EL SONAR
DEL MURCIÉLAGO, novela de Max Valdés Avilés
Comentario de Aníbal Ricci
Expropiaciones, bombas lacrimógenas,
redadas contra los contaminados, barricadas, enfrentamientos con pobladores que
se niegan a abandonar el barrio, una ciudad arrasada por una pandemia que se
resistió a desaparecer, el olor putrefacto en las calles, vagabundos e
inmigrantes se toman las casas que serán dinamitadas.
Escenario apocalíptico con que Max
Valdés enfrenta a los ciudadanos que ya vivimos una pandemia, una distopía de
nuevas mutaciones del virus, mucho más mortales, que son el símbolo de una sociedad
herida de muerte como la chilena, hace ya muchos años cuando la dictadura de
Pinochet hizo desaparecer cuerpos. «Dinamitarán la zona antes del aniversario
del 11 de Septiembre». Han pasado mucho más de cincuenta años y las heridas no
sanaron, nunca se supo del paradero de esos cadáveres. Ahora son millones de
muertos y contagiados, con el correr de las décadas los decesos se fueron
multiplicando, el ministro anuncia que son más un millón.
Cómo en otras novelas, Max aborda el
origen del mal, el virus que inoculó un comportamiento anómalo en un ser que
corrompía la pureza de los cadáveres, no era un violador ni un asesino en
serie, sino un nuevo tipo de criminal.
El origen del mal está en el abuso del
dictador, el padre que lo encerraba en una caverna, en la oscuridad que todo lo
cambia. «La oscuridad son todos los asesinatos que imaginé en mi encierro», el
lugar donde parió el odio hacia sus progenitores, el tiempo en que su padre se
burlaba del tamaño de su sexo y que desnaturalizó todas sus futuras relaciones
con mujeres.
A tal punto, que prefería hacer el amor
con cadáveres a los que accedía gracias a sus labores en el Hospital Clínico.
José Luis no era médico, incluso falsificó documentos para ejercer como
practicante. Tuvo que inventarse un origen que pudiera ser comprendido por la
sociedad. En la caverna se forjó el monstruo y de ahí en adelante todo iría
cuesta abajo.
Los abusos de su infancia, su estadía en
el SENAME, desembocaron en ataques de epilepsia y en voces interiores que eran
como un intruso, una sombra que lo indujo a atentar contra la vida de una mujer
recién a sus diez años. Estaba poseído y luego de ese cuasi homicidio dejó
entrar a Satanás a su vida.
Toda esta podredumbre que asolaba el
barrio norte, sería extirpada por empresarios inescrupulosos que sacaban
cuentan alegres con la pandemia. Los mismos que se forraron de dinero durante
la dictadura, ahora abogaban por los desalojos de las casas derruidas entre los
incendios perpetrados por patrullas militares, la historia se repite, ahora
esos empresarios quieren levantar edificios de 90 pisos… para que los nuevos
ricos se instalen en nuevos barrios.
José Luis González era solo un habitante
de la periferia que convivía con su vecina prostituta. Es tanta la
descomposición interior del personaje, que se siente a gusto entre las ruinas
de una casa y le confiesa sus pensamientos retorcidos de infancia a Simona, un
nombre inventado para una puta por la que incluso siente cariño. Fabula una
vida que no existe, una familia descompuesta de todas formas será una familia
en su mente endemoniada.
Necesita imperiosamente del sexo salvaje
(nadie se burlará otra vez de su pene), de los senos enormes de Simona, aunque
le confiesa que prefiere penetrarla dormida, incluso desearía que estuviera
muerta. «Pienso en Dios a menudo, estoy dañando a sus criaturas (violentando su
pureza), vaciando sus cuerpos y reteniendo sus almas».
José Luis no puede dejar de profanar los
cuerpos de sus jóvenes víctimas, es un ser desquiciado que luego de compartir
siete noches con el cadáver de Simona, la va a depositar al mausoleo de su
primera víctima. Los incendios arrasan con todo el barrio de La Chimba, algunos
pasajes de los monstruos que habitan esta ciudad hacen recordar aquellos
esperpentos de El obsceno pájaro de la noche (José Donoso). Los letreros de la
ciudad anuncian el número de muertos y un fono de emergencia insta a los
delatores a dar con el paradero de los vagabundos e inmigrantes que aún quedan.
No se ha aprendido nada de la historia.
José Luis deambula por un escenario
apocalíptico sabiendo que ya no tiene escapatoria. Esta es una novela donde el
mal triunfa sobre el bien, donde los poderosos siempre podrán escapar a otro
país. Mañana mismo empieza la destrucción de esta zona. El personaje deambula
sin rumbo hasta dar con un prostíbulo. Otro letrero titilante donde apenas se
lee «El sonar del murciélago». El nombre evoca el origen del mal, ese virus que
se trasmitió en China desde los murciélagos a los humanos.
Pero este virus continuará mientras los
abusadores habiten esta tierra. Luego de Pinochet vino otra dictadura y quizás
en los futuros rascacielos nazcan nuevos conspiradores, colusionados por unos
viles dólares, para llevar a cabo el exterminio definitivo de los seres
indeseables.
La estructura de la novela es una
confesión en primera persona a una perita judicial que debe despachar un
informe psiquiátrico del victimario. En el pormenorizado recuento de los
hechos, el personaje siempre invoca los insectos que conoció en la caverna. Por
eso su obsesión con los gusanos que devoran los cuerpos y con las arañas que
habitan en un cuarto trasero, tejiendo la mortaja de Simona. Su mente habita un
mundo húmedo y oscuro. Más adelante, la confesión compete a los fiscales y al
juez, pero quizás la más importante ocurre al final. En el prostíbulo siente
deseos por una joven prostituta ciega, a la que confiesa sus pecados sin temor
a que vuelva a observar al monstruo. La lluvia azota los tejados de ese cuarto,
verdadera consulta de un psiquiatra ciego que a lo mejor puede desentrañar esa
maldad de forma más objetiva.
Esta es una historia del bien y el mal,
de los perdedores y vencedores de siempre.
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