ANTONIO GIL
Clase Magistral del escritor Antonio Gil para la presentación del libro presentado por el escritor Marcelo Mayorga el sábado 30 de Octubre de 2010 en la Casa-Museo “La Sebastiana” de Valparaíso de la Fundación Neruda, publicado por “Mocha Dick, Golfo de Arauco editores”, titulado Tormenta en alta mar.
Amigas y amigos. Hace un rato atrás, antes de entrar aquí, como a eso del siglo XIII, mi querido y releído Roger Bacon, harto intrigado me comentaba al oído: “Es un acontecimiento extraño que, durante los viajes por mar, en los que solo se tiene por ver cielo y agua, la mayoría de los hombres escriben un diario, mientras que cuando viajan por tierra, donde a cada paso encontramos algo que observar, pocos lo hacen, como si las inciertas eventualidades nos fueran más próximas para ser consignadas por escrito que las observaciones reales” .
Desde que la Odisea de Homero inmortalizara a Ulises, miles de seguidores del padre indiscutido de la literatura han reunido en un solo volumen mar y escritura. Podría tomarnos varios días la sola lectura de ese listado, de escritores tan diversos como Joseph Conrad, Julio Verne, Benito Pérez Galdós, Arturo Pérez Reverte. Y, éste, llegado con la última marejadilla, un tal Mayorga, en el breve y poderoso y salado escrito que nos ha dado cita hoy en esta ciudad frente al bravío Pacífico de Chile, inspirador de Salvador Reyes, Coloane, Selkirk, Lovecfrat ,entre tantos... y ahora de Mayorga Cubillos, en este puerto tan legendario y mal amado.
Descartes y Hume, en su hora dijeron, a dos voces: "La filosofía nace del viaje" mientras nos señalaban con sus dedos manchados de tinta allá, entre los oleajes, a esos héroes que singlaban las leyendas y la literatura, hacia borrascas arrachadas donde los Diez Mil de Jenofonte gritaban "¡el mar, el mar!" al divisar las aguas del Mediterráneo, su auténtica patria. El pensamiento navegaba pues, nudo a nudo, con la roda macheteando las aguas del misterio de la condición humana sobre la faz del planeta. Lo vieron así los primeros iluminados que rescataron el pensamiento de las garras de los dioses, siempre egoístas y miserables, cuando desdeñaron la magia y pusieron en el altar del córtex a la razón. No es casual que fuese en las costas del Egeo, en el Asia Menor, donde la civilización jónica parió ese deslumbrante cetáceo de oro que es la filosofía. Ni es por asar que en la ciudad de Mileto en las costas turcas del Egeo, nacieran y maduraran como un racimo los tres primeros rebeldes que, haciendo un corte de mangas a los roñosos dioses, quisieron explicarse el mundo por el expediente de la observación, la introspección, la evaluación y la duda. Me refiero naturalmente a Tales, a Anaximandro y Anaximenes. Tras ellos, otros dos hombres buscaron definir lo que era el ser: Heráclito, en Éfeso, también paisaje marino de Asia Menor, y Parménides, en Elea, la Magna Grecia de entonces y hoy Sicilia. Sólo así se explica que en el irrepetido siglo de Pericles, esa Ola Perfecta para cualquier surfista del pensamiento, la filosofía dio el salto definitivo para instalarse en Atenas.
Y tres remos se clavaron para siempre en el mar de las letras: Sócrates, Platón y Aristóteles. Casi nada.
Largo sería referirse aquí a ese extenso libro de viajes y turismo aventura, con vientre de ballena incluido como camarote presidencial , que es el Volumen Sagrado, el Buen Libro, la Santa Biblia o como crucífera quiera cada uno de ustedes mentarla, según su particular signo astrológico, sus filias, sus fobias... o el motivo que les pida el cuerpo.
