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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

miércoles, 9 de diciembre de 2015

TRES TEXTOS DEL POETA Y ESCRITOR COLOMBIANO HAROLD ALVARADO TENORIO

   Un fragmento de las memorias‏




Pensamientos de un hombre llegado el invierno
El día que llevamos a Martín a Cartago
Serían las once de la noche cuando oí la voz.  La luz de la lámpara se filtraba en las persianas de la ventana y aun cuando el silencio era total no alcancé a identificar la voz que desde la calle llamaba a una de mis tías. Era Martín, que acaba de fugarse esa noche de la prisión de Palmira donde pagaba una pena que no había cometido. Le acusaron de haber asaltado un bus de escalera en un cruce  de caminos hacia el mar, asesinando con sevicia varios pasajeros para robar una caja de caudales que contenía miles de pesos del año final del segundo gobierno de López Pumarejo, cuando Lleras Camargo dejó que los liberales perdieran las elecciones. Martín fue una de las primeras víctimas de su ley de vagos y maleantes. La tercera vez que la voz llamó a mi tía Clarencia oí que abría la puerta de la calle y le decía a Martín que apurara, que se cambiara de ropa, que deberían salir lo más pronto posible.
Tenía yo cinco años.  Madre vino a buscarme a la cama, me hizo orinar en el vaso de noche de peltre  y me vistió con un pantalón de dril, una camisa blanca y luego me peinó. Salimos al patio interior de la casa donde Martín se estaba cambiando de ropa entre las macetas de bifloras y azaleas que apenas estaban cerrando los ojos. Un vestido completo que hacía poco había hecho Daniel Mejia, el sastre del parque  de  los leones, para Fernán y el sombrero negro de ala ancha que usaba a diario en su oficina donde vendía seguros. De mediana estatura, Martín era garboso pero delgado, con una piel aceitunada tirando a morena por causa de la mala vida de la cárcel, con una dentadura completa y bien formada, los ojos carmelitos  vivaces y nerviosos y una nariz de actor de cine. Clarencia trajo un par de zapatos de Fernán y Martín se los puso de pie mientras ella le ataba los cordones. Elisa, con su camisa de dormir y con un pañuelo de manila sobre los hombres, trajo una bandejita con unas tazas de café negro y unos panes de maíz y queso recién hechos. Fernán estaba afuera calentando el motor de su Oldsmobile Sedan  azul de cuatro puertas con cojineria de cuero y encendedor automático de cigarrillos cuando sonó el reloj de la sala.
Serian ya la una y media de la mañana cuando salimos. Martín se metió en la cajuela del automóvil tal como estaba, vestido con su traje completo y con sombrero, Clarencia ocupó el asiento de adelante al lado de Fernán que conducía, y madre y yo subimos a la parte de atrás. Mi tío remontó la calle trece, tomó la carrera novena hacia el sur y al llegar a la calle novena esquina de la iglesita de San Martín hizo un giro a la derecha y tomó hacia el occidente hasta llegar frente al anfiteatro del cementerio y haciendo una izquierda, de nuevo hacia el sur frente a la estación del ferrocarril para tomar hacia Mediacanoa por una calzada que era más un camino de herradura. Ni un alma ni ganados ni pájaros ni nada encontramos en la vía. La luz amarillenta del Oldsmobile dejaba ver las hileras de guácimos y matarratones de los andurriales, con agua hasta bien arriba de sus troncos, por las inundaciones recientes del rio, hasta que llegamos al puente de madera sobre el Cauca. Fernán paró un poco la marcha porque del otro lado había una caseta del ejército y además debía poner el carro sobre los listones que impedían que las ruedas se atascaran entre las traviesas de madera del puente.
