“Mi muy querido Claudio:
Lucio Celio Galba, Prefecto de Numancia”.
Las frutas por fin están maduras. Todos los asuntos, poco a poco, se han resuelto: aquella infame rebelión y Viriato, su caudillo; la escasez del agua; el pago de tributos, hasta esa sensación de vino rancio, al vivir lejos de Roma parece, se diluye, en las siestas largas de las tardes calurosas”.
(Dicta mi Señor después del Baño,
después de ceremonias repetidas,
dicta, dicta, dicta, como siempre).
“Lucrecia te recuerda con cariño. Los hijos crecen como la hierba en los templos de Sicilia. Aquí, en la monotonía de la provincia castigada, nuestra paz permite la insípida alegría de los últimos días de una juventud que se termina”.
(Sus manos gesticulan y la copa
vierte algunas gotas de su agua.
Agua como sangre entre sus dedos,
sangre derramada por sus gritos,
su ejército inclemente, sus órdenes absurdas).
“Pienso en regresar y, es esa caro amigo, la razón de ser del limo que respira detrás de estas palabras como un ruego. Se acumulan las labores y el tiempo se hace escaso, por eso solicito tu ponderara intervención ante el Senado”.
(Los campos ya resecos bajo el águila y la espada.
El Mercado Antiguo sin pan ni mercancías.
Las calles donde el odio recorre cada casa.
Las aves carroñeras destrozando nuestros muertos).
“Así, querido Claudio, me despido. Esta nota solo quiere recordarte este inmenso afecto que nos une. Aquellas noches frescas junto al Tíber en el triclinio amable en casa de Petronio”.
(Y el óxido cruel que habita en cada puerta,
y el miedo de las noches y el paso de la guardia,
y el silencio negro que cierra cada boca).
“Después de todo esto, cualquier cosa, por pequeña o grande en el oficio, lo que sea para entonces regresar… Recibe el abrazo de tu hermano, que te extraña agradecido,
Lucio Celio Galba, Prefecto de Numancia”.
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