Conocí
a Andrés Morales como un poeta ya hecho y reconocido. Ana María Cúneo celebró
la salida del primer libro de Andrés, Por
ínsulas extrañas (1982), anunciando que era “una esperanza de futuros
logros para la poesía chilena”. Pues bien, yo fui lector de Andrés cuando ya
había cumplido todas las expectativas y publicaba una Antología personal, en el año 2001, como poeta consagrado.
En
la lectura sucesiva de sus primeros libros, Por
ínsulas extrañas, Las visiones de Tiresias,
Soliloquio del fuego, Lázaro siempre llora, Ejercicio Del decir, Verbo, Vicio de belleza, Escenas del
derrumbe de Occidente, y cito sólo algunos de sus títulos, constataba yo
una voz personal cimentada en algunas inquietudes claves.
Al
leer el libro que presentamos hoy, Escrito,
compruebo que los poemas coronan y responden a estas inquietudes de mundo
propio, siguiendo el camino afianzado en sus últimos libros, poemarios como Los Cantos de la Sibila o Ejercicio de escribir.
Desde
el primer momento, la poesía de Andrés tuvo un deseo lúcido de indagar en la
escritura, en las posibilidades y las limitaciones de la escritura para dar
cuenta del mundo.
La verdad está en las calles,
pero también en las tormentas…
Afirma
en unos versos de “País de ojos y sueños”. Se trata, pues, de una escritura
atenta a la calle, pero consciente de que no basta para el conocimiento con una
visión plana de la calle. Se trata de una escritura que necesita adentrarse en
la tormenta, en aquello que nos desborda.
Otra
de las claves de Andrés Morales, de su mundo poético, es la conciencia de la
historia, de la tradición humana y cultural. Esta clave puede llevar sus poemas
a la palabra clásica o también a “El fantasma del soldado francés (1917)”, un
magnífico poema de Memoria muerta,
que evoca la atmósfera de la Gran Guerra.
Todo
tiene un rumbo. La calle, la tormenta, la cultura, la historia…, todo apunta a
la indagación en la propia conciencia individual. El primer poema de Escenas del derrumbe de Occidente, se
titula “Bajo el cielo de la noche partían esos barcos hacia donde nunca iremos;
reconciliando al Mar con los viajeros, con los Gritos del Marino que en nada
han cambiado desde que Ulises abandonara Ítaca”.
Un
verano del presente, un mar de hoy, lleva a Ulises y a Ítaca, pero con la
necesidad de desembocar a lo largo del libro y su poesía en las playas de la
infancia, en un territorio fundamental dentro del sentimiento elegíaco de
Andrés Morales:
¿Por qué los niños dulces y
traviesos?
¿Por qué mi corazón que grita
y vuela?
La
indagación intelectual es inseparable de la meditación sentimental. Hablamos
verdaderamente de la indagación en el deseo. Es lo lógico en el mundo de un
autor, poeta y ensayista, creador y académico, lírico y racional. Un diálogo
entre las razones infernales y los fuegos de la cátedra.
Hace
unos años, Mateo Goycolea preparó unos Asedios
(a) Morales, un conjunto de estudios y notas sobre la poesía de Andrés. En
ese libro, otro poeta y profesor, Miguel Ángel Zapata, afirmó: “Su poesía es
una reunión de las tradiciones chilenas revisadas (Huidobro, Mistral, Neruda,
Rojas, Hahn, Zurita) con la poesía mística española y variados ingredientes de
Rilke, Baudelaire y Rimbaud”.
Es
el diálogo de la tradición, de las tradiciones, como corresponde a la experiencia
chilena de un descendiente de español y croata, pero también de San Juan,
Huidobro y Baudelaire.
En
Escrito, el libro que ahora publica
Lord Byron Ediciones, desemboca este diálogo, desembocan las claves de Andrés
Morales: conciencia de la escritura y conciencia de la historia.
Lo
que se fija, lo que sucede y pasa, lo que deja huellas. Asume la poesía una
creación e investigación de las distintas escrituras que han existido a lo
largo de la historia.
Surge
la meditación sobre la escritura, que es una doble meditación sobre el tiempo:
el tiempo dedicado a escribir y la tarea de conservar, fijar, encarnar en
palabras habitadas, aquello condenado a desaparecer en manos del tiempo
fugitivo. Un verso, la única manera de no decirte adiós.
La
escritura y el tiempo se alían en la difícil búsqueda de la verdad, en la
búsqueda de ese “niño que comprende en el silencio el gesto curvo del maestro”.
La
escritura y el tiempo se alían en una meditación sobre la identidad. Porque el
viaje por la escritura, las lenguas, las tradiciones, las épocas históricas, habita
el libro, le da sentido, lo baña en buena parte de heterónimos. La identidad de
las palabras es diversa y única cuando aparece en nombre de don Juan Manuel Zalapa,
o de David Betech Levy, o de Lucio Celio Galba, o de un cronista Náhuatl o de
un astrónomo andalusí. Heterogeneidad de la identidad como forma de búsqueda de
un yo fundamental.
Cada
yo es un mundo de geografías diversas en el tiempo y en el espacio.
Esa
es la huella de lo Escrito, la huella
de la poesía en las claves de Andrés Morales.
Madrid, 19 de septiembre de 2014
1 comentario:
Gracias! Gracias! querido poeta... Qué maravilla de palabras...
Felicitaciones nuevamente y me quedo con esto, que me ha quitado la respiración por unos segundos:
“(…) Pero entonces fue un verso la única manera
de no decirte adiós, de no decir te quiero,
de no compadecerme, de no culparte nunca,
entonces fue ese verso que abrió mi cráneo entero
como esta bala de cierta de plomo y no palabras: (…)”
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