Cruzó el puente despacio sabiendo que la hora no era propicia. Clarencia se sacó del pecho la navaja española con empuñadura de cuerno de cabra y la pasó a mamá, que la puso bajo el tapete trasero. Yo seguía cabeceando sobre sus piernas cuando Fernán contuvo el carro y saludo al soldado. Buenas, le dijo, cómo va la mañanaHacia donde se dirige a estas horas, preguntó el militar. Vamos a una finca cerca de aquí, a Pioresnada la finca de don Lisímaco Calatrava, el suegro de mi hermanaSiga le dijo el muchacho, y el que estaba detrás de él levantó la mano apuntando que todo estaba bien. Al despedirse Fernán le alargó una cajetilla de rubios. El silencio era tal que podíamos atender el respirar del rio y el charlear de las ranas, incluso el chapoleo de los barbudos y los bocachicos que salían a respirar, libres del pavor de ser atrapados por los pescadores noctámbulos, porque los campos contiguos al rio estaban ocupados, en las partes aun secas, por familias de negros desplazados de Buenaventura donde los latifundistas despojaban de sus parcelas a los antiguos cimarrones de la esclavitud. Una de esas negras del camino se sacaba y entraba en la boca el cigarro que fumaba, como si nada, con la candela para dentro. Le dije a madre que mirara y respondió: eso no es nada, si vieras como es capaz de comerse un bocachico. Lo introduce por un lado de la boca y por el otro escupe las espinas.
Porque el palo no estaba para cucharas. Esa mañana habían detenido en el cruce de Viges al sindicado de homicidio con cuchillo de matarife de misiá Maria Jimenez de Martinez, dueña de  la tienda El Parnaso, y reforzado la seguridad del doctor Alfredo Cortázar Toledo que se posesionaba como alcalde de Buga porque en Tuluá había caído El Pollo Uriel Maya, compinche de Lamparilla y Pájaro Verde, temibles bandoleros  del corregimiento de Salónica y que estaba en el hospital San Martín cerrando las 35 perforaciones de bala. Y nombró, dijo Clarencia, a Fernández de Soto y el doctor Medina Navia secretarios de gobierno y hacienda. Sin responder y acelerando puso la radio Todelar, la única hasta el amanecer que emitía canciones criollas. Madre fue repitiendo los versos que oía:en mi nativo valle hay muchas ceibas, monasterio de garzas silenciosas que con el milagro de su albura, ofician el misterio de la tarde, al padre Cauca, dios de la llanura.
Mencía, mi madre, había cumplido veintidós años y hacia tres había dado a luz su única hija. Su marido era hijo de un hacendado analfabeto, liberal hasta el cogote, bebedor de brandy y aficionado a la música de cuerda. Allí, en esa casa de palafito en Pioresnada había aprendido la canción que tatareaba. Y por allí habían pasado hacía media hora cuando vieron venir una recua enorme de novillos arriados a gritos por vaqueros que los conducían a algún embarcadero camino del matadero de Buga. Lisímaco, el suegro, no supo nunca leer ni escribir pero se había hecho rico negociando con cerdos y novillos que pesaba al ojo. Su esposa legítima, Emilia Cobo, era una mujer apocada pero de fortuna, dueña de cientos de casas en el pueblo, que luego de parir cinco hijos había abandonado el hogar y vivía en alguna de ellas casi que vacía y solo se alimentaba con panes de maíz amargo y café tostado, vestía de negro hasta los pies y un mantón del mismo color que se iba aclarando hacia el verde con el tiempo, le cubría la cabeza las mañanas que iba a misa a la iglesia Parroquial, llevando en las manos el bolso de papel de caña donde cargaba las joyas, las piedras y las monedas que oro que le daban la única seguridad de vivir que tuvo en su vida, y que nadie supo, hasta el día en que al morir de vieja descubrieron la bolsa colgada en la pared y pensaron que estaba llena de pandebonos y trasnochados del día anterior.

Estará misiá Emilia temblando de miedo, dijo Clarencia.
No creo que haya venido esta semana a Pioresnada, don Lima estará bebiendo a estas horas, dijo Fernán con el Pielroja en los labios.
