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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

jueves, 15 de diciembre de 2016

TEXTOS DEL RECIENTE LIBRO DE JUAN EDUARDO DÍAZ: "POEMA DECENTE"




De”Poema decente”
Juan Eduardo Díaz
Ediciones Caronte, 2016. Valparaíso. 142 p.



El loco Paul, fue uno de los habitantes más conocidos y el más querido del barrio donde crecí. Era un hombre grande, feo de rostro, con unas cejas muy gruesas, pelo chuso, moreno de cutis, maltratado de forma cruel por el acné adolescente y otras marcas en su rostro como la varicela. De niño, fue criado a medias por su adorada madre, y digo a medias porque ella estuvo ausente por su trabajo en una casa particular. Con esto lograba vestir y alimentar a su único hijo, procuraba hacer de él un niño feliz, pero solo. Sin padre conocido; hay muchas especulaciones al respecto, pero nada claro sobre esa figura inexistente y de la cual él nunca expresó sentimientos ni aprensiones de ningún tipo.
El chiquillo era callejero, amigo de cada uno de los feriantes que se instalaban en la avenida. Con el tiempo a ellos los consideró como su segunda gran familia; a veces trabajaba de puro gusto y sólo por ayudar, también para no estar tan solo.
A los trece años un borracho del sector lo violó, él mismo acusó el ultraje, pero dejó apremiantes y profundas lesiones en su alma; este hecho de algún modo lo convirtió en un celoso guardián de los niños del barrio.
Su vida entera la pasó en la casa más bella del sector, con el jardín de flores más colorido y más bello que pudo existir nunca. Podía estar todo el día en estas labores decorativas y jardineras. Bautizó a cada una de sus rosas con nombres de vedettes chilenas de los 70.
―Esta es la Maggie Lay, aquella es la Wendy, esa del rincón es la Yamal, la del ladito es la Manon Duncan, la de acá es la Bibí Ubilla, la de al ladito es la rosita Salaberry, la que sigue es la Martita Erices, esta chiquitita es la Fresia Soto, ¡uy! tengo a todas las chiquillas en mi jardín ―decía orgulloso.
Nosotros siempre supimos que eso de estar todo el tiempo en su edén privado lo hacía para cuidarnos. Expresaba ser una de las siete Vivians de Henry Darger; nunca entendí eso cuando lo decía, tampoco mis amigos más grandes, ni el resto de los niños.
A punta de escobazos correteaba a quien tuviera la mala ocurrencia de mirar por más de treinta segundos a cualquiera de los que jugábamos en la calle.
―Y a voh qué te pasa, por qué la mirái tanto a la cabra?, ya circula, circula, si no querí que te agarre a escobazo aquí mismo ―era lo que decía y repetía más de una vez al día.
En una oportunidad le llamó la atención a mi mamá.
