Pese a los agoreros, Valparaíso estaba donde siempre. Llegué temprano y hacía frío. Había una neblina que me cubría hasta los lentes. Igual podía divisar los cerros con sus casas como maceteros. A pocos metros de mí, el mar golpeaba despacio en el molo de abrigo. Las lanchas vacías apenas se movían por el leve oleaje.
Algunos, sobre los escaños, dormían una turbia borrachera. La única agitación que se sentía era las de las grúas. Levantaban del vientre de un carguero, contenedores y maderas. Por los colores de la bandera, supuse que era un navío sueco.
Intenté leer algo de Yonqui, una novela del escritor “beatnik” William Burroughs. El es uno de los íconos mundiales del consumo de drogas. Hacía semanas que el libro andaba en mi bolso.
No sé porque no me había interesado. Cuando adolescente fue casi una Biblia de mi generación. Leí el prefacio e hice algunas anotaciones. Lo cierto es que, ese día, estaba preocupado de otras cosas, más que de la lectura.
Apenas comenzó a salir el sol, Valparaíso empezó a salir de su pereza. Los borrachos despertaron y abandonaron los escaños. Entre ellos, había una muchacha joven. Se me acercó como si me conociera. Sentí su aliento alcohólico en mi cara y sus palabras: “Socito, tiene quinientos para un `mono´”.
Tenía rasgos hermosos, aunque tristísimos. Saqué mil pesos y se los puse en su mano estirada. “Si quiere socito se los pago `altiro´”, me dijo, con una sonrisa socarrona. Le respondí: “mejor anda a comer algo”. La muchacha partió como si hubiera conseguido una fortuna. La miré hasta que se perdió en una bocacalle cercana.
Volví al libro de William Burroughs y leí una frase que había marcado: “La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir”. Me quedé pensando en la muchacha. Quizás debí pedirle que me contara su historia. Tal vez –cavilé- Burroughs escribió su prefacio bajo la influencia del “peyote” y nada era cierto.
La mañana siguió creciendo y cambió el escenario. La luz del sol me dejó ver más lejos. Había más navíos, con bandera de diferentes colores. Al fondo, se podían ver los tenebrosos buques grises de la Armada. : Yo jugué –por un rato- a adivinar la procedencia de las naves por el color de sus pabellones.
Miré la hora y supe que debía ir al lugar donde había sido invitado. Me encontré con amigos que no veía hace décadas. Faltaban otros, que ya se fueron. Con uno de ellos recordé a Claudio Zamorano –el poeta Juan Cameron- cuando salíamos, por los mercados del Puerto, a buscar los tres jureles de ojos tristes que había dedicado, como poema de amor a su mujer.
Repetimos, casi al unísono, sus versos: “Traigo tres jureles para adornar tu mesa./En tu lengua, condúcelos al Cielo de lo peces”. El libro estaba dedicado a Cecilia Delgado, la Virgen de Lo Vásquez y la Revista "Luz". Nos reímos de la brutal blasfemia.
La revista "Luz" fue la primera que asumió el sexo como asunto público. Traía unas mujeres desnudas, en blanco y negro, que ahora podrían postular a monjas. Con ellas en la mirada –y en la imaginación- nuestra generación se masturbaba.
También recordamos mi consigna poética: “pequeño rincón del mundo/morada de luz y fuego/ donde la lluvia/ es una hembra inconsolable”. Era parte de un texto que recordaba el viejo Hotel "Almendral", donde los enamorados de esos años se desvirgaban.
Entonces escuché que me llamaban. Recordé que estaba allí para hablar acerca de la frontera entre Literatura y Periodismo. Me fue bien. Aunque yo, realmente, hablé acerca de mi vida y mi relación con estos dos oficios. Unos jóvenes me hicieron unas preguntas y, al final, hasta me aplaudieron.
Yo estuve nervioso durante toda la presentación y no miraba al auditorio. Realmente, en los minutos que hablé, estuve mirando –a través de los cristales- el monumento a Prat, el único marino admirable, que cada vez se parece más a mi abuelo.
Terminó el acto y bajé, urgente, las escalinatas. Alcancé a escuchar a los poetas reunidos que me invitaron a emborracharme en el Bar "Cinzano".
Dije que no y caminé hasta la orilla del mar. A esa hora todo había cambiado. Los turistas habían reemplazado a los borrachos y los lancheros gritaban tanto que me dolían los oídos.
Me senté en el mismo sillón de la mañana, abrí mi bolso y saqué el libro de Burroughs. Entre sus páginas, marcando el lugar de mi lectura, tenía una fotografía. La miré y me quedé un rato mirándola.
La rompí entre mis dedos y los trozos de su imagen los lancé al agua. Oscilaron un poco entre el oleaje que, a esa hora era un poco más fuerte y luego se dispersaron. Me quede mirándolos como si fueran barquitos de papel.
Luego lancé un pequeño pez de plata que un hechicero de los indios del Amazonas me lo había regalado, para curar los males del cuerpo y del alma, en una noche ardiente del trópico. Se fue al fondo del mar, con los suyos y con los jureles de Claudio.
Volví mi cabeza, justo en el momento en que un marino sueco gritó unas palabras monstruosas e ininteligibles.
Entonces, una ráfaga de viento me trajo el olor a meados oreados por el sol del puerto. Salí de mi ensimismamiento y me dije: “estoy en Valparaíso”. Por un momento, pensé que había vivido un día de otros tiempos y que, francamente, estoy enfermo de nostalgia y que, parece, me hace mal vivir de la memoria.
Entonces, me puse a escribir estos apuntes de la mañana de un sábado en Valparaíso. Como aún no están terminados quizás podrían llamarse -parafraseando al gran William Burroughs- “la nostalgia no es un estimulante. Es un modo de vida”. Por lo menos, yo así lo creo y así la vivo. Y, francamente, no creo que cambie.
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