. Ya no puedo ver la flota completa, sólo aquellos que hay que reparar antes de vender. Son autos que los choferes chocaron en el camino desde el puerto. Hay que desabollarlos, cambiar un foco o algún espejo, para que vuelvan a quedar como nuevos.
Antes tenía un margen para ofrecer a los clientes, ahora el precio es fijo y les puedo regalar un accesorio. Llega un cliente y no me acuerdo de cómo reservar un vehículo. Mi compañero me da otra clave para seleccionar el modelo. Los clientes se deben dar cuenta de mi incomodidad. En este momento, siento que ni yo mismo sería capaz de venderme un auto. Por fin se van con la promesa de volver.
Justo antes de salir de vacaciones, no vendí ni un solo auto con crédito. Mi sueldo fue miserable y mis vacaciones se tuvieron que ajustar a ese presupuesto. Cae una gota de agua sobre el teclado y tengo que correrme a un lado. La gota se transforma en gotera e imagino una pelota de tenis que golpea una y otra vez un frontón. Lo bueno es que nunca baja el jefe a las catacumbas. Mi compañero se saca la camisa y los pantalones, y se pone a pelotear. Es mi primer día y no se me ocurrió traer equipo de gimnasia. Me arremango los puños y respondo sus remates, una competencia absurda: estuve un mes sin actividad y estoy fuera de práctica. Ahora me asignaron los cachos de la empresa, igual son autos nuevos que me van a dificultar aún más llegar al trabajo. Es difícil contestar sus devoluciones, me esfuerzo, pero no sé para qué sigo jugando. No tiene sentido seguir llenando de vehículos esta ciudad para poder pagar mis cuentas.
Estoy transpirando hasta la última gota y no tengo ropa seca. Cuando era niño me daba vergüenza sacarme la ropa en el camarín, no me gustaba que me vieran desnudo, no confiaba en los profesores y algunos compañeros miraban ahí abajo. Era incómodo y sentía miedo de cagarme en las duchas. Sigo con miedo, de que me echen a los cincuenta años, de no haber podido salir de este puto camarín lleno de hongos.
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