―Oiga, ¿y a usted cómo se le ocurre mandar a comprar solos a los niños y tan lejos?, ¿acaso no sabe que allá afuera está lleno de hueones depravados?, ¿o se le olvidó lo que me pasó a mí a esa misma edad? ―enrostraba muy enojado no sólo a mi mamá, sino que a cualquier señora que osara descuidar un sólo minuto a sus hijos.
El Paul conocía a cada uno de los niños, sabía de cada nacimiento, cada nueva madre adolescente, el sufrimiento de estas, y en detalle la vida de todas las mamás solteras del entorno. Lidiaba con las penas de las solteronas sin crías, las viudas depresivas y las separadas aguerridas. Todas las tragedias del barrio las sufría como propias, en cierto modo le pertenecían.
―Debió ser escritor, Norberto, como tú.
―Yo no soy escritor, hombre, soy poeta.
―No sé por qué no lo fue, de verdad no lo entiendo, pudo narrar todas esas historias que nos contaba.
Con gracia, el Paul completaba las copuchas a medias, de tal o cual víctima de infidelidades, del machismo alcohólico, bruto, de comedia mexicana, decía él. Siempre atinaba en sus finales, lo mismo con las teleseries.
―Yo se los dije ―indicaba mientras encendía jactancioso un cigarrillo y luego de confirmarse cada una de sus teorías y aciertos.
Pienso que él debió escribir un libro, una novela, o varias novelas, muchos libros, y ser famoso y que la gente al encontrarlo en la calle le pidiera tomarse fotos con él, y que lo quieran tanto como nosotros lo quisimos, y ser amigo del Pedro y del Pancho, y salir a leer sus libros con la Carmen y caminar con ella del brazo por Isla Negra y Las Cruces.
Cuando de noche llegaban los milicos, él tomaba una silla y ahí sentado frente a su casa comenzaba a fumar, cuidando que ninguno de sus pollos, como nos llamaba, se asomara siquiera por las ventanas. Junto a él ubicaba su escoba, en un piso dejaba una linterna y un platillo con limones. Tanto era su cuidado que no permitía por nada del mundo, que ninguno de nosotros se fuera a meter a las fogatas que hacían los cabros más grandes en la esquina de nuestra calle. Y ¡ay! del que viera durante el día acarreando neumáticos o palos, porque de un ala o de una oreja se lo llevaba a su respectiva casa, regañando de pasada a la incauta procreadora de tal engendro, como también nos decía a veces.     
Hay un tiempo en que no nos damos cuenta, pero la gente envejece, lo mismo que los barrios, el paisaje cambia, los árboles crecen, algunas fachadas se descoloran, los jardines con poco tiempo de descuido se llenan de maleza, lo niños en algún momento dejan de serlo y los caminos vitales se trazan implacables.
El loco Paul ya no se asoma a velar nuestras eternas pichangas de las tardes, ni los pitucos tecitos con muñecas de mis vecinas. Esas imágenes se han vuelto una acuarela húmeda y borrosa, abandonada en un jardín también olvidado. Cuando he vuelto al barrio he notado que los niños ya no están, él también se fue. No sé dónde, nadie lo sabe.