Pero sí quisiera recordar que del norte inglés, de pronto y en manada, baja un buen día al Mediterráneo una tríada de poetas que llevan sobre las orejas los laureles de los clásicos. Pronto, el más mermado de ellos, un tal John Keats, muere de tuberculosis en Roma, dejando escrito un verso que define magistralmente el romanticismo, con mas exactitud que quince tomos garrapateados por un historiador del Arte : "La belleza es verdad y la verdad belleza; nada más es preciso saber en la tierra". ¡Bravo! No en balde y Percy Shelley se ahogó en una playa toscana, con un libro de Keats en el bolsillo: "Desafiar al poder absoluto; amar y soportar", proclamaba en uno de sus versos mientras unas millas más acá en el océano del tiempo Víctor Hugo, en su poema “Oceano Nox”, es decir “Océano Nocturno” nos truena sus pareceres de este modo:
¡Ay!, ¡cuántos capitanes y cuántos marineros
que buscaron, alegres, distantes derroteros,
se eclipsaron un día tras el confín lejano!
Cuántos ¡ay!, se perdieron, dura y triste fortuna,
en este mar sin fondo, entre sombras sin luna,
y hoy duermen para siempre bajo el ciego océano.
¡Cuántos pilotos muertos con sus tripulaciones!
Las hojas de sus vidas robaron los tifones
y esparciolas un soplo en las ondas gigantes.
Nadie sabrá su muerte en este abismo amargo.
Al pasar, cada ola de un botín se hizo cargo:
una cogió el esquife y otra los tripulantes.
Se ignora vuestra suerte, oh cabezas perdidas
que rodáis por las negras regiones escondidas
golpeando vuestras frentes contra escollos ignotos.
¡Cuántos padres vivían de un sueño solamente
y en las playas murieron esperando al ausente
que no regresó nunca de los mares remotos!
En las veladas hablan a veces de vosotros.
Sentados en las anclas, unos fuman y otros
enlazan vuestros nombres -ya de sombra cubierta-
a risas, a canciones, a historias divertidas,
o a los besos robados a vuestras prometidas,
¡mientras dormís vosotros entre las algas yertos!
Preguntan: «¿Dónde se hallan? ¿Triunfaron? ¿Son felices?
¿Nos dejaron por otros más fértiles países?»
Después, vuestro recuerdo mismo queda perdido.
Se traga el mar el cuerpo y el nombre la memoria.
Sombras sobre las sombras acumula la historia
y sobre el negro océano se extiende el negro olvido.
Pronto queda el recuerdo totalmente borrado.
¿No tiene uno su barca, no tiene otro su arado?
Tan sólo vuestras viudas, en noches de ciclones,
aún hablan de vosotros-ya de esperar cansadas-
moviendo así las tristes cenizas apagadas
de sus hogares muertos y de sus corazones.
Y cuando al fin la tumba los párpados les cierra,
nada os recuerda, nada, ni una piedra en la tierra
del cementerio aldeano donde el eco responde,
ni un ciprés amarillo que el otoño marchita,
ni la canción monótona que un mendigo musita
bajo un puente ya en ruinas que su dolor esconde.
¿En dónde están los náufragos de las noches oscuras?
¡Sabéis vosotras, ¡olas! , siniestras aventuras,
olas que en vano imploran las madres de rodillas!
¡Las contáis cuando avanza la marea ascendente
y esto es lo que os da aquella voz amarga y doliente
con que lloráis de noche golpeando en las orillas!
En España, Espronceda grita como un pirata desde el castillo de popa: "Navega velero mío sin temor...". Y Cheateubriand hace la ruta París - Jerusalén mientras otros poetas galos como Lamartine atracan en diversas orillas tras interminables periplos de variadas fortunas. Unas décadas antes, en Alemania, Goethe había marcado el camino a los muchachos de la Europa Central con esas galas suyas que son su Viaje a Italia y ha cantado al clasicismo en sus Poemas Romanos. Se asombra a la vista de Venecia, y no siempre de un modo que haría feliz a los agentes de viaje o a los dirigentes del gremio hotelero. Stendhal no tardará en seguirle unos cuantos años más tarde y, en su libro Roma, Nápoles, Florencia, traza una vigorosa pintura de la capital toscana.