Lope dice que ella no va a volver por aquí nunca, pero no le creo, respondió mamá. El que si debe estar es él, cada fin de semana baja a pedir plata al viejo, como no le gusta trabajar.

Entrando la mañana llegamos a Anserma, y tras de pasar el Cauca y antes de llegar al batallón del ejército paramos un rato para tomar del café que mamá traía en un termo, y comer panecitos de leche y tortica de bizcochuelo que Elisa había envuelto en un paño. Martín salió de la cajuela y estuvo haciendo aguas menores un buen rato en la parte de atrás del carro, con tanto apuro que la orina se oía como la de un caballo.
Había indicado a Fernán que fuera, en Cartago, a la plaza de Bolivar y frente al edificio azul de una de las esquinas le esperáramos. Era una fábrica de tres plantas sostenida por columnas sin capiteles y el fuste liso, una suerte de Partenón greco quimbaya en cuya puerta le esperaba un político conservador que luego fue ministro de la dictadura y embajador en Londres. Allí le dejamos y solo volvería yo a verle diez años después cuando con Clarencia fuimos a visitarle a la cárcel La Picota de Bogotá donde a golpes de cacha de revolver le arrancaron los dientes mientras le torturaban. Pero esa es otra historia.
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Zaragoza‏


Al volver del oriente compré Zaragoza a un campesino, liberal de setenta años, que desde el amanecer, sentado en la tierra, o recostado en despojos de enjalmas bebía guarapo de una inmensa ayotera de punta, roja sangre de toro, frente al trapiche de bueyes, mientras advertía el entrar y salir de las mulas que cargaban la caña de azúcar de cepas de Jamaica con que Miranda Lindsay había inundado el bajo Magdalena, entre el nacimiento de uno y otro de sus cinco hijos. Todo terminó en un traspié enorme, fruto de la candidez, la ignorancia y la podredumbre reinante.
Eran los años del indómito ascenso al poder de los tenderos de estimulantes que había perfilado la astucia de López Michelsen y que, en conversaciones con estudiantes de Europa, el representante de los cafeteros que llegó a presidente abandonando al hijo de Uribe Sierra, en Londres había bendecido los nuevos bandidos si no aspiraban al poder político y dejaban a los cachorros de la oligarquía seguir gobernando. Samper y Serpa fueron elegidos por los Rodriguez Orejuela, y desde las agencias del ministerio del régimen el viejo militante de las guerrillas elenas, ahora convertido en mamola del nuevo gobierno, no solo diseñó el asesinato de Gómez Hurtado sino que dilapidó, enriqueciendo a sus conmilitones, millonadas del dinero público en quiméricas ayudas a campesinos tan pobres, que su tropa de hijos se iba a la cama masticando astillas de yuca sin sal, porque ni para la sal había con qué.
Durante ese cuatrienio por las veredas subían los camiones volquetas repartiendo cuatro bultos de cemento, cien ladrillos, dos inodoros y dos metros de arena y al final del día otros habían comprado a menos del precio los mismos insumos que los paisanos no podían convertir en letrinas porque no tenían tiempo para hacerlas pues había que jornalear toda la semana para al menos poder comer y beber al fin unas cervezas. Un vecino de entonces me contó que entre Cartagena y Barranquilla habían loteado miles de parcelas de playa de siete por siete metros que cedían por un momento a los pescadores negros de esas orillas, para que no teniendo como levantar sus viviendas,  las malvendieran a sociedades españolas e italianas que ahora levantan suntuosos hoteles, resorts y barrios de veraneo, como esa preciosa ciudad que ha construido entre ensueños la mejor universidad privada del país, con pisos para todos los estratos, universidad para todos los estratos, hospitales para todos los estratos, etc., etc.