A Guillermo Rivera

Hace tiempo que mi computador se comportaba de manera extraña, debía encenderlo y no mirar la pantalla, era como si tuviera vida propia, como si sufriera de una extraña timidez. Padecía de un virus que denominé “síndrome de pusilanimidad”.
Para que lograr encenderlo debía ignorarlo y simular que no lo observaba. Del mismo modo hacía con una amiga, que en la confianza de ese título solía quedarse de vez en cuando en la precaria caverna que era mi hogar.
En una oportunidad ella tomó asiento en la cama. Este era el único lugar en que se podía por mi austero estilo de vida. Justo detrás de mí. Yo me encontraba perdido en la escritura, en mi libreta de notas, en los papelitos sueltos y en los recortes de diario que subrayaba.
El silencio de más de uno me provoca algo de incomodidad. Porque no es lógico el silencio que se produce entre más de una persona en el mismo lugar. Con el mío no tengo problemas, lo prefiero, me acomoda y a veces hasta me gusta.
Continué en la magia de mis transcripciones. Me volteé y ella sólo me observó. En ese momento sonrió. Le resultó la provocación, pensé. Ella sabía eso de mi inquietud por el silencio de a dos.
Ya que tenía mi atención, comenzó a quitarse la ropa como cuando uno se va a acostar en su propia cama. Pero rara ella, no quería sentir que estaba a la mira. Que me diera vuelta, dijo, que fuera al baño o a la cocina, que hiciera café o té, que siguiera escribiendo, que me acercara a mis libros, que me distrajera en cualquier cosa, pero que de ningún modo la observara.
Y ahí se presentó uno de los cientos de misterios de la humanidad en este género. ¿Por qué buscaría la atención si no quería que la mirara?
Mi computador sufría de un retraimiento parecido al de esta chica. Entonces, me decidí por el café y me dirigí a la cocina. Lo que tardé en encontrar el tarrito del instantáneo y el azucarero, más la preparación del cargado elixir, ella ya se había despojado de sus prendas mayores.
―Tres cucharadas de azúcar― me indicó, metida ya entre mis sábanas. Estaba lista. El computador me comunicaba también que estaba ok, pero con un mensaje menos cordial, un tanto frío, diría yo: “scandisk, el pc se ha apagado de forma inapropiada, está buscando errores, ¿desea continuar con la revisión?” Yo me senté frente a él, como Hahn en Iowa City, me vi en el reflejo de la pantalla con mi taza de café vaporoso. Aparenté no prestarle atención y antes del primer sorbo ignoré el mensaje con un clic rápido en cancelar.
Encendí entonces una varita aromática, busqué en mi anaquel de libros, cerca de las antologías de los franceses, mis cigarrillos. La chica entre mis sábanas con voz de niña mimada me pidió que no fumara, que no cree que sea sano que yo fumara tanto, que además a ella le hacía mal. Pero ese mensaje también lo ignoré.
El computador al fin encendió. Me fui directo a la carpeta donde tengo las oraciones y versos sueltos. Seguido, a la libreta de notas, donde registro la recolección de esta y otras jornadas de delinquir. Si es que bien se puede considerar como delincuencia el apropiarse del lenguaje de otros, de las voces, de esas frases que a nadie sirven y que nadie reclamará como de su propiedad. Porque simplemente nadie las recuerda, porque sueltas y al aire nadie las entiende. Porque la gente ni siquiera sabe que las pensaron y mucho menos que han sido evocadas por el particular lenguaje chileno.
Una recolección obtenida de tanto vagar desde los por ahí hasta los por acá de esta ciudad. Como una labor de reciclaje. Con estos restos, con estas sobras de la gente, inicio mi trabajo y me entrego a la fría y cotidiana esperanza de componer algún día uno o dos poemas más o menos decentes.
La chica insistió con lo del humo y yo en lo de ignorarla. Minutos más tarde abrí la única ventana del lugar para limpiar un poco el aire, pero varios minutos después. Así no le daba espacio a que se entusiasmara y pensara luego que lo hacía por su adorable petición. Aunque ella contenta me dio las gracias y me regaló otra vez sus dientes en una sonrisa. Yo hice también una mueca parecida a la de ella y por supuesto no le obsequié nada.
Le expliqué —no sé por qué— que lo del incienso y lo de abrir la ventana lo hacía cada vez que estaba trabajando. Algo así como un ritual, una especie de ceremonia, un culto.
Con la varilla de incienso atraigo a las fantasmagóricas musas que moran bajo la corteza de los álamos, de los aromáticos pinos y eucaliptos que existen por el entorno. De este modo ellas encantadas se asoman por la ventana y entran a mi cuarto. Al verme inmóvil frente a la página en blanco, estas musas, que parecen hadas y quizá lo son, comienzan a susurrarme ciertas palabras sueltas y algunos versos al oído. Estos son los que muy pronto y junto a los retazos que he recolectado por mi cuenta formarán mi gran obra poética que, bueno, tú nunca entendiste ni lograrás entender.
La chica me miró con la misma perspicacia y la misma atención que me prestaría uno de mis zapatos, y volvió a sonreír. Yo me acerqué, y sólo por esta única vez, le obsequié un beso en la frente, y le dije:
—¿Ves que no lo entiendes?—Ella feliz insistió en su sonrisa.




