Nunca me agradó mi casa. Me sentía incómodo,
principalmente porque el living era poco acogedor. Los sillones no te hacían
sentir confortable, por lo que prefería ir a la casa de Antonia. Pero a ella
tampoco le gustaba estar en la suya. Lo que se llama un par de seres errantes.
Cada vez que nos juntábamos era para conocer un lugar diferente y cuando mi
papá no me prestaba el auto, teníamos que ir obligados al Reloj, un pub situado a pocas cuadras del
departamento de Antonia. Desde la primera vez, quedé sorprendido por la cantidad
de relojes colgados en las paredes. Pero a pesar de que todos ellos anunciaban
la hora, el lugar parecía suspendido en un espacio sin tiempo. No era del todo
antiguo, puesto que sus paredes estaban empapeladas con una arpillera que le
daba un toque informal. Y sobre esa tela había cientos de nombres,
dedicatorias, frases inventadas e incluso poemas, que le daban cierta frescura
a los distintos rincones del primer piso. Sus lámparas, en cambio, proyectaban
tonos amarillos que añejaban la atmósfera, junto a varias reproducciones de
Toulouse-Lautrec que transportaban hasta los comienzos del siglo XX. Con Antonia casi siempre nos
sentábamos en el segundo piso, en un pequeño rincón junto a la escalera de
caracol. Me encantaba lo pequeñita que era la mesa, pues nos permitía estar más
cerca. Antonia me contaba de alguna película que había visto recientemente,
mientras Charlie Chaplin nos observaba desde su afiche colgado en la pared. Yo
era feliz cada vez que la besaba en ese espacio reservado solo para nosotros. Otras
veces, cuando nos sentábamos en el primer piso, Antonia se dedicaba a leerme
los rayados de los muros. Lo hacía concentrada, como si leyera grabados
antiguos. Pero cuando volvía sus ojos hacia mí, la luz de la vela iluminaba su
rostro. Yo veía como, con ademán infantil, tomaba los lápices de cera de la
palmatoria de greda y se ponía a escribir en las paredes. No titubeaba en
ningún momento, como si cada palabra le fuese susurrada por un espíritu. Sin
embargo, yo prefería el segundo piso, debido a que con Charlie Chaplin, Antonia
se mostraba más relajada y me dejaba besarla más a menudo. Desde la primera vez
que mis labios probaron los suyos, tuve la sensación de estar besando a una
niña. Yo la besaba, en tanto ella abultaba sus labios. Como si jamás la
hubiesen besado antes. Pero luego me cortaba la inspiración con una sucesión de
palabras lanzadas a toda velocidad.
El barrio Bellavista era otro de nuestros lugares
habituales. Nos internábamos en cualquiera de los restoranes de calle Purísima,
ya fuera el Libro Café o la Tasca Mediterránea, donde por lo general pedíamos
champiñones al ajillo. Pero otras veces ingresábamos por Dardignac y nos
tomábamos un par de birras, bien heladas, en el Manifesto, lugar donde vendían
cervezas de todas partes del mundo. Para comer no ofrecían nada. Solo cabritas
saladas para que siguieras pidiendo más chelas. Un bar nada que ver con los
locales de Pío Nono. Tú entrabas y de inmediato veías, desde arriba, la totalidad
de la barra en forma de U. Había que descender unos peldaños para acceder al espacio
subterráneo. Con Antonia nos sentábamos de inmediato en unos pisos de metal súper
incómodos, mismo material de la tosca barra, y nos poníamos a mirar las
pantallas de televisión desmembradas que le daban al lugar un aire similar a la
película Brazil de Terry Gillian. Hice catas de muchas marcas de cerveza hasta
dar con mi favorita: la Corona de cuello largo. El limón le daba un sabor
incomparable a ese brebaje amargo. Siempre me tomaba dos, mientras Antonia me
conversaba de otros bares. Era una especie de ratoncito que conocía todos los
rincones de la ciudad. Antonia siempre me transmitía del restorán que quedaba al
lado: La Cava de Dardignac estaba cerrando cada vez que nosotros llegábamos,
por lo que invariablemente perdía la oportunidad de degustar sus vinos y de
probar su famoso café de bola. Descubrimos el Mala Sangre, en plena comuna de
Providencia, la versión cuica del Manifesto. Te servían el trago que quisieras
y además podías pedir una tabla de quesos. La idea metálica de la decoración
vinculaba a ambos bares, aunque el Mala Sangre era más elegante. Las sillas,
verdaderas esculturas de metal, resultaron tan incómodas como las del bar de
Bellavista. Pero si había algo que hacía único al Mala Sangre, era el baño de
hombres (supongo que el de mujeres era igual de peculiar). Apenas cerrabas el
cerrojo metálico, quedabas atrapado en un espacio claustrofóbico de madera
rojiza. Era como una cabina telefónica, donde a duras penas te dabas una
vuelta. Las paredes estaban llenas de aplicaciones de metal, destacando el
lavatorio cónico de latón, cuyo chorro de agua era accionado por una simple
llave de paso. Totalmente distinto a los baños, con rayados en las paredes, de
los restoranes que había frecuentado en mi época de colegio. Yo solía
defenderlos en mis discusiones con Antonia. En ellos había comido los mejores
queso-calientes al regresar de las fiestas y cuando nos daban las cinco de la
madrugada, volvíamos al Rincón Tirolés. Disfrutaba de las historias de Antonia
mientras el pasado se volvía innecesario. Sin darnos cuenta nos convertimos en
un par de ermitaños en busca de pláticas y lugares ocultos.
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