La primera noticia que tuve del predio fue en la dependencia de una mutua que controlaba un obeso con cara de obispo que decía enseñar griego, extremidad de la secta que controlaba la facultad de humanidades desde los años de la dictadura, cuando de ella se apoderó un dipsómano lituano por más de cuarenta años hasta cuando murió dejando instalado en la rectoría a su hijo verdadero con apellido de otro. Era un negociado formidable que explotaba el patrimonio de los dómines y no pocas veces les timaba. A mí me engañó dos veces. Me endosó un pequeño departamento y el predio donde soñaba con levantar la casa de mi vejez. El método era simple y expedito. En algún momento, cuando el gestor de marras tenía contacto con la víctima comentaba que conocía a alguien que estaba vendiendo a muy buen precio algún inmueble. Luego le enviaba el intermediario y en connivencia digamos, con el Fondo Nacional del Ahorro, que fue durante años una manzana podrida, hacían la maniobra. Así adquirí un pisito de treinta y dos metros cuyos muros principales daban contra una corriente de agua subterránea que mantenía las paredes húmedas todo el año y para solucionar el asunto había que invertir mas que lo que valía todo el piso. Estaba situado en el mismo barrio donde murió Maria Mercedes Carranza, a quien usaron en parte para engancharme sin que ella supiera o sospechara algo, y en el edificio donde una mañana encontraron en el último apartamento del piso postrimero un depósito de armas, incluida una bazuca para tumbar aviones, de una pretendida generala de las fuerzas armadas que negociaba con paramilitares.  Y luego el predio rural, cuyo valor real era cuatro veces menor que el pagado. Sin contar con el secreto almendrón que llevaba en su alma: la región estaba en manos unas veces de las guerrillas, otras de los paracos y por último los narcos que se hacían pasar por paracos. 
Saúl Barbosa había llegado a la región huyendo, con cien personas más, de la violencia en la provincia de Velez en Santander durante el gobierno de Laureano Gomez, perseguidos por Carlos Bernal, un pájaro godo de Albania, que había asaltado sus heredades en El Caciquito y El Fiscal, dando muerte en el camino de Santa Rita a varios liberales, entre ellos los líderes del partido, Campo Elias y Segundo Garcia junto a sus hijos de trece y ocho años. Según sus propias versiones Otto Morales Benitez, un pacificador profesional, los había logrado situar en esas faldas de la cordillera Central entre Guaduas y Chaguaní, municipios rojos desde la colonia, donde habían expuesto la cabeza del comunero Galán y había nacido la Pola. Barbosa contaba que la violencia en los cincuenta y tantos corregimientos del municipio nunca había cesado, pero habían logrado vivir, hasta la aparición del narcotráfico, en una relativa calma, haciendo panela y bebiendo guarapo día y noche. Aun recordaba con cierto pavor el asesinato un domingo de octubre de mil novecientos sesenta y uno, día de mercado, casi que en la puerta de su parcela, de Maria Vargas viuda de Leon y sus hijos Horacio y Policarpo Leon Vargas, parientes de algunos labriegos que aun vivían en El Hato.
Guaduas se había atascado en mi imaginario desde los tiempos del bachillerato. Camero, uno de mis condiscípulos nació allí, donde su padre tuvo una farmacia. Un fin semana vino a la capital a recibir un Wartburg Justicialista que acababa de comprar. Acompañamos a don Gregorio hasta el banco donde le hicieron firmar una letra por los veinte mil pesos que le prestaban y luego le dieron algo así como millón y medio en efectivo, una enorme cantidad de dinero entonces, que él puso en una bolsa de papel y guardó en su maletín de cuero de visitador médico. El flamante auto era una suerte de moto con cuatro puertas sin tapicería y los asientos, incomodos. Así que el viaje hasta Guaduas duró más de lo habitual porque el padre de mi amigo cuidaba que su joya no recibiera más maltrato del posible. Creo que tardamos como cinco horas en llegar.