―Escribidor ―me habló un día un conocido de las plumas literarias de San Antonio. El mismo que llama poetisos a mis colegas del oficio―, una de las posibilidades podría ser cortarse las venas, darse un tiro en la sien o en el pecho, garabatear de memoria los últimos dos versos con la propia sangre y hasta el minuto final renegar con duda de Dios.
―Todo eso sería circense y rimbombante ―respondí.
―Imagínate, culminar la gran obra chilena sonriéndole a la parca, ebrio y poeta, con una luz cenital que muestre al respetable la aureola carmín que corona el espectáculo en el piso. Es lamentable, amigo, que estas opciones ya fueran manoseadas y apropiadas por algunos de mis preferidos románticos.
―Lo sé y no me importa ―dije.
―Cómo dejar de pensar en Goethe, cuando puso de moda el suicidio en una época gloriosa de la humanidad.
―Eso también lo sé ―insistí.
―¿Conoces a Molière, Kafka, Camus? Norberto, deberías leer a los europeos.
―Sí, he leído a alguno de ellos.    
―Entonces puede que resulte, por ejemplo, asesinar a tu propia madre de pena, porque está convencida que has muerto en una guerra que ella misma ha imaginado.
―¡Qué estás diciendo!
―Que definitivamente el Santo Padre no vendrá a detener el odio entre argentinos, chilenos, peruanos, bolivianos y el resto de los países de este lado de América; y eso la atormentará.
―Estás loco.
―Quizá puedas acabar con ella de lejanía, al verse sola en el patio esperando a su madre que la venga a recoger; porque teme a las abejas que le zumban en las orejas, le asustan las cuncunas peludas de la primavera y los saltamontes, y el chuncho que la llama por las noches.
―Alguien le dijo que era mala suerte oír al chuncho y eso le aterra, ¿cómo lo sabes tú? ―pregunté.
―Morirla de demencia, al descubrir de una vez por todas al duende que le esconde las llaves y los servicios metálicos de la cocina; y también por conocer los colores de la flor de la higuera que está al fondo del patio y alegrarse a veces por no llamarse Juana.  
―¡¿Por qué morirla?!
―Quizá mi amigo, sea mejor asesinarla de soledad, suena mucho mejor, para que conozca ese frío de aquí en el pecho, cuando todos se han ido, y así vuelva a sentir una a una estas muertes de la vida por cada cumpleaños de sus fantasmas que sabe de memoria.
―Ella ya vive sola y no le importa.
―Puedes también, y por qué no, de manera grandilocuente destronar a tu padre con un lápiz filoso y una letra, un lenguaje brutal que lo desconozca y lo destruya justicieramente.
―A mi padre no le importa lo que hago.
―A lo mejor debieras visitar una vez al año un par de lápidas en el cementerio parroquial de la aldea y adornarlas con claveles, flores castigadas al sepelio nacional, como si fueran ellos los desconocidos progenitores que nunca quisiste.
―¿Sabes qué? mientras estoy de cabeza en esta inutilidad de la escritura, se me ocurre que ellos, mis padres, también alejados piensan una vez al mes en el retoño que vive distante de la tierra, cerca del cielo y frente al mar.
―Aquí no comparecerá la poesía, Norberto, aunque las musas te hagan llorar de desconocimiento, de ira o de verdadera pena.
―Pronto la parentela olvidará todo eso de la escritura de poemas, es evidente, tú mismo me lo dijiste.
―¿No lo entiendes? basta con saber que siempre hay un minuto de la vida en que la identidad se pierde en el abandono, de ahí es para siempre.
―Aunque sea de momento, soy el que no le teme a las palabras que recuerdan la expiración en solitario; un escribidor de poemas amalditado, enfermo desde la raíz, a modo de cáncer, de sensibilidad.
―Pero, Norberto…
―Hasta los huesos, hasta la médula gangrena, como la enredadera porfiada, flor del jazmín, vestidito blanco. Y creo que jamás escribiré en azul, porque este color da duro en el cuerpo, ferroso como una apaleadura, como lacrimógena, como ollas y ruido, como noche; da duro en la memoria, como a 80s.
―Este es el instante, amigo, el centro, la creación siempre está en el centro.
―Tú no eres mi amigo; los pasos van de pronto sugiriendo en el espacio que faltó, porque la quietud fue sólo la del seno de mi madre, medida incapaz de la que pudiera separarme.
―Es que Eleonor jamás lo supo, dices que no sería la musa porque sí del estudiante en busca de un nunca más en la vida.
―Tú en el futuro me preguntarás quién es Eleonor y saldrás a la calle en su búsqueda, y le preguntarás a la muchacha del quiosco de diarios, y de pronto sentirás un miedo atroz, porque sabrás de sobra que se acerca la catástrofe; el asesinato parental como de tv.
―Espera un minuto, Norberto…
―Como una metáfora simplona, como cuando uno tira al aire un nombre al azar para escribir un cuento romántico o un poema de amor, y luego te sientas a inventarle una historia bellísima pero a medias; con cabos sueltos que desconsuelan y aturden a mis amigos que también escriben. Hasta que se cuela por la ventana un pájaro oscuro, y todo se va al carajo, porque en la desconcentración la bulliciosa ave se roba ese poema decente que debía ser de amor, que debía ser para Eleonor.
―Tienes razón ―dijo y luego tomó una revista del TV cable―; ¿sabes? en la televisión descubrí que los espantapájaros son amigos traidores de las aves habladoras y conocen los secretos y cada nombre que los muertos se llevan al sepulcro. 
―Ya no me importa ―respondí.




