EL JUICIO DE LOS 7 DE CHICAGO (2020)
Dirigida por Aaron Sorkin
«Cruzamos
fronteras estatales con ciertas ideas… por eso nos echaron gases, nos golpearon
y nos están juzgando», testifica Abbie Hoffman ante el estrado de un tribunal. Se
trata del fundador de los Yippies (Youth International Party), grupo activista
contracultural que luchaba en contra de los excesos de la guerra de Vietnam.
La película inicia con imágenes de archivo de los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, como muestra de la intolerancia de ese convulso año 1968 y nos sitúa en las protestas ocurridas meses después en Chicago durante la Convención Demócrata, cuyo candidato perdería las elecciones presidenciales frente a Richard Nixon.
Los manifestantes en contra de la guerra se enfrentaron a la policía en los alrededores del lugar donde se celebraba dicha convención. El alcalde mantuvo una línea dura contra ellos, negándoles un lugar para expresarse e impidiendo la realización de reuniones o marchas, ejerciendo una fuerza policial desmedida frente a los grupos encabezados por Abbie Hoffman, Tom Hayden y Dave Dellinger, quienes al año siguiente fueron enjuiciados por conspirar contra la seguridad nacional. Conocidos como los 7 de Chicago, la película de Sorkin se refiere al desarrollo de ese bullado juicio.
Evoca ideales antibelicistas, no hay duda, pero sobre todo reivindica el derecho a protestar frente las autoridades, en este caso contra el gobierno de Lyndon Johnson, por el envío incesante de soldados para pelear una guerra que Estados Unidos no iba a ganar, aparte del dudoso comportamiento del ejército estadounidense bombardeando con Napalm aldeas completas donde murieron mujeres y niños.
Aaron Sorkin hurga en el pasado y plantea un paralelismo con los tiempos actuales, donde las irrupciones sociales se han multiplicado alrededor del mundo, ya sean los chalecos amarillos en Francia, el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, las manifestaciones en Hong Kong, incluso el estallido social en Chile, en este último caso, contra los abusos de la oligarquía perpetrados durante los últimos 30 años.
La visión política de Sorkin es nítida. La Constitución debe velar por el derecho a protestar en forma pacífica, un derecho inalienable de la ciudadanía frente al vasto poder del Estado. Para ello, el afamado guionista se vale de unos diálogos ingeniosos, que fluyen a gran velocidad, impidiendo que el espectador se distraiga, más bien expresa los variados puntos de vista que encarnan los personajes. El reparto de actores es impresionante y cada uno tiene vida propia. Destacan Frank Langella como el juez Julius Hoffman, representante del mundo conservador, la antítesis del pensamiento de los 7 de Chicago. Tenemos a un correcto Joseph Gordon-Levitt como el fiscal Richard Schultz, que hace su trabajo, pero que en su fuero interno no cree que los acusados deban ser encarcelados. Sacha Baron Cohen aporta la dosis de humor, pero también es un personaje complejo que se reserva los mejores parlamentos. Como no incluir dentro de este reparto de lujo a Mark Rylance como el abogado defensor impulsivo y apasionado que será la contraparte necesaria del juez Hoffman, un villano arquetípico, pero en ningún caso el diablo.
Todos los personajes tienen sus bemoles, como aquellos del brillante guion de Red Social (dirigida por David Fincher) donde no se sabe si Mark Zuckerberg es un genio, un asperger o simplemente un sujeto detestable. Aaron Sorkin juega con los grises y aunque su posición del derecho de protesta es defendida con vehemencia, también muestra los momentos de flaqueza, sobre todo del personaje de Eddie Redmayne, un Tom Hayden muy bien interpretado que, ante el fragor de los acontecimientos, y contra sus convicciones, termina incitando a la violencia a la multitud reunida en los alrededores de la Convención Demócrata. Ese es un segundo punto de vista, algo así como que «las protestas son pacíficas… hasta que dejan de serlo». Basta que alguien de la masa haga algo inesperado para enardecer los ánimos de los propios manifestantes o de su contrapartida policial.
Aaron Sorkin no es imparcial, nunca duda de la legitimidad de expresión del pueblo, pero de todos modos llama a reflexionar ante la violencia de masas, la exposición mediática y el límite al sostener esos ideales. Este tercer punto de vista hace valiosa a la cinta, abre la mente del espectador y permite que formule su propio derrotero. Deja la ventana abierta, pero de inmediato apoya a sus héroes. Incluso deja que el personaje de Abbie Hoffman evoque el discurso de asunción del presidente Lincoln. «Cuando el pueblo se canse de su derecho constitucional a enmendar el gobierno, ejercerá su derecho revolucionario a desarmar y derrocar a ese gobierno».