Camero, enamorado empedernido me llevó a visitar una que decía ser su novia y tenía varias hermanas con las cuales fuimos el domingo de paseo por un camino colonial hasta una extraordinaria piedra donde uno puede ver el valle del Rio Grande de la Magdalena y los nevados del Ruiz, Santa Isabel y el Tolima. Las hermanas Moreno, habían preparado unos avíos en hojas de bijao con carne de cerdo frita y patacones de plátano verde que terminamos comiendo luego de ingurgitarnos varias medias botellitas de una mistela de níspero que fabricaba el farmaceuta. Eran unas muchachas muy alegres y nada pacatas, que a medida que calentaba la temperatura se iban aliviando de sus sostenes y les encantaba comentar las formas de los besos del cinematógrafo. Y aun cuando solo bien entrada la segunda parte del siglo asfaltaron el camino de herradura que recorrieron los virreyes, fui otras veces con Luisa, una ejecutante de telenovela que hacía trinar a Mayolo, que no lograba entender, en sus amaneceres de delirio en el Hotel Continental, cómo la leyenda de una camarera asesinada en un restaurante del centro de Bogotá derrotaba cada noche los amoríos del hijo mestizo de un blanco millonario propietario de un ingenio azucarero y su criada negra, que al verse rechazada y desheredado su hijo, mediante magia y brujerías maldice por tres generaciones a los descendientes de su ex amante.  
Cuando Barbosa me entregó la finca, dijo que debía tener paciencia pues una de sus hijas, una tal Aminta, no había terminado de sacar sus cosas. Lo cierto era que Barbosa había vendido el predio sin consultar con ella, que llevaba viviendo allí casi veinte años y le exigía alguna reparación. Quedé entonces de regresar en tres semanas para darle tiempo de mudarse y aun cuando lo hizo, esas semanas sirvieron para que otro de los hijos del viejo, Jorge Pata de Perro desmantelara el entable, el trapiche y cosechara la caña que tenía la finca. Cuando hice el reclamo a Saúl me dijo que yo no había debido irme sin aclarar que cosas eran mías y cuáles de ellos. Y cuando le dije que eso era un abuso, cuando no un robo, me respondió con tremenda frase, si no quería que se le perdiera nada, ha debido darle la llave al ladrón.
Nadie nunca me dijo que toda esa región llevaba ya varios meses en una continua zozobra por causa del frente Simon Bolivar que operaba en Caparrapí donde incineraban vehículos, extorsionaban a los comerciantes y habían hecho varios secuestros. El alcalde era un Pinilla Martinez que tenía como secretario de gobierno a un tal Chucho a quien acusaban de colaborador de El Águila y socorrido del tubo de la abundancia, como llamaban los vecinos de El Hato a los ladrones de gasolina.
Los habituales derrumbes entre Villeta y Guaduas, favorecían el accionar de las guerrillas. Un domingo de setiembre de mi cumpleaños bajaba yo hacia Guaduas y en el Alto del Trigo un grupo de subversivos estaba haciendo retenes y repartiendo propaganda. Habían detenido varias tracto mulas y estaban robando café, leche y haciendo preguntas. A comienzos de ese octubre, cuando las brisas refrescaban las tardes, fuimos a Chaguaní, nos refugiamos en uno de los cafetines de la plaza a tomar unas cervezas y de pronto vi cómo un par de niños que jugaban al futbol corrían hacia la iglesia mientras oíamos disparos y detonaciones. Era un grupo de unos cincuenta facciosos que estaba atacando la estación de policía y luego destruirían la Caja Agraria y la alcaldía. Estuvieron en el pueblo hasta la media noche. Margarito Rosales, el viejo maestro de obra, le dijo a Reinaldo Cuevas, uno de los albañiles que echaba los cimientos para la nueva casa, que ahora todo era soledad. Antes iba uno andando y le decían, adiós vecino, adiós compadre, hoy recorre uno kilómetros y no encuentra quien le diga que tenga buen viaje.