Visité al hombre del barrio El Vaticano, hace ya muchos años. Lo había hecho en otras ocasiones, pero sólo me atendía poco rato en la puerta de su casa. En una de esas visitas me preguntó si conocía a Shakespeare y sin que yo respondiera siquiera se lanzó a la declamación:

WHEN, in disgrace with fortune and men's eyes,
I all alone beweep my outcast state
And trouble deaf heaven with my bootless cries
And look upon myself and curse my fate,
Wishing me like to one more rich in hope,
Featured like him, like him with friends possess'd,
Desiring this man's art and that man's scope,
With what I most enjoy contented least;
Yet in these thoughts myself almost despising,
Haply I think on thee, and then my state,
Like to the lark at break of day arising
From sullen earth, sings hymns at heaven's gate;
For thy sweet love remember'd such wealth brings
That then I scorn to change my state with kings.

Todo de memoria y en lo que mi ignorancia creía un inglés que se oía bastante bien. Por supuesto no entendía nada de lo que recitaba pero sí me quedó el primer verso que traté de memorizar para luego buscarlo y entender el mensaje.
En las siguientes visitas fue más o menos lo mismo, siempre en la puerta, como quien recibe a los testigos de Jehová. Él me conversaba un rato de cualquier cosa sobre el poeta inglés, casi siempre citando algún fragmento de los sonetos.
Este hombre nunca supo quién era, aunque a veces me quedaba la duda de eso.
―Ya mi amigo un agrado conversar con usted, se puso helado, gracias por la visita ―se despedía y se entraba no sin antes preguntarme―; oiga y cuál es su nombre y su número de teléfono para ver si en una de esas para la próxima le encargo algo de Valpo.
De agrado le daba una vez más mis datos, los que anotaba en un papelito que sacaba de uno de sus bolsillos y un lápiz que yo mismo le facilitaba, luego de ello me retiraba del lugar.
La última vez que lo visité me preguntó de dónde venía, le dije que de Valpo.
―Ah pero si es usted mi amigo magnate de Valpo, adelante por favor, a mi casa solo entran personas importantes ―decía como si me conociera de toda la vida.
Yo había hecho la tarea y de memoria comencé a recitar:
   
Cuando en desgracia de hombres y fortuna
lamento mi abandono sin testigo
y al cielo mi clamor inoportuna
y a mi estrella la enfrento y la maldigo;
queriendo ser más rico en esperanza
como el que es más apuesto y talentoso,
como el que amigos o poder alcanza
menos contento con lo que más gozo;
no obstante que el desprecio me desdora
si pienso por azar en ti, mi estado,
cual despega la alondra por la aurora
himnos proclama al celestial estrado.
     Tu recuerdo es valor de tal cuantía
     que con los reyes no lo trocaría.

El hombre tomó asiento y escuchó con mucha atención el soneto. Cuando acabé con mi histriónica y calmada exposición hice un gesto con las cejas para conocer alguna opinión, pero él no decía nada. Pensé que quizá su memoria lo habría engañado, al punto de olvidar por completo ese poema. Mientras insistía en su silencio, como repasando de memoria el texto. Convencido que no le gustó, tomé asiento y me puse a ojear una revista literaria muy antigua que había por ahí.
―Oiga amigo, usted conoce a Shakespeare? ―consultó.
―Claro que sí, cómo no lo voy a conocer respondí extrañado por la pregunta.      
―En Valpo no conocen a Shakespeare, no tienen idea de quién mierda es este tremendo poeta.
―No crea, si allá hay mucha gente que lo conoce ―insistí.
―Ja ja ja, no mienta amigo, en Valpo la rayan sólo con Cervantes, les fascina El Quijote.
―Bueno, a mí me gusta mucho El Quijote, es un libro que he leído más de una vez, creo que como cinco veces y no me arrepiento de hacerlo, es más creo que lo volvería a leer dije.
―Ve, puro Cervantes, Cervantes y Cervantes ―repetía irritado― no se dan cuenta que todo Valpo es Shakespeare, por todos lados, el adoquín de las calles, el puerto y cada uno de sus barcos, la pobreza miserable de la gente, la arquitectura fascinante, las casas son todas Shakespeare.




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