Ese discurso pronunciado en 1861 lo pone en boca del personaje más controvertido de los 7 de Chicago, aquel que agita a las masas y busca la sobrexposición para imponer sus ideas. No sólo es el más revolucionario, es el personaje que aporta el humor irónico, como dando a entender que quizás el propio Lincoln no repetiría esas palabras en un contexto como el actual, donde las redes sociales (es valioso el punto de vista de Sorkin en Red Social) pueden generar opiniones polarizadas y promover una diferencia exacerbada de opiniones, volviéndolas antagónicas y dejando en punto muerto el respeto al otro.
Vuelvo a destacar la calidad de los diálogos, pero sobre todo el carácter reflexivo de la cinta al exponer ideas disímiles sin la necesidad de atropellar al otro. En buen chileno, no todos los que protestan, aunque destruyan la propiedad pública, son unos violentistas y delincuentes (vocablo muy común del mundo conservador). A veces los tratarán de extremistas y les quieren aplicar la Ley de Seguridad Interior del Estado; así como no todas las fuerzas policiales pueden ser tildadas de “cerdos” o “bastardos”.
Aaron Sorkin deja al descubierto ese flanco, pero repara en que, durante los episodios de 1968, el propio fiscal general de los Estados Unidos (Ramsey Clark interpretado por un ubicuo Michael Keaton) prescindió de iniciar acciones legales contra los 7 de Chicago, debido a que investigaciones de la fiscalía permitieron constatar que los disturbios fueron iniciados por las fuerzas policiales.
Los aspectos técnicos del guion equilibran las escenas. Hay muchas ideas rondando la película, pero van aportándose in crescendo a medida que transcurren los minutos. Los parlamentos, a pesar de su connotación intelectual, fluyen con naturalidad y no atiborran al espectador. El director alterna la acción al interior del tribunal con escenas que transcurren en la sala de descanso. En ese lugar, los acusados se desnudan ante su abogado y dejan traslucir debilidades. Dicha alternancia descomprime el tenor retórico de la cinta, le imprime una visión más cinematográfica, además de utilizar oportunos flashbacks durante las exposiciones del juicio.
Un momento notable es la escena donde el abogado le pregunta a Abbie Hoffman cómo derrocar a un gobierno de forma pacífica y, esta vez, Sacha Baron Cohen deja atrás las palabras de Lincoln y de forma muy seria responde: «Se hace cada 4 años», dejando entrever la visión constitucionalista de Sorkin respecto de las elecciones.
Los paralelismos con la época actual surgen en nuestra mente. El personaje principal (Tom Hayden) en su alegato final expresa que desde que se inició el juicio han muerto 4.752 soldados estadounidenses. Por decisión del presidente Lyndon Johnson, todos esos ciudadanos han sido condenados a muerte por el comportamiento abusivo de sus autoridades, de la misma manera que Donald Trump, en un alarde de fanatismo e ignorancia, ha condenado a morir a decenas de miles de ciudadanos al no advertirles del peligro mortal del coronavirus.
Este es el poder que ejerce la película: abrirnos los ojos frente a los excesos cometidos por nuestras autoridades, ya sea por acción u omisión. El derecho a protestar de forma pacífica es sagrado, como un llamado de alerta, para lograr que los gobiernos cumplan con su deber de cautelar por el bienestar de sus ciudadanos.
Los 7 de Chicago fueron condenados a cinco años de cárcel (por ese juez corrupto y racista), pero el veredicto fue revocado por el Tribunal de Apelaciones y el nuevo fiscal general se negó a iniciar un nuevo juicio.
Por encima del discurso progresista, Sorkin hace alarde de cómo funcionan las instituciones que establece la Constitución. Tendrán falencias, excesos de algún juez (uno de los acusados comparece amordazado), pero al final alguien de todo ese engranaje tendrá que encarrilar los acontecimientos dentro del imperio de la ley.
Aaron Sorkin es consciente de los problemas raciales de Estados Unidos y de los abusos del gobierno, pero insiste en la necesidad de tener instituciones fuertes para impedir los abusos de las autoridades de turno.
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