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Cumplidos los cincuenta‏

Cumplidos los cincuenta y tres décadas de mundo creyó llegada la hora de entretener la parca con el penúltimo amor que cargaba consigo. Ella le había prometido durar para siempre con él y estuvo de acuerdo en adquirir la chacra que les estaban mostrando. Y porque vio, a pesar de la casa rústica, que podía, más arriba, hacia el lindero este, donde había un nacedero de aguas, levantar otra casa que mirando al naciente, permitiera disfrutar todo el día de esos paisajes andinos que recordaban el Mérida de sus años mejores, cuando con Parayma se habían bebido todo el vino brasileño que llevaba en su Mercury rojo y se puso a pensar cómo sería esa casa, con un enorme porche y veranda de vidrio que librara de los zancudos y termitas y luciérnagas pero dejara otear en el cielo del valle del rio de la Magdalena la bóveda celeste más bella del mundo. Soñar no valía nada, pero esa quimera resultó la más cara porque casi le cuesta la vida.
Lo primero fue trazar el camino que de la vieja casa remontara a la nueva, luego dragar el foso para los tucunares, o al menos para una pareja de sábalos reales que con sus escamas azuladas y verdes deslumbraran el destello del sol animando las tardes. Y el puentecito chino, porque por todas partes, en los humedales que marcaban los límites, estaba el bambú.
Después diez semanas ella había vuelto de Beijing, renunciando a su trabajo y al piso que su padre le habia regalado en Haidian, quiso conseguir un empleo como controladora de rutas aéreas en alguno de nuestros aeródromos. Durante su ausencia él había logrado, con la ayuda del ministro del ramo y el jefe de seguridad del estado, una visa de residente que le permitiera trabajar. Tan pronto llegó, presentó exámenes para conducir coche y obtuvo un carnet de cuarta, con el cual podía, incluso,  ser taxista, y aprendió a bailar Saersawu, como llamaba a la salsa caleña.
Fueron cuatro años de gloria. Recorrieron en un cuatro puertas casi todo el país, comenzando por la Región de la Manta Real y los cabildos donde ella gozaba conversando con lugareños, comiendo en plazas de mercado, entrando a las iglesias, durmiendo en pequeños fondas de una noche, siempre en compañía de Xiao Xue, convertida en la hija que nunca tuvieron. Así visitaron no pocos municipios de Santander y volvieron varias veces al cañón del Chicamocha que le recordaba las montañas de Yanshan y también porque había pepitoria, sangre de chivo con arroz y la carne del chivo, como solía su abuela al preparar la cabra de patas negras, una de las viandas más apetecidas. Estuvieron en La Habana, en Rio, en Buenos Aires, en Caracas y Montevideo. En todas partes con su perrita rubia. Porque Xiao Xue había viajado con ella dentro de una media tobillera, dormida con una cucharadita de vodka, que la mantuvo quieta durante las casi treinta horas del viaje, porque había volado Beijing, Hong Kong, Ciudad del Cabo, Rio de Janeiro, Bogotá, la ruta más barata que hacía Air China. Y porque sólo la dejó sola cuando dejó solo al que se quedó para siempre.
Había dejado su trabajo burocrático, que ejercía como descanso de su verdadero oficio y que le permitía pasar largas temporadas en hoteles de estrellas, viviendo como una ejecutiva europea. Fue, gracias a que su tía de la suprema le había conseguido el puesto, gerente delegada de la Agencia de Viajes de la Juventud para los países Nórdicos. Su jefe, otro hijo impar de papi, mami, nono y nona, era un jugador compulsivo que no hacía la faena y entonces, las decisiones importantes las tomaba era ella. Viajaba a Estocolmo al menos una vez al año y saltaba a Reikiavik, con sus hotelitos centenarios y el cálido trato que daban a los orientales los islandeses, que creían que las kenningars eran metáforas aprendidas por algunos viajeros escaldos que terminaron en el Imperio del Centro buscando aliados contra Harald Haarderade, el cruel rey noruego.  En esos viajes aprendió a bailar algunas viejas danzas nórdicas, que se hacen en grupo, o cambiando de pareja a medida que se hace la ronda, como también lo hacen los danzantes mayores todavía en las salas de baile del Beijing de las Cuatro Modernizaciones.
Era alta, con una fascinante voz baja y una rapidez de juicio que seducía de entrada. Vestía vaqueros, cazadora, Sneakers, iba con el pelo súper corto y cubierto en primavera e invierno, invariable, con una pañoleta. Era una enciclopedia de los recursos de la ciudad y sus gentes y se había convertido, a pesar de sus veintidós años, en una señora mujer. Su piso, de dos habitaciones con un teléfono azul, betamax, mecedora vienesa y seis pandas blancos, una bandeja azteca regalo de su padre y un caballo Ming de cobre, era una suerte de nido para los amores que había aprendido hacer en el norte de Europa. Leía a Garcia Marquez en chino y en ingles a Henry Miller, y decía que todo el amor que sabía hacer, porque si lo sabía, lo había aprendido leyendo en Trópico de Cáncer y la Crucifixión Rosada. Era capaz de amar de pie o de rodillas, pero odiaba la prisa y el ruido y las congestiones del tráfico, el tumulto del metro, el ruido de los que llegaban por millones del campo cada día y cada noche y sabía que ellos no estaban a su altura, al placer de su cuerpo, porque solo sabían reproducirse y no habían leído a Wu Zao:

En tu cuerpo repican abalorios
de coral y de jade.
Con tu sola sonrisa enmudezco.
Cuando recoges las flores
inclinada descubro tus ancas de sapillo
y tu centro perfumado.
Jovencita y sola
alimentas húmedos secretos.
Brillas más que una lámpara
en un abismo de sombras.
Mientras bebemos, recitamos,
una a otra poemas y cantas
“El que recuerda no muere”
cuyos versos rompen mi corazón.
Nos pintamos las cejas.
Quiero que seas mía.
Tu cuerpo es de jade
y tu corazón primavera.
Enorme bruma cubre los Cinco Lagos.
Amor mío, deja que compre un bote
y te lleve lejos de este tedio y esta noche.

Beijinesa, hablaba un mandarín sedoso que a veces intercalaba en su inglés de California. En su rostro, rara vez maquillado, resplandecían dos largos peces y la boca redonda y jugosa. Y aun que nada se guardaba de ella o de los otros cuando era necesario con prudencia emitía un silencio sin hielo. Sabía que era una flor abierta en una primavera cercada por el tiempo voraz e implacable. Conocía el este y el oeste, del levante al poniente, de arriba y abajo la mole de concreto de Beijing, con sus miles de rutas de buses que rozan otros tantos hutones donde están los restaurantes más finos, pero ella prefería los íntimos y pequeños de comida cantonesa con sopa de maíz en yema de huevo, los ravioles de Xi´an, el bróculi, la carne de buey con verduras sobre plancha de hierro ardiendo y el citron praliné de la patisserie parisienne.
Leía el Beijing Banbao, con los chismes de la farándula local y de ultramar, dejaba el tra­bajo al caer la tarde, visitaba sus clientes y amigos y rendida, tomaba uno de esos caros taxis grises de níveos sillones para volver a casa y ver los culebrones que trasmiten por la dos y la uno. Y hablaba, incansable, por teléfono, mientras se iba ingurgitando unas cuantas mandarinas y trozos de banano hasta que el sueño la vencía soñando en aquellas vacaciones de diez días en la isla de Hainan hasta que Lao qê la despertaba a las siete menos cuarto del tiempo de sus amores mejores para que entrara al tumulto del  Beijing que amanecía con la arena del Gobi en los ojos, y otra vez los turistas, los tiquetes aéreos, las reuniones con su inagotable jefe a quien repetía, otra vez, que necesitaba un asistente, que ya no daba más, que una rutina como esta acababa con cualquiera, que se iba ir a Colombia y no volvería nunca.

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