Bien entrado el XIX, Charles Dickens se embarca hacia el Sur para escribir su libro Imágenes de Italia. Queda prendado de Venecia, cuya realidad, en su opinión, "excede el sueño más extravagante". Y sobre la ciudad cae la riada de la literatura iniciada por Goethe. Llegan Ruskin, Twain, Henry James, Proust, George Sand, Gauthier, Morris, Hemingway, D’Annunzio, Carpentier..., la lista es interminable. No muy lejos de allí, en un castillo sobre el Adriático, a las afueras de Trieste, Rainer María Rilke canta en sus Elegías del Duino: "Pues lo bello no es más que ese grado de lo terrible que aún podemos soportar. Todo ángel es terrible". Y Joyce abandona la de Zúrich para vivir enseñando inglés y seguir urdiendo su monumental Ulises entre casas de putas y cantinas bien parecidas a las de nuestra Plaza Echaurren.
Hay un Henry Miller que recorre hipnotizado los mares griegos. Y no quiero dejar de recordar aquí a mi admirado Lawrence Durrell, el del Cuarteto de Alejandría reflexionando en Sicilia diciendo textualmente¨ "Qué afortunado soy de haber vivido en el Mediterráneo y contemplado tan a menudo el sol y la luna juntos en el cielo".
Más al Este, en Bosnia para mayor geo referenciación, Ivo Andrić profetiza la saga de de furias y la sangres que venían, mientras Kazanzakis, Elitys y Seferis hacen reverdecer el clasicismo en las islas de La Hélade. No demasiado lejos de ahí Albert Camus desciende a Orán para mostrarnos los límites del alma.. El barco de la literatura navega sin descanso y cada día agrega un caballo de fuerza a su motor. Este, el de Mayorga es un centímetro cúbico quizá más a ese rugiente artilugio que hace ronronear la literatura de los embarcados, las derrotas y los embarcaderos. Pero hay en esta Tormenta de Mayorga un ingrediente nuevo y fundamental. El de las flotas depredadoras, los saqueos de biomasa, los palest y las Yale, junto a una angustia nueva de las tripulaciones de hoy. Y en esa alcuza encontramos pues el salero marino, especial y único de Marcelo Mayorga , en ausencia del cual me habría negado rotundamente a rasguñar estas líneas y estaría a esta misma hora mirando la curva del horizonte y fumando un Cohíba en el paseo Yugoslavo, soñando probablemente con corsarios ingleses y con botes polinésicos bogando desde el West, realidad en la que firmemente creo y recomiendo creer tras los últimos hallazgos arqueológicos de unos gallináceos huesos en Chimbarongo o no sé dónde.
Pero ocurre que este libro es un bote auxiliar, el leve golpe de remo que inesperada y repentinamente nos hace cambiar de oleaje y de corriente, para ponernos a mirar por un ojos de buey recién abierto hacia un modo nuevo, industrial e impensable a las marinerías literarias de todas las edades. Huele a bodegas llenas y a decepción y a firme vacilación este libro que hoy presento a ustedes con genuina admiración y afecto. Es otro mar, son otros los hombres estos, aunque todos sepamos de sobra que para bien o para mal no existe otro océano que el de siempre ni otros hombres que los que hay. Pero de eso, amigas y amigos míos, viene como también sabemos la literatura. De pasar de lunas rielando en la calma chicha o la borrasca a las manchas de aceite y los pesares de singladuras ásperas como madrastras. De los abordajes con cuchillo entre los dientes al agobio interminable y chirriante de cabrestos, de grúas, en la capturas de tonelajes, con sus zozobras nuevas y su inédita poética neo liberal del Nikey y otros neo poéticos indicadores que suben y bajan con cada marea, dibujando otro mar en el psiquismo humano, tarea que ahora le toca izar a Mayorga en el palo mayor de nuestra terrosa